miércoles, 17 de septiembre de 2025

La vida ordinaria y la historia (1960)

La vida ordinaria y la historia (1960)

Karel Kosík [*]




Madre Coraje, sexta escena. Una marcha fúnebre, tambores y salvas de cañón anuncian, al fondo, el entierro del comandante en jefe del emperador, Tilly. En primer plano, Madre Coraje, con su hija Katrin, pasa inventario: veintidós pares de calcetines, diecisiete cinturones. Se habla del sentido de la historia. La frase del capellán militar: «Ahora están enterrando al comandante en jefe. Es un momento histórico», obliga a Madre Coraje a decir: «Para mí es histórico el momento en que le dieron un golpe en el ojo a mi hija. Está medio destrozada […]» [1].

En la literatura sobre Brecht esta escena se cita a menudo. A veces se recurre a ella para sostener que Brecht redujo la historia oficial a un simple telón de fondo sobre el cual transcurren los destinos cotidianos de la gente sencilla. Se dice que Brecht tuvo el valor de mirar la historia desde abajo, con los ojos del lacayo que hace valer las hazañas históricas de los héroes. Pero en ese arrojo no habría nada nuevo. No haría sino repetir, a lo sumo, la postura del naturalismo plebeyo del siglo pasado, que, en boca de Pisarev, consideraba que los acontecimientos históricos interesan no por cómo ni por qué surgieron, sino por la impresión que causaron en las masas [2]. Pero proyectar la “gran historia” en la vida de la gente sencilla no anula la mirada idealista sobre la historia. En cierto sentido, incluso la refuerza. Desde el punto de vista de los héroes oficiales, a la historia pertenece únicamente el llamado mundo elevado, el mundo de las grandes hazañas y de los actos históricos, que acallan el vacío de la vida cotidiana. En la concepción naturalista, en cambio, ese mundo elevado se niega y la mirada se concentra en la fragmentación de los relatos cotidianos, en meros registros e instantáneas documentales de la vida sencilla. Sin embargo, con este giro la vida cotidiana de la gente sencilla queda igualmente despojada de su dimensión histórica, como en la concepción idealista: es eterna, inmutable en su esencia y, por lo mismo, compatible con cualquier época histórica.

Brecht, por el contrario, muestra la mutabilidad y la posibilidad de transformación de la vida cotidiana de las personas.

Por eso no puede aceptar la «historia» como algo ya hecho que, de un modo u otro, se proyecta sobre la vida cotidiana, sino que demuestra cómo se hace la historia. El acontecimiento histórico es la guerra. ¿Cómo se hace la guerra? ¿La hacen los héroes? ¿La hacen las masas? Brecht responde en sus obras de 1932–1934, entre ellas Terror y miseria del Tercer Reich, Los fusiles de la señora Carrar, El interrogatorio de Lúculo, La vida de Galileo y, en especial, Madre Coraje y sus hijos [3]. Madre Coraje no es un objeto pasivo de la guerra. Es copartícipe de ella, vive de ella, participa en ella con su modesta cuota, acorde con su lugar en la jerarquía social. La guerra la alimenta y ella tiene que alimentar la guerra. Es víctima de la guerra y, a la vez, una pequeña hiena de la guerra. El hijo de la vivandera se distingue en la guerra, se convierte en héroe; así, incide en la “gran historia”. Y la gran historia, en reciprocidad, incide en la vida sencilla de la vivandera: Madre Coraje pierde, uno tras otro, a todos sus hijos en la guerra. La gran historia y la vida sencilla se compenetran, se condicionan y se determinan mutuamente.

Sin embargo, la mera conexión entre los grandes acontecimientos históricos y la cotidianidad ordinaria no es un hallazgo de Brecht. Ya la conoce, por ejemplo, Goethe. Su célebre frase en Valmy: «Hoy comienza una nueva época de la historia y podéis decir que estuvisteis allí» [4], continúa, no menos significativamente, con lo que suele omitirse y que revela el verdadero sentido de la afirmación precedente: «en esos instantes, cuando nadie tenía nada que comer, pedí un pedazo de pan» [5]. Y aún: «Los oboístas de Thaddén tocaban Ça ira y la Marsellesa, mientras se vaciaba una botella de champaña tras otra» [6]. Goethe se esforzaba por que la historia no se monumentalizara como un fin en sí, pero también por que no cayera en la trivialidad naturalista del lacayo que comenta los acontecimientos desde su perspectiva. Goethe se mueve con libertad en ambas esferas y pasa con naturalidad desde la altura monumental de la historia a la prosa sobria de la vida cotidiana. ¿En qué consiste, pues, la diferencia entre Brecht y Goethe, entre el clasicismo burgués y el gran realismo de la época socialista?

Goethe conserva una mirada íntegra de la historia únicamente gracias a su olimpismo. Ve el mundo como un todo sólo porque es indiferente a ciertos elementos y tendencias esenciales de la realidad. La compenetración del mundo elevado y de la vida ordinaria es para él algo natural, mientras que a Brecht lo choca y lo provoca. El hambre, la pobreza y la miseria de la vida cotidiana existen en Goethe sin estorbo junto al brillo y la gloria de la “gran historia”. Goethe contempla históricamente únicamente los grandes acontecimientos, mientras que la cotidianidad de la vida ordinaria la entiende de modo no histórico, como algo eternamente igual, inmutable, una base natural o el reverso de las grandes acciones históricas. Para Brecht, esta escisión no existe. Niega tanto la historicidad de la historia oficial como la no-historicidad de lo ordinario. La historia es una. El entierro del comandante en jefe es un hecho histórico tanto como la mutilación de Katrin. No se trata de devaluar unos hechos frente a otros, sino de su mutua iluminación y valoración. No se trata de una nivelación de la mirada histórica, sino de la equiparación de los hechos históricos, para que la historia pueda comprenderse en absoluto. El entierro del comandante en jefe y la mutilación de Katrin no son fragmentos aislados de vida y, por lo tanto, no pueden existir por sí solos. Surgen y existen únicamente en la guerra.

El acontecimiento concreto de la historia oficial (el entierro del general) y el relato concreto de la vida sencilla (la herida de una muchacha causada por soldados borrachos) pierden así su carácter eterno, natural y suprahistórico. Son tan históricos y transitorios como las guerras. La cotidianidad de la vida humana está determinada por la historia, que se crea en la compenetración dialéctica del mundo elevado y la ordinariedad prosaica. En este sentido, Brecht declara que la anábasis de Napoleón contra Rusia tiene el mismo significado histórico que el itinerario de Švejk desde Putim hasta Budějovice. En ambos hechos puede estar contenida la totalidad de un período histórico concreto. La gloria de la campaña napoleónica es plena, y por tanto concreta, en la medida en que se ilumina con los relatos ordinarios de los figurantes piojosos, mutilados, hambrientos y muertos que realizaron los designios del genial general. En cambio, los relatos de Švejk son verosímiles únicamente en el suelo de la monarquía habsburgo en desintegración y de su chapuza burocrática. Švejk fue hijo de la Primera Guerra Mundial.

El ingenuo punto de vista realista del tiempo de Goethe acepta el mundo ordinario como una atmósfera humana natural y no se plantea la pregunta de su sentido. Toma la vida tal como está y fluye, frente a ella es acrítico. El siglo XX sacudió esta ingenuidad y espontaneidad. La vida cotidiana ordinaria fue sometida a pruebas y exámenes. Se planteó la pregunta de su sentido y valor. Una vez logrado este distanciamiento crítico respecto de la vida ordinaria (vivida y experimentada por decenas de millones de personas), la integridad del mundo ingenuamente realista y también del mundo clásico se desmoronó de repente, y el mundo apareció como absurdum (Camus), como una adivinanza que puede descifrarse de diversas maneras según la perspectiva subjetiva (Kafka) [7].

El mundo armónico de Goethe se derrumbó bajo el peso de sus contradicciones internas, y no quedó más que absurdidad, caoticidad, sinsentido. ¿Pero para quién se desmoronó la integridad del mundo en posturas subjetivas y para quién la vida humana se convirtió en un esfuerzo sin sentido de Sísifo? Señalemos únicamente que este nihilismo filosófico coincide en un punto decisivo con el realismo acrítico de la consciencia ordinaria: para ambas posiciones, una determinada forma histórica de la vida ordinaria es la base natural e inmutable de toda convivencia humana. Para ambas posiciones, Madre Coraje arrastrará eternamente a través de la historia su carro de vivandera y nunca aprenderá de la suerte de sus hijos. Pero el gran realismo revolucionario de Brecht supera tanto la naturalidad acrítica de la consciencia ordinaria como la criticidad sin salida de la consciencia absurda. La actitud de Brecht hacia la vida ordinaria no es meramente crítica, sino revolucionariamente crítica. Extraña a los hombres sus relaciones cotidianas ordinarias no para demostrar la absurdidad de la vida, sino para mostrar que los hombres pueden cambiar su vida cotidiana y llenarla de un contenido humano, libre y jubiloso.



[*] Texto aparecido originalmente en checo en Literární noviny, vol. 9, 1960. Núm. 6 (6 de febrero), pág. 5. La traducción al castellano, a cargo de Gerard Marín Plana con ayuda de LLM, se realiza en cambio de la versión publicada en Dialektika, kultura a politika. Eseje a články z let 1955-1969. Praha. Akademie věd České republiky. 2019. Págs. 114-117.

[1] Brecht, B., Divadelní hry, vol. 2, trad. de L. Kundera, R. Vápenik y J. Haasová-Nečasová, Státní nákladatelství krásné literatury, hurby a umění, Praha 1959, p. 189.

[2] Srovnej Pisarev, D. I., Vybrané stati, trad. de M. Svobodová y M. Cibulka, Svoboda, Praha 1951 (especialmente Kružkov, V. S., "Prefacio", págs. 29-30).

[3] Brecht, B., Divadelní hry, vol. 2.

[4] En el original "Von hier und heute geht eine neue Epoche der Weltgeschichte aus, und ihr könnt sagen, ihr seid dabei gewesen." - "Campagne in Frankreich", en: Goethe, J. W., Werke. Band X., Autobiograpische Schriften II., Verlag C. H. Beck, München 1994, pág. 235.

[5] En el original pone: "In diesen Augenblicken, wo niemand nichts zu essen hatte, reklamierte ich einen Bissen Brot von dem heute früh erworbenen [...]" - Campagne in Frankreich", en: Goethe, J. W., Werke. Band X., Autobiograpische Schriften II., pág. 235.

[6] "[...] die Hautboisten von Thadden spielten Ça ira un den Marseiller Marsch, wobei eine Flasche Champagner nach der andern geleert wurde" - "Belagerun von Mainz", en: Goethe, J. W., Werke. Band X., Autobiograpische Schriften II., pág. 365.

[7] Ver "Hasek y Kafka o el mundo grotesco", págs. 126-137. Camus, A., Mýtus o Sisyfovi, trad. de D. Steinová, Garamond, Praha 2015.



lunes, 8 de septiembre de 2025

Muerte y amor en la novela de Hemingway Por quién doblan las campanas (1962)

Muerte y amor en la novela de Hemingway Por quién doblan las campanas (1962)

Karel Kosík [*]




Al igual que las películas de Chaplin, la novela de Hemingway pertenece a esas obras afortunadas del gran arte que alcanzan de inmediato reconocimiento y popularidad. Para apreciar esta cualidad, comparemos la narración de Hemingway sobre la guerra civil española con el Guernica de Picasso, inspirado en el mismo acontecimiento histórico. Por quién doblan las campanas arrebata y cautiva: el lector se ve arrastrado a un mundo extraño y, sin embargo, íntimo, en el que se identifica con la trama, los personajes, las cosas, la naturaleza. En cambio, el Guernica choca por su carácter inusual y su ajenidad: el espectador nunca queda completamente absorbido por la pintura, sino que mantiene frente a ella una distancia, formula preguntas y exige explicaciones; el lienzo lo atrae y al mismo tiempo lo rechaza y provoca. En Picasso el hombre se ve obligado a reclamar acceso a la obra y debe desplegar actividad para comprender el cuadro; mientras que la realidad de la novela de Hemingway se ofrece por sí sola, sin esfuerzo ni preguntas, de modo que parece superfluo incluso preguntarse si el lector ha entendido el libro. Picasso se percibe de manera absoluta: o se entienden sus cuadros, o no se entienden en absoluto. Hemingway, en cambio, se percibe de manera relativa y gradual: es comprensible para todos, pero cada uno capta de su novela más o menos, una o varias capas, y sólo en raras ocasiones abarca la obra por entero y en todos sus planos. Este es el fundamento por el cual el Guernica de Picasso nunca pierde su carácter, nada de su carácter, y existe de una vez para siempre como obra íntegra, irreductible, trágica y monumental; mientras que la novela de Hemingway está continuamente expuesta al peligro de que la mediocridad del gusto y la sensibilidad sólo alcance su capa superficial y, en encendidos cantos de alabanza al “relato de aventuras de un joven americano con una muchacha española”, sepulte la profunda verdad del libro.

1

La trama de la novela de Hemingway transcurre en tres días. No describe sólo los acontecimientos de esos tres días, sino también el significado del tiempo en la vida de los hombres. El hombre siempre actúa con cierta consciencia del tiempo que tiene a disposición. Actúa de un modo si supone que tiene por delante todavía toda la vida, o media vida, y actúa de otro modo si sabe que su vida puede terminar en tres días. A Robert Jordan le quedan tres días para vivir el amor y cumplir su misión; tiene tres días para vivir toda una vida. En esta consciencia el hombre no puede dispersarse entre pasado y futuro, entre lo que ya no es y lo que todavía no es, sino que debe asir el instante, el presente, la actualidad como la dimensión más básica de la vida. El pasado se refleja en recuerdos, relatos y reflexiones hacia el presente únicamente en la medida en que multiplica su significado; del mismo modo, el futuro evocado en esperanzas, expectativas y temores tiene una función solo en relación con el presente: subraya su singularidad. "No hay nada más que ahora. No hay ni ayer, ciertamente no, ni hay ningún mañana. [...] Sólo hay ahora." Ese “ahora”, “únicamente ahora”, celebrado por Jordan, no es la fugacidad del instante ni la mutabilidad de un momento, sustituido por otros. El instante de felicidad amorosa con María es para Jordan una eternidad. En la presencia concentrada, en el culmen de la felicidad, para él el tiempo se detiene, aunque sus ojos perciban el discurrir de la esfera del reloj, y el instante se convierte en eternidad. Existe un instante, un instante-eternidad, en el que está contenida toda la existencia pasada, futura, proyectada o presentida. Si “existe sólo ahora”, entonces la intensidad de la vivencia debe sustituir la duración de la vida, y todo aquello que el hombre querría tener siempre debe concentrarse en el instante, en el momento, en los tres días que el hombre tiene. El tiempo y la consciencia del tiempo determinan la acción humana. Y en un tiempo breve, del que el hombre sabe, o sospecha, o presupone con fundamento que al final se halla la muerte, maduran las cualidades humanas hasta una nitidez plástica; las semillas reprimidas, ocultas y latentes afloran a la superficie, las máscaras caen, y el hombre es lo que es: es él mismo y manifiesta su propio rostro. De ahí la expresividad de los personajes de Hemingway: Robert Jordan (cuyo único nombre completo conocemos), María, Pilar, el viejo Anselmo, Pablo. Pues cada uno de ellos se da cuenta de un modo determinado de la fatalidad de “tres días” y actúa tal como realmente es: con una sabiduría y heroísmo desinteresados, como Anselmo, que se inquieta por el sentido y la legitimidad del matar; en la escisión entre cobardía y valentía, entre asesinato y servicio a la república, entre egoísmo y responsabilidad, como Pablo; con la indómita nobleza de la mujer que supo vivir la vida y cree firmemente en la revolución, como Pilar.

El tiempo está simbolizado por el número tres. En este símbolo se vivifica la unidad de las tres dimensiones del tiempo humano —presente, futuro, pasado— y al mismo tiempo se subraya la importancia del tiempo concreto del relato, de los tres días. A través del número tres, las cosas y los acontecimientos apuntan al significado fatal del tiempo: los aviones fascistas sobrevuelan el cielo en formación “tres y tres y tres”; la partida partisana de El Sordo es aniquilada a las tres en punto; según Pilar, la tierra con los amantes no se mueve “más de tres veces en toda la vida”. El tiempo crea la atmósfera trágica del relato. Todo lo que indica o simboliza destrucción y muerte, desaparición y frustración, está en relación con la fatalidad del tiempo: las premoniciones de Pilar, los aviones que se mueven como tiburones y la destrucción mecanizada, la nieve que llevó a la perdición a El Sordo, el olor de la muerte, el graznido de los cuervos, la vivencia profunda del amor que se funde con la sensación de morir, los recuerdos de la conducta y del final de Kashkin. De esas cosas, relatos, gestos, vivencias y sus significados, se teje una atmósfera trágica, que anuncia la llegada de la muerte.

2

La muerte en sí misma no es trágica. En la tragedia no se trata, por tanto, de la muerte, sino de la muerte y el sentido de la muerte, de la vida y el sentido de la vida, de la violencia y el sentido de la violencia, del conflicto y la inevitabilidad del conflicto. Según Hemingway, el ser humano existe en el mundo de tal modo que su ser es trágico: para ser hombre y vivir libremente, debe matar. Mata animales y personas. Mata en la lucha por la vida y mata en el juego. Mata en defensa propia y en el ataque. “Los cazadores asesinan animales y los soldados asesinan personas.” Pero con la misma necesidad, en este acto de matar el hombre sucumbe a la amenaza de dejar de ser hombre y transformarse en monstruo. Aquí nace la tragedia. La tragedia surge de que el hombre debe matar: si no matara, dejaría de existir físicamente o se convertiría en esclavo de fuerzas oscuras. Y al mismo tiempo se ve expuesto, necesariamente, al peligro de perecer en este matar o de perder la libertad y el rostro humano.

El acto de matar deja huellas en el hombre. El hombre que mata, ya sea soldado, cazador, agresor o torero, experimenta miedo y quiere redimirse de sus actos. El arrepentimiento y la tristeza por matar, el deseo de purificación y redención acompañan en la necesidad trágica al hombre, si ha permanecido hombre. Si mata personas con pasión y gusto, cae en la inhumanidad.

La tragicidad de Hemingway se distingue esencialmente del “sentimiento trágico de la vida” que desespera ante la contradicción del mundo, se debate entre un pasado irrecuperable y la imposibilidad del sueño, para hallar finalmente la única salida en dios, en la huida del mundo o en el anhelo romántico. En Hemingway el hombre actúa sin ilusiones ni sentimentalidad, con la clara consciencia de que este mundo es el único mundo, en el que vive y muere, mata y ama.

De ahí se explica el interés de Hemingway por las corridas de toros y la vida de los toreros. Las corridas son un juego de una especie particular y un matar de una especie particular: son un espectáculo en el que corre la sangre y muere un animal o un hombre o ambos a la vez; son un matar en el que el espectador interviene ya con su sola presencia, porque el torero lucha y se expone a la muerte ante la vista y para la vista del público. El torero demuestra desprecio por el miedo, pero vive constantemente en un miedo reprimido y dominado; es cazador, agresor y víctima al mismo tiempo: víctima del público, del animal, de su miedo y de su valor. Las corridas son un matar ante la vista de los espectadores, cuya participación y miradas intervienen en el juego. No son un deporte, dice Hemingway, sino una tragedia.

En la novela Por quién doblan las campanas aparece el ambiente de los toreros en varios pasajes, de los cuales uno tiene una importancia especial. Por la narración de Pilar, Robert Jordan se entera de la masacre de los fascistas en la pequeña ciudad de Ávila. La crítica progresista reprochó a menudo a Hemingway esta escena, llena de brutalidad y repugnancia. ¿Por qué Hemingway describe con tanta amplitud las atrocidades cometidas por los republicanos, mientras que despacha las carnicerías de los fascistas “en unas cuantas frases”? Ante todo, no se puede pasar por alto que en la novela esta espantosa escena se presenta indirectamente, es decir, en la narración de Pilar. A través de ella, Robert (y el lector) se familiariza con el pasado de dos personajes del libro —Pablo y Pilar— y se da cuenta de su distinta actitud hacia las masacres. Además, la escena del capítulo 10 tiene otro significado más profundo. La organización de la masacre recuerda a la arena de las corridas de toros. Sus participantes son al mismo tiempo espectadores y actores: la visión de las víctimas los enloquece con brutalidades que en tiempos normales no habrían cometido, y su propia participación activa en el matar despierta en ellos una aberrante curiosidad. Pero allí donde, ante la vista de los hombres, son muertos hombres, donde el matar de los hombres se convierte en espectáculo y teatro, donde el dar muerte está organizado a la manera de las corridas de toros, en ese entorno el ser humano —ya víctima, ya verdugo — debe perder la dignidad y el rostro humanos, temporal o definitivamente. Este es el cometido humanista del relato narrado. Los fascistas cometieron atrocidades peores. Sus actos los caracteriza Hemingway en las frases finales de la narración de Pilar: «[…] fue el peor día de mi vida, hasta que llegó un día aún peor […] A los tres días, cuando los fascistas conquistaron la ciudad.» Si las crueldades de los republicanos se describen con detalle, mientras que las atrocidades de los fascistas se resumen lacónicamente en dos frases. Esta notable desproporción se debe a una determinada intención. Fascismo y crueldad son dos caras de una misma cosa; van juntas de modo tan natural que en el siglo XX una deriva de la otra. Quien dice fascismo habla al mismo tiempo de brutalidad, inhumanidad, barbarie mecanizada. Pero la República y la revolución, por las que se luchaba en España, recibieron el apoyo del pueblo y despertaron la esperanza de la humanidad porque, en la lucha contra el fascismo, se alzaban en defensa del hombre, de su vida, de su libertad y de su dignidad. Las masacres de Ávila dañaban a la revolución y minaban en su misma base su cometido histórico. La inhumanidad del fascismo es una evidencia derivada de la propia esencia del fenómeno. Por eso Hemingway no se detiene en las evidencias. En cambio, como la brutalidad de los republicanos no es una evidencia y, además, para evitar que pudiera convertirse en tal, en algo con lo que la revolución cargara, Hemingway la coloca ante los ojos con toda la fuerza de lo patente.

3

Las figuras clave de la prosa de Hemingway representan a hombres en un determinado periodo de la vida que en situaciones vitales e históricas irrepetibles luchan por la felicidad humana. En este sentido podemos decir que Frederick Henry (Adiós a las armas), Robert Jordan (Por quién doblan las campanas), el coronel Richard Cantwell (Al otro lado del río y entre los árboles) y el pescador Santiago (El viejo y el mar) personifican diversas fases de un mismo hombre, o bien que son una sola figura en distintos periodos del desarrollo por edades. En cada etapa de la vida el mundo se le aparece al hombre bajo un aspecto diferente y le plantea distintos problemas: mujeres y amores, las cosas y la naturaleza adquieren para él otro significado, otros valores, otro matiz. El coronel Cantwell, ya anciano, ve el mundo con otros ojos y vive el amor de otra manera que el joven soldado Frederick Henry. El héroe de Hemingway atraviesa los periodos decisivos de la vida (juventud, virilidad, envejecimiento, vejez), pero es siempre un mismo hombre provisto de algunos rasgos básicos: virilidad, espíritu reflexivo, rechazo de frases hechas y sentimentalidad (y sin embargo a veces cayendo en ella), voluntad de penetrar en la verdad, de vivir con dignidad y libertad. Al hombre de estas cualidades Hemingway lo sitúa en las situaciones básicas de la vida: matar, amor, muerte, conciencia del tiempo y de la edad, superación de la nada, relación con la naturaleza. Como el hombre del siglo XX se ve amenazado de disolverse en superficialidades y naderías, de diluirse en insinuaciones y falsedades y, en la relativización caótica de todos los valores, de perderse al final a sí mismo, Hemingway eleva el amor y la violencia, el sentimiento de la unidad de la vida y de la muerte como los actos más importantes y originarios, mediante los cuales el hombre demuestra su humanidad. Como el hombre huye de la realidad hacia banalidades y palabrerías vacías, Hemingway devuelve a la palabra y al lenguaje su significado originario. El habla de los personajes en sus novelas no es conversación, ni palabrería, ni charla, con las que se mata el tiempo y se encubre la verdad. Es un diálogo en el sentido verdadero y originario, y en él la realidad —al modo de la dialéctica— se descubre y se pone de manifiesto. Como el hombre se convierte en esclavo del tempo y del ritmo que le imponen sus propias creaciones, y en la prisa cotidiana no tiene tiempo para nada, pierde el concepto del tiempo y el tiempo de vivir, Hemingway renueva la consciencia del tiempo como dimensión esencial de la existencia y atribuye importancia privilegiada a la presencia concentrada, al “instante-eternidad”.

La valentía es para Hemingway la cualidad más básica del ser humano, y debe serlo, porque sólo ella permite ver hasta el final, llegar hasta el final y ser hombre hasta el final. En esta mirada sobre el mundo está anclada la grandeza del artista. Sólo quien penetra en los problemas más básicos de la existencia humana y la ve desplegada entre el ser y la nada, el amor y la muerte, la naturaleza y la historia, puede alcanzar el máximo grado de precisión, concreción y plasticidad de visión. En ambas cosas —en el coraje de ver la realidad tal cual es y de describirla con exactitud—, Hemingway tiene pocos predecesores.

En la visión del mundo de Hemingway, la vida humana transcurre en situaciones básicas y la naturaleza es percibida en sus elementos básicos, como el sol, el mar, la lluvia, la tormenta, el viento. La tormenta de nieve es un fenómeno natural; pero como el hombre forma parte de la naturaleza y la naturaleza en su conjunto, así como sus elementos particulares, se entrelaza con su vida, la tormenta de nieve se convierte en parte del mundo humano y adquiere un nuevo significado: «Durante la tormenta de nieve llegaste hasta un alce canadiense, y él confundió tu caballo con otro alce canadiense y trotó hacia ti. En la tormenta de nieve siempre te parecía, aunque sólo por un instante, que no existían enemigos.» La naturaleza no es nunca para Hemingway un telón de fondo ajeno o externo a los sucesos y destinos humanos. Del mismo modo que el torero y el toro pertenecen uno al otro y se definen mutuamente, la acción y la vida del hombre se entrelazan con la lluvia, con el viento o con el mar, y esta unidad del elemento natural con el hombre crea una atmósfera particular y única de un determinado tramo del mundo humano. En la novela Por quién doblan las campanas, el sol se funde con el amor y la muerte, y la joven María se asocia simbólicamente al sol.

A las preguntas eternas de qué es la muerte, qué es la vida, qué es el amor, responde Hemingway con imágenes poéticas, cuya fascinante sugestividad deriva del coraje soberano con que conquistó para la percepción sensible ámbitos que hasta entonces yacían fuera de su alcance. Antes de Hemingway nadie conocía el olor de la muerte. En el olor a picaporte de bronce de la ventana cerrada de un barco que se balancea, con la sensación de vacío y de debilidad en el estómago; en el hedor de la sangre coagulada en la boca de viejas horribles que vuelven del matadero; en el hedor del amor desperdiciado y de la tierra muerta y de los crisantemos en descomposición en una mañana otoñal lluviosa, el hombre inhala el olor de la muerte, y la fealdad, la repugnancia y la náusea le invaden todos los sentidos. Muy de otro modo siente la vida: como el aroma del trébol recién segado, como el aroma de la tierra tras la lluvia de primavera, como el aroma de la leña ardiendo, de la manzana madura y del pan horneado.

El hombre debe conocer el hedor de la muerte, para que incluso en la muerte odie la muerte y se admire de la belleza de la vida, como El Sordo, que sabía que tenía que morir, pero no moría con gusto, y para quien la muerte no significaba nada ni le inspiraba miedo. Amaba la vida: una vida que es como «un campo de trigo ondeando al viento […], como un halcón en el cielo, […] como un cántaro de barro con agua en el polvo del trigo trillado […]».

1962



[*] Texto publicado originalmente en checo como epílogo a la edición de la novela de Hemingway traducida por J. Valja. Mladá fronta. Praga. 1962. Págs. 437-442. La traducción al castellano, a cargo de Gerard Marín Plana con ayuda de LLM, se realiza en cambio de la versión publicada en Dialektika, kultura a politika. Eseje a články z let 1955-1969. Praha. Akademie věd České republiky. 2019. Págs. 118-125.