lunes, 26 de agosto de 2019

La naturaleza irremplazable de la cultura nacional (1967)




La naturaleza irremplazable de la cultura nacional (1967)

Karel Kosík [*]


En las discusiones sobre la cultura compartimos la ilusión de los renovadores, pero nos falta la amplitud y profundidad de su punto de vista. Por esta razón, es prematuro agitar la mano sobre el "renacimiento" como un episodio rechazable. Aún hoy en día vivimos en sus ingenuidades e ilusiones, y vivimos en ellas incluso cuando, deliberadamente o por ignorancia, rompemos los vínculos con el siglo XIX. Renovadora es, sobre todo, la ilusión con respecto a la omnipotencia de la cultura. El utopismo cultural se consuela con la fantasía de que la cultura puede influirlo y resolverlo todo, aunque la sobria experiencia plantea que la cultura puede resolver poco e influir a pocos. Mucho más notable es la impotencia de la cultura, porque nunca ha logrado humanizar al poder y esclarecer a los gobernantes ni penetrar en las relaciones humanas prácticas cotidianas para que el hombre pueda "habitar poéticamente la tierra". ¿O es este "poco" que la cultura resuelve, estos "pocos" a los que puede influir, tan importante que su sentido no puede ser determinado por indicadores cuantitativos, y este "poco" y estos "pocos" pueden serlo todo para el hombre? La cultura es insustituible e irremplazable. Sin embargo, si nada puede tomar su lugar, ¿puede, ella misma, sustituir algo y actuar en una función representativa? Los renovadores se vieron obligados a imponer sobre la cultura la carga de la representación: las cuestiones fundamentales de la existencia humana, que "normalmente" se asignan a diferentes áreas de la vida social –política, asuntos públicos, esfuerzo personal–, tuvieron que ser asumidas por la cultura, porque era la única que en la sociedad checa del siglo XIX logró estar a la altura de su tiempo. Afortunadas, desde luego, son aquellas naciones que han experimentado en su historia momentos de armonía, en los cuales la gran cultura corresponde a la gran política y la verdad de la vida individual a la grandeza de la vida social. Como no existe tal armonía en tiempo del renacimiento, la cultura de alguna manera suple la misión de estas áreas, y enmascara así, en cierta medida, su miseria e inferioridad.

Nos estamos quedando por detrás de los renovadores, que pensaron sobre la cultura en relación al s e n t i d o de la existencia nacional. Para nosotros, la “cuestión checa” ya no existe. Al separar nuestras consideraciones sobre la cultura de la reflexión de la “filosofía de la historia checa”, hemos r e n u n c i a d o a la justificación más elemental para la cultura y a su papel privilegiado en la vida nacional. No importa cuán contradictorias fueran las opiniones de la “gran discusión”, con respecto a un punto no hubo discrepancias por parte de Palacky y Frič, Nejedlý y Masaryk, Konrad y Pekár. Todos ellos respetaron el hecho elemental que puede expresarse en la terminología moderna del siguiente modo: una nación que no ha pensado sobre cómo producir y tener bombas atómicas o cómo competir por la primacía mundial en la producción de petróleo, debe justificar su existencia y sentido de forma que se corresponda con su realidad. František Červinka se refirió hace no mucho a la electrizante declaración de H. G. Schauer a finales de siglo y su provocativa pregunta: "¿Tiene algún sentido nuestra existencia nacional?" Realmente, ¿qué somos y qué podemos llegar a ser? ¿Existimos en Europa Central como una nación diligente, obediente y trabajadora o nos atrevemos a aspirar a algo más? ¿Quién va a definir los límites y a justificar el contenido de nuestro valor si pensar en la cuestión checa pertenece ya al pasado?

[*] Texto aparecido originalmente como "Nezastupitelnost národní kultury" en Literárný noviny, Nº 25, el 24 de junio de 1967. Formaba parte de un conjunto de consideraciones de diferentes miembros del consejo editorial de la revista sobre arte, cultura y sociedad.

La presente traducción, de Gerard Marín Plana, coteja el original con la versión en castellano de Carlos F. Lincopi Bruch para la revista Marxismo & Revolución, realizada a su vez a partir de la versión en inglés de Julianne Clark aparecida en la antología de textos de Kosík editada por James H. Satterwhite The Crisis of Modernity. Essays and observations from the 1968 era. Maryland, Rowman & Littlefield Publishers, Inc. 1995. Págs. 101-102.

martes, 20 de agosto de 2019

El individuo y la historia (1966)



El individuo y la historia (1966)

Karel Kosík [*1]


Contrariamente a la práctica corriente que no toma las palabras al pie de la letra y no se entretiene “inútilmente” en ellas, vamos a preguntarnos por la relación existente entre los términos historia e individuo, para determinar su función específica. El individuo es el individuo, pero en cuanto entra en contacto con la historia se convierte en un gran individuo creador de la historia o en un simple individuo aplastado por la historia. De este modo, la historia aparece bajo un aspecto diferente según se refiera al individuo histórico al simple ser humano. ¿Significa esto que hay dos clases de historia, una para el individuo histórico y otra para el simple ser humano? ¿Acaso el individuo sólo es auténtico en la medida en que crea la historia y ésta no es auténtica más que en la medida en que aparece como resultado de la actividad de los individuos históricos? ¿O bien es ésta una opinión extrema y hay que creer más bien a los que ponen el acento sobre lo que el gran individuo y el simple individuo tienen en común y ven en la historia un proceso en el que todo el mundo participa y que permite hacer valer las aptitudes de cada cual? ¿Qué entendemos por individuo y por historia cuando hablamos de relación entre historia e individuo? 

Esta relación parece evidente y el modo de conocerla parece todavía más evidente: si sabemos lo que es la historia y lo que es el individuo, habremos descubierto ya, precisamente por eso, su relación. Este acercamiento supone que el individuo y la historia son dos categorías que no dependen la una de la otra, a las que podemos conocer separadamente para investigar después en qué medida están ligadas entre sí.

La relación entre la historia y el individuo se expresa mediante concepciones contradictorias; una afirma que los grandes individuos crean la historia, la otra, que la historia toma forma a partir de fuerzas supraindividuales ("el Espíritu universal" de Hegel, las "masas" de los populistas, las "fuerzas productivas" del marxismo vulgar). A primera vista, estas dos posiciones parecen excluirse. De hecho, sin embargo, no solamente tienen muchos puntos en común, sino que incluso se condicionan e interpenetran. Ambas coinciden, sobre todo, en considerar la creación de la historia como un privilegio que no se otorga más que a algunos agentes elegidos, bien a los grandes individuos, bien a abstracciones hipostasiadas. Según uno de estos puntos de vista, para que el hombre pueda intervenir en la historia debe distinguirse no sólo de los simples individuos, sino también de los que persiguen el mismo fin, es decir, de los que quieren hacer historia, y su grandeza histórica estará en función del grado de diferenciación que haya alcanzado. 

En la perspectiva del gran individuo los hombres se dividen en dos categorías: la primera comprende a la mayoría de ellos y constituye la materia de la actividad histórica, al no figurar más que como simple objeto de la historia; la segunda comprende a los individuos que aspiran a un papel histórico, por lo que cada uno de ellos se convierte en enemigo potencial del otro. Los individuos históricos forman un mundo en el que cada uno, en todos los dominios, se opone a cualquier otro que le corte el camino o que sea susceptible de hacerlo. 

El individuo se hace histórico en la medida en que su actividad particular tiene un carácter general, es decir, en la medida en que de su acción se desprenden consecuencias generales. Como la historia sólo existe en tanto que continuidad, la teoría debe explicarnos si la historia desaparece o si se detiene en los períodos en que no hay grandes individuos y en los cuales "reina la mediocridad". 

Si la actividad de los grandes individuos no se inscribe en una cierta continuidad del proceso y no es cocreadora de esta continuidad, ya no hay historia y en su lugar se instaura un caos hecho de acciones aisladas e incoherentes. Si se admite una continuidad histórica, ésta resulta, según esta concepción, de la actividad de los grandes individuos confrontada con la generalidad de la historia. El gran individuo puede negar de palabra esta generalización, lo que no le impide existir ni depender de ella, ni reconocerla y convertirse en su representante consciente. A partir de este instante el individuo presenta su actividad particular como una manifestación directa de lo universal: es la historia misma la que se realiza en sus actos, es el Ser mismo el que se expresa a través de sus palabras. El gran individuo, que intervenía al principio como creador de la historia, se convierte ahora en instrumento de la historia. 

Esta concepción lleva, por las consecuencias que entraña, a lo que constituye, de hecho, el punto de partida de la posición opuesta. Para la teoría universalista el individuo se convierte en un agente histórico si expresa correctamente, a través de su acción, las tendencias o las leyes de las formaciones o de las fuerzas supraindividuales. La historia es una potencia trascendental: el gran individuo puede acelerar su proceso o añadirle una coloración histórica particular; pero, sin embargo, no puede suprimir esta fuerza ni modificarla en su esencia. Por importante que sea el papel del gran individuo en esta concepción, su misión presenta dos aspectos verdaderamente poco envidiables.

Este individuo es un autómata histórico, se funda sobre un cálculo favorable del conocimiento (información), y de la voluntad (acción), que constituyen los elementos suficientes de su función, y todas las otras cualidades humanas son superfluas o subjetivas desde el punto de vista de su papel histórico. 

Según esta concepción, el gran individuo, es decir, el individuo histórico, no se identifica con el individuo desarrollado universalmente, es decir, con la personalidad. Si el gran individuo cumple en la historia una función de aceleración y coloración, surge una segunda pregunta: su existencia, ¿no llegará a ser inútil y anticuada en el momento en que "cualquiera" o "cualquier cosa" pueda asumir estas dos funciones más eficazmente y sin las contingencias ligadas a la existencia individual?

La concepción según la cual los grandes individuos son los realizadores particulares de las leyes universales, debe desembocar finalmente en la idea de que estas funciones puedan ser cumplidas más segura y eficazmente por las instituciones que, en tanto que dispositivos mecánicos, no piden para hacerlas funcionar más que individuos de valor mediano. Esto confirma las predicciones de Schiller, Hölderlin y Schelling: 
"En una institución de esta clase, nada tiene valor más que en la medida en que puede ser previsto y calculado con certeza. Consecuentemente, no triunfan en ella más que los que tienen la personalidad menos destacada, los talentos más ordinarios, las almas que han recibido la educación más mecánica para la dominación y dirección de los asuntos". 
La lógica de esta teoría de los grandes individuos conduce a la apología de los individuos mediocres.

Un individuo puede ser grande, pero su grandeza puede no provenir de su personalidad, de su espíritu o de su carácter, sino reposar sobre el poder; su grandeza está contenida en el poder del que, por un tipo u otro de circunstancias, dispone un individuo particular y gracias al cual hace la historia. Un individuo que dispone de un máximo poder puede, al mismo tiempo, no tener más que un mínimo de individualidad. 

Hegel y Goethe tenían razón al proteger al héroe, es decir, al gran individuo o individuo histórico, de la mirada de su ayuda de cámara. Sin embargo, el ayuda de cámara no ve al gran individuo desde el punto más bajo de la escala; su opinión no es una crítica plebeya, pues él no es lo opuesto al héroe, sino su complemento. El héroe necesita un ayuda de cámara que pueda ver y hacer públicas sus debilidades humanas, pues la sociedad comprende así que continúa siendo humano incluso en sus funciones históricas más responsables y agotadoras. El individuo grande no sólo es un héroe que se distingue de los otros por sus actos, es también un hombre (ama las flores, juega a las cartas, se ocupa de su familia, etc.) y, desde este punto de vista, no se distingue de los otros, sigue siendo semejante a los demás. Sin embargo, lo que la mirada del ayuda de cámara transmite y lo que la opinión pública —desprovista de sentido crítico— acepta como el rostro humano del gran individuo es en realidad una degradación de lo humano al nivel de lo anecdótico y lo secundario: lo humano aparece bajo la forma de detalles biográficos secundarios en tanto que formando parte únicamente del dominio de la vida privada.

El ayuda de cámara pertenece al mundo del gran individuo y, por lo tanto, su mirada no puede ser nunca crítica, sino, directa o indirectamente, apologética: su misión consiste en contar o difundir "la pequeña historia", en desvelar secretos de antecámara, en murmurar y favorecer intrigas menores. Podemos comprender así por qué, en esta concepción, lo ridículo, lo cómico, el humor y la sátira no existen más que bajo una forma anecdótica y en segundo plano, no tienen ninguna importancia histórica. La historia, por el contrario, pertenece al dominio de lo serio, de la abnegación, y, como dice Hegel, los períodos de felicidad no aparecen en ella más que excepcionalmente. Los ayudas de cámara pueden contar anécdotas de sus dueños, pero sólo una mirada que parta de otro mundo, inaccesible a los ayudas de cámara, puede descubrir lo ridículo de un individuo histórico e interpretar su comportamiento como una comedia. 

Estas dos concepciones, muy contradictorias en los detalles, son incapaces de encontrar una solución satisfactoria a la cuestión de la relación de lo particular y lo general. O bien lo general es absorbido por lo particular y la historia se vuelve no solamente irracional, sino también absurda en la medida en que cada elemento particular toma el aspecto de lo general, y en ella reinan, consecuentemente, la arbitrariedad y la contingencia; o bien lo particular es absorbido por lo general, los individuos no son más que instrumentos, la historia está predeterminada y los hombres sólo la hacen aparentemente. En esta concepción se manifiesta netamente una secuela de la teoría teológica que considera la historia como el andamiaje con la ayuda del cual se construye un edificio; el andamiaje, caracterizado por la provisionalidad, es por su naturaleza ontológica, radicalmente distinto del edificio y, por ello, separable de este último, que tiene el carácter de la perennidad. En la concepción de San Agustín, las "machinamenta temporalia" y las "machinae transiturae" son cualitativamente diferentes de lo que contribuyen a construir, es decir: illud quo manet in aeternum

Si se niegan las premisas metafísicas de esta concepción, pero se vuelve a aceptar —bajo una forma modificada o velada— la idea de una diferencia, ontológica cualitativa entre el "andamiaje" (provisional) y el "edificio" (perdurable), se encalla en una concepción falsa, de consecuencias prácticas catastróficas. Hay un equívoco en la filosofía de la historia de Hegel del que es víctima ella misma. De la excitación, del compromiso y del desgaste de las pasiones e intereses particulares, toma forma, no ya un universal en estado puro, no mancillado de particular, sino un universal en el que se interioriza lo particular así comprometido. Lo universal querría utilizar lo particular como un instrumento, para no mancharse, pero, y por la realización misma, su engaño resulta engañado. No se puede separar el "edificio" de la historia del "andamiaje" con cuya ayuda se ha construido este edificio. Lo particular y lo universal se interpenetran y el objetivo realizado es igual, en cierto sentido, a la suma de medios utilizados. 

Los principios de lo universal y de lo particular, a través de los cuales se expresaba la relación entre la historia y el individuo de una forma antinómica, petrificada, no solamente son abstracciones que no pueden delimitar el carácter concreto de la historia, son también principios falsos e imaginarios: no constituyen el punto de partida o la base (principium) de la que nace el movimiento y por la que la realidad se hace explicable, sino más bien grados o etapas deducidos de este mismo movimiento y petrificados. Por la puesta en evidencia de las insuficiencias y contradicciones de esas dos concepciones, ha comenzado a abrirse paso una cierta dialéctica en la que la relación de la historia y el individuo no se expresa ya bajo una forma antinómica, sino como un movimiento en el que se constituye la unidad interna de sus dos términos. Este nuevo principio es el principio del juego [ *2].

La terminología propia del juego y del teatro se encuentra en todo estudio consagrado a la historia (por ejemplo, términos como papel, máscara, actor, perder, ganar, etc.) y la idea de considerar la historia como una representación teatral es corriente en la filosofía clásica alemana, como lo muestra este extracto del Sistema del idealismo trascendental de Schelling:
"Si nos representamos la historia como un teatro donde cada uno de los participantes representa su papel de un modo completamente libre y según lo que le parece bien, entonces sólo podremos pensar en una evolución racional si suponemos que hay una inteligencia que los organiza, y que el Poeta, cuyos elementos (disjecti membra poetae) son los diversos actores, se ha fijado por adelantado el éxito objetivo del todo, con la libre actuación de cada uno, de ahí la armonía conseguida, la causa por la que se desemboca finalmente en algo racional. Si, por el contrario, el Poeta permaneciera independiente con respecto a su obra, no seríamos más que actores que ejecutan lo que él ha compuesto. Pero si el Poeta no es independiente en relación a nosotros, sino que sólo se manifiesta y se revela a través de la actuación de nuestra misma libertad, de tal modo que él mismo no existe sin esta libertad, entonces somos los coautores de ese conjunto poético e inventores, nosotros mismos, del papel particular que representamos" [1]
En Miseria de la filosofía, Karl Marx caracteriza la concepción materialista de la historia como un método que estudia "la historia real, profana, de los hombres en cada siglo" y "representa a estos hombres a la vez como autores y actores de su propio drama. Pero desde el momento en que os representáis a estos hombres como los autores y los actores de su propia historia, habéis llegado, dando un rodeo, al verdadero punto de partida..." [2]. 

La representación (jeu), en tanto que principio que realiza la unidad del individuo y de la historia, destruye ante todo las concepciones lineales y la abstracción. Por la representación (jeu) se establece un nexo interno entre elementos heterogéneos. El individuo y la historia no son ya entidades independientes una de la otra, sino que se interpenetran, pues tienen una base común. El principio de antinomia había hecho de la acción sobre la historia un privilegio, sin ofrecer explicaciones para gran número de fenómenos, a riesgo de deformarlos con construcciones arbitrarias, refutadas por la experiencia. En cambio, la historia como juego o representación está abierta a todos y cada uno de los hombres. La historia es una representación (jeu) en la que toman parte las masas y los individuos, las clases y las naciones, las grandes personalidades y los individuos mediocres. Y es una representación (jeu) en la medida en que todos toman parte en ella y en que contiene todos los papeles, sin que nadie esté excluido de ella. Todas las posibilidades se dan en la historia: allí se encuentran lo trágico, lo cómico y lo grotesco. Por esto, y a partir de ahora, nos parece errónea la visión que transforma lo trágico en la historia en tragedia de la historia, o lo cómico en la historia en comedia de la historia, pues esta interpretación absolutiza así un único aspecto de la historia, subestimando, además, la estrecha relación de los diversos aspectos particulares con la historia en tanto que juego y representación. 

Toda pieza teatral (jeu) exige actores y espectadores; la primera concepción previa de la historia como juego, es la relación entre un hombre y otro, entre unos hombres y otros, relación cuyas formas esenciales se expresan en modelos gramaticales (yo–tú, yo–nosotros, ellos–nosotros, etc.) y cuyo contenido concreto está determinado por la posición de cada uno en la totalidad de las condiciones y situaciones históricas y sociales (el esclavo, el capitalista, el revolucionario, etc.).

El conjunto de las relaciones entre un hombre y otro, entre un hombre y la humanidad, puede convertirse en un juego (jeu) si se cumple la segunda condición previa: que cada jugador o actor, en base al encuentro o enfrentamiento de su acción con la de los demás, pueda, por una parte, saber (o estar informado) quién es el otro y quién es él mismo, y por otra parte, saber disimular sus propósitos, enmascarar su rostro e, igualmente, ser engañado por los otros. En la representación (jeu), la relación de los hombres se concreta en la dialéctica del conocimiento y de la acción. El individuo cumple un cierto papel histórico con arreglo a sus conocimientos y a su saber. ¿Significa esto que el conocimiento es proporcional a la acción y que el individuo cumple tanto mejor su papel histórico cuanto más cosas sabe y conoce? La acción efectiva del individuo se funda no solamente en la cantidad y calidad de la información (conocimiento verdadero, conocimiento falso; información verdadera, verosímil o dudosa), sino también en una cierta interpretación de ésta. Por esta razón la eficacia de la acción no está y no debe estar obligatoriamente relacionada con la cantidad y la cualidad del conocimiento, es también por esto por lo que, en una actividad racional, pueden mezclarse actos irracionales. La relación entre acción y conocimiento se realiza en tanto que cálculo y previsión, en tanto que anterioridad, actualidad o retraso de la información y de la acción, en tanto que conflicto entre lo previsto y lo imprevisto. La tercera condición previa de la historia como juego, es la relación del pasado, el presente y el futuro. En la concepción metafísica de la historia, el porvenir está determinado en cuanto a su esencia y su generalidad, y sólo en sus detalles continúa abierto e incierto: es en esta esfera secundaria, que no puede replantear o suprimir el sentido fundamental predeterminado, donde se ejerce la actividad de los individuos, sean éstos importantes o no. El principio del juego (jeu) infringe las reglas de este determinismo metafísico, pues no considera que el porvenir esté constituido en lo esencial y libre en los detalles, sino que lo entiende como una apuesta y un riesgo, como una certeza y una ambigüedad, como una posibilidad que se introduce tanto en las tendencias fundamentales como en los detalles de la historia. El juego (jeu) de la historia sólo se constituye a partir del conjunto de estas tres condiciones previas o elementos de base. 

La diferencia entre las concepciones de Marx y Schelling, que hemos citado, reside, ante todo, en el punto siguiente: en la concepción de Schelling la historia es, a la vez, la apariencia del juego y el juego de las apariencias, mientras que para Marx, la historia es a la vez un juego real y el juego de la realidad. Para Schelling la historia está escrita antes de ser representada por el hombre, es un juego (jeu) directamente prescrito, pues sólo dentro de un juego semejante "se juega" la libertad de cada uno y puede constituirse, finalmente, algo racional y coherente. Esta predeterminación de la historia transforma el juego (jeu) histórico en un falso drama y rebaja a los hombres no solamente al rango de simples actores, sino incluso al de simples marionetas. Por el contrario, en Marx el juego (jeu) no está determinado antes de que la historia esté escrita, pues el curso y los resultados de ésta están contenidos en el juego mismo, es decir, resultan de la actividad histórica de los hombres. 

Schelling tuvo que colocar fuera de la historia, es decir, fuera del juego, a su creador efectivo (la Providencia, el Espíritu), que garantiza la racionalidad de la historia; mientras que para Marx, la racionalidad de la historia no existe más que como racionalidad en la historia y se realiza en su lucha contra lo irracional. La historia es un drama real: su resultado, la victoria de la razón o de lo irracional, de la libertad o de la esclavitud, del progreso o del oscurantismo, no se adquiere nunca por anticipado o fuera de la historia, sino únicamente en la historia y en el desarrollo de ésta. También el elemento de incertidumbre, de incalculabilidad, de apertura y de falta de conclusión, que se presenta ante el individuo en acto, bajo la forma de la tensión y de la imprevisibilidad, es un componente constitutivo de la historia real. La victoria de la razón no se consigue jamás definitivamente: si fuese de otro modo, significaría la abolición de la historia. Cada época emprende una lucha por su racionalidad, contra lo irracional que le es propio; cada época realiza, con sus medios, el paso a un grado accesible de racionalidad. 

Este inacabamiento de la historia confiere al presente su verdadera significación en tanto que momento de la elección y la decisión y, al mismo tiempo, devuelve a cada individuo su responsabilidad ante la historia. Confiar, sea cual sea, en la solución final del porvenir, es hacerse juguete de una ilusión o de una mixtificación. 

La historia no implica solamente actores, sino también espectadores; el mismo individuo puede, unas veces, participar activamente en un acto y, en otras, contentarse con observar. Desde luego, hay diferencias entre los espectadores: está el que ya ha jugado y ha perdido, el que todavía no ha entrado en el juego y lo observa con la intención de participar en él algún día y el que es a la vez actor y espectador y que, en tanto que participante, reflexiona sobre el sentido del juego (jeu). Hay, efectivamente, una diferencia entre las consideraciones referidas al sentido del juego y la reflexión sobre el modo de asimilar la técnica y las reglas del juego para que éste tenga un sentido para quien lo ha entendido como su propia oportunidad y la ocasión de hacer valer sus posibilidades. 

¿Puede el individuo entender, verdaderamente, el sentido del juego que se desarrolla en la historia? ¿Hay que salir de la historia para comprenderla? ¿Hay que haber perdido antes en la historia para descubrir su verdad? ¿O es necesario primero jugar hasta el final y el sentido de la historia se manifiesta al individuo en la muerte, que se convierte así en un momento privilegiado del desvelamiento de la verdad? Doce años después del final de la Revolución Francesa, Hegel escribió sus notas sobre las causas de la caída de Robespierre:
[sólo] “la necesidad adviene, pero cada elemento de la necesidad no se asigna nunca más que a los individuos. El primero es acusador y protector, el segundo es juez, el tercero es verdugo; pero todos son necesarios”.
La necesidad hegeliana, sin embargo, es mixtificadora, pues introduce una apariencia de unidad allí donde hay litigio, disimula la significación de los papeles individuales e identifica el juego (jeu) con un juego convenido de antemano. La historia no es una necesidad en acto, sino un acto en el que se interpenetran necesidad y contingencia y en el que amos y esclavos, verdugos y víctimas no son elementos de la necesidad, sino factores de una lucha cuyo desenlace nunca se decide por adelantado y en el curso de la cual juegan su papel la mixtificación y la desmixtificación. O bien las víctimas entenderán el juego de los verdugos, los acusados el de los jueces y los herejes el de los inquisidores, como un juego falso, y rechazarán interpretar el papel que se les ha asignado, destruyendo el juego por esto mismo, o bien no lo comprenderán así. En este caso se someterán a un juego (jeu) que les priva no sólo de su libertad, sino también de su independencia; representarán su propia acción y considerarán su propia existencia con los ojos de sus compañeros de juego, expresando esta capitulación y esta derrota por fórmulas prescritas, como: "Soy un sucio judío". Como obran y hablan en tanto que prisioneros de los jugadores del campo opuesto, no han superado el horizonte de estos últimos, y los futuros observadores podrán pensar que han jugado un juego convenido previamente.

La concepción de la historia como juego (o representación) permite resolver toda una serie de contradicciones que han sido la causa del fracaso de los principios antinómicos; esta concepción introduce en la relación de la historia y el individuo la dinámica y la dialéctica, haciendo estallar los límites del entendimiento unidimensional y estableciendo que la historia es un proceso pluridimensional; pero semejante solución del problema no resulta todavía satisfactoria. Por una parte, no conviene identificar la historia como juego con el juego en general, pues el juego de la historia se distingue de aquél en numerosos momentos determinantes. Por otra parte, el principio del juego (jeu) puede servir para explicar no sólo la historia, sino también el ser y la existencia del hombre. 

Además, necesitamos elucidar la cuestión siguiente: ¿En razón de qué puede el juego convertirse en principio que determine y demuestre la dialéctica de la historia? Con otras palabras, hay que preguntarse si en este principio la dialéctica de la historia aparece de modo completo y adecuado y si el juego es entonces el principio efectivo de la historia, si es su fuente, su origen y su fundamento. 

¿El individuo no se hace histórico hasta que no entra en la historia o es atraído a ella, o bien la historia no aparece sino como consecuencia de la actividad de los individuos? En este caso resultaría lo siguiente: al nacer la historia del caos de las acciones individuales y al definirse en tanto que legislación de una continuidad independiente de cada individuo particular, el individuo en acto estaría en el origen de la historia, y la historia sólo se constituiría más tarde por relación a él. El individuo sólo es histórico en tanto que objeto de la historia, es decir, en la medida en que está condicionado (determinado) por su situación en el orden del tiempo, en los contextos histórico, cultural y social [3].

En segundo lugar, se puede decir que la historia misma aparece e interviene como un objeto, es decir, en tanto que producto de las acciones individuales a partir de las cuales se abre paso "el proceso objetivo regido por leyes cognoscibles que nosotros llamamos la historia" [4].

Reducir la historia a un objeto, es decir, a un proceso objetivo que tenga leyes particulares y se constituya a partir del caos de las acciones individuales al que vengan a sumarse o grandes individualidades, que le sirven de instrumento, o simples individuos, como componentes de este último, significa que se introduce en el fundamento mismo de la historia un tiempo reificado. La reificación de los tiempos en la concepción de la historia se manifiesta, por una parte, como supremacía del pasado sobre el presente, de la historia escrita sobre la historia real y, por otra parte, como absorción de los individuos por la historia. La historia, en tanto que ciencia referida a la historia, se interesa por los actos acabados, terminados, por los acontecimientos que han tenido lugar. Si la historia existe como objeto de una ciencia y en la perspectiva de un historiador del pasado, esto no quiere decir, sin embargo, que la historia efectiva no tenga también una única dimensión temporal o que una única dimensión temporal defina el tiempo concreto de la historia. El acontecimiento histórico que el historiador estudia en tanto que pasado y cuyo desarrollo y consecuencias conoce, se ha desarrollado de tal modo que sus consecuencias eran desconocidas por los que participaban en él, y el porvenir estaba presente en su acción en tanto que plan, sorpresa, espera y esperanza; es decir, en tanto que inacabamiento de la historia. Las leyes que rigen los procesos objetivos de la historia son leyes (continuidades) de actos acabados y pasados que han perdido ya su carácter activo, fundado en la unidad de las tres dimensiones del tiempo, para reducirse a una sola dimensión: la del pasado. Sus leyes no constituyen, pues, más que un cuadro general y, en ese sentido, corresponden a una historia abstracta (abs–tracta), es decir, a una historia que ha perdido su carácter esencial, esto es: su historicidad. 

El principio del juego ha podido poner en duda la metafísica de las concepciones antinómicas y develar la dialéctica de la historia, pues hacía presentir que en la base misma de la historia se encuentra la noción de tiempo en tres dimensiones. Los límites de este principio residen en el hecho de que es incapaz de dar cuenta de su descubrimiento y por eso no puede establecer que el juego mismo tiene una estructura temporal fundada sobre el carácter tridimensional del tiempo concreto.

La relación entre el individuo y la historia no está contenida solamente en la pregunta: ¿qué puede hacer el individuo en la historia? Plantea también el problema de lo que puede hacer la historia de (con) el individuo. ¿Tiende la historia a favorecer, por su evolución, el desarrollo de la personalidad o lleva, por el contrario, a la generalización del anonimato y de lo a–personal? ¿Puede el individuo intervenir en la historia o bien su posibilidad de iniciativa y de actividad no se manifiesta más que en beneficio de las instituciones? 

Marx y Lukacs rechazan la ilusión romántica según la cual habría en la historia ciertos dominios privilegiados que estarían a salvo del proceso de reificación. Esta ilusión petrifica la división de la realidad en dos: por una parte, en una esfera auténtica, pero históricamente impotente, donde se hallan la poesía, la naturaleza idealizada, el amor, la infancia, la imaginación y el sueño y, por otra, en una realidad reificada en el marco de la cual se desarrollan acciones socialmente importantes. Esta ilusión crea así la apariencia de que aquellos dominios privilegiados escapan a la reificación y son, por consecuencia, automáticamente, los únicos refugios de la vida auténtica. Sin embargo, como esta crítica no ligaba lógicamente la historicidad al individuo y como el descubrimiento filosófico más importante de Marx, la noción de praxis, se entendía más como la sustancia social fuera del individuo que como la estructura del individuo mismo y de cada individuo, el análisis de la reificación de la sociedad industrial moderna en su relación con el individuo se encontraba confrontado a consecuencias lógicas inversas a las que apuntaba.

La crítica que ha revelado la despersonalización y la desintegración del individuo en la sociedad moderna y su trágica situación entre lo posible y lo real, haciendo resaltar —con mucha razón— que únicamente la revolución, en tanto que acción colectiva, puede anular la reificación, ha omitido, sin embargo, indicar lo que debe hacer el individuo mientras la reificación exista. Esta crítica ha constatado que la realidad objetiva es, para el individuo, un complejo de elementos terminados e inmutables que éste puede aceptar o negar y ha conferido a una única clase social la posibilidad de cambiar esta realidad. Por supuesto se sobreentiende que el individuo no puede suprimir esta realidad reificada, pero esto no quiere decir, sin embargo, que el individuo se defina en primer lugar en función de la realidad reificada o que exista únicamente en tanto que objeto de un proceso reificado. Por la reducción del individuo a un simple objeto de la reificación, la historia se vacía de todo contenido humano para no ser ya más que un esquema abstracto. Los momentos existenciales de la praxis humana, como la risa, la alegría, el miedo y todas las formas de la vida en común, cotidiana y concreta, como la amistad, el honor, el amor, la poesía, se encuentran apartados de las acciones y acontecimientos históricos en tanto que asuntos "privados", "individuales" o "subjetivos", o bien se convierten en simples instrumentos funcionales, en el marco de una dependencia simplista que los hace objeto de una manipulación (manipulación del honor, de la valentía, etc.). 

De hecho, el hombre sólo puede existir como individuo, lo que no significa que cada individuo sea una personalidad o que un individuo, que apele al individualismo, no pueda vivir la vida de las masas. Y del mismo modo, el carácter social del individuo no es una negación de la individualidad, como tampoco el pertenecer a la comunidad humana puede ser identificado con el anonimato impersonal. Si el individualismo es la prioridad del individuo sobre el todo y el colectivismo la sumisión del individuo a los intereses del todo, parece que estas dos formas son idénticas en un punto: las dos privan al individuo de la responsabilidad, el individualismo porque el hombre, en tanto que individuo, es un ser social; el colectivismo porque el hombre, incluso en el seno de una comunidad, es un individuo. 

Hay una diferencia fundamental si el hombre, en tanto que individuo, se disuelve en las relaciones sociales y queda privado de su propio rostro, de modo que las relaciones sociales hipostasiadas utilizan a los individuos, anónimos y uniformados, como sus instrumentos (y en este caso esta inversión aparece como la hegemonía de la sociedad todopoderosa sobre el individuo impotente) o si el individuo es sujeto de las relaciones sociales y se desplaza libremente como en un medio humano y humanamente digno de los hombres provistos de un rostro, es decir, de las individualidades. 

La individualidad del individuo no es un añadido o un resto racional inexplicable que queda después de haber separado del individuo las relaciones sociales, la situación histórica, etc... Si se arranca al individuo su máscara social y no hay bajo esta máscara nada de individual, esta privación no prueba más que una ausencia (de valor) de individualidad, pero en absoluto la no existencia de esta última.

El individuo sólo puede intervenir en la historia, es decir, en los procesos y las leyes de continuidad objetiva, porque es ya histórico, y esto por dos razones: porque se encuentra siempre siendo ya de hecho el producto de la historia, y, al mismo tiempo, es potencialmente el creador de la historia. La historicidad no es lo que se añade al individuo únicamente en el momento de su entrada en la historia o de su captación por ella, sino que es en sí misma la condición previa de la existencia de la historia, en tanto que la historia es objeto y ley de la continuidad. Todos los individuos se benefician de la historicidad; ésta no es un privilegio, sino un elemento constitutivo de la estructura del ser del hombre, al que llamamos praxis. No se podría, en absoluto, proyectar la historia como forma objetiva, y los acontecimientos históricos en la vida del hombre, si el individuo no poseyera un elemento de historicidad. La historicidad no impide al hombre convertirse en la víctima de los acontecimientos o en un juguete en el juego de las condiciones sociales y de las contingencias: la historicidad no excluye la contingencia; la implica. Igualmente, la historicidad no significa que todos los hombres podrían ser grandes hombres y que, si no lo son, es únicamente como consecuencia de circunstancias particulares, ni que en el porvenir, después de la supresión de la reificación, todos podrían convertirse en grandes hombres.

La historicidad del hombre no reside en la facultad de evocar el pasado, sino en el hecho de integrar, en su vida individual, trazos comunes a lo humano en general. El hombre en tanto que praxis, está ya penetrado por la presencia de los otros (sus contemporáneos, precursores y sucesores) y recibe y transforma esta presencia o bien adquiriendo su independencia, y con ella su propio rostro y su personalidad, o bien perdiendo su independencia o no alcanzándola. La independencia significa estar de pie y no de rodillas (la posición natural del ser humano es la posición en pie y no arrodillado); en segundo lugar, es tener su propio rostro, sin esconderse tras una máscara ajena; en tercer lugar, es el valor y no la cobardía. Pero la independencia significa también, en cuarto lugar, ser capaz de retroceso en relación a sí mismo y en relación con el mundo en que vivimos, poder salir del presente y de la inserción de este presente en la totalidad histórica, para poder distinguir en él lo particular de lo general, lo contingente de lo real, lo bárbaro de lo humano, lo auténtico de lo inauténtico. 

El tan conocido debate sobre si un revolucionario prisionero puede ser libre y si es más libre que su carcelero, se sustenta sobre un malentendido. El fondo de la querella es una ausencia de diferenciación entre la libertad y la independencia. Un revolucionario prisionero está privado de su libertad, pero puede salvaguardar su independencia. 

La independencia no significa hacer lo que hacen los otros, pero no significa tampoco hacer cualquier cosa sin tener en cuenta a los demás. No significa que no se dependa en nada de los demás o que uno se aísle de ellos. Ser independiente es tener con los demás una relación tal que la libertad puede producirse en ella, es decir, realizarse en ella. La independencia es la historicidad: es un centro activo donde se interpenetran el pasado y el porvenir, es una totalización en la que se reproduce y se anima en lo particular (en lo individual) lo que es común a lo humano. 

El individuo no puede transformar el mundo más que en colaboración y en relación con los otros. Pero, tanto en el marco de una realización reificada, como en el momento de la transformación de la realidad en deseo o de una transformación realmente revolucionaria de la realidad, cada individuo en tanto que tal, tiene la posibilidad de expresar su humanidad y de conservar su independencia. 

Se comprende, en este contexto, por qué el objeto de los cambios de estructura de la sociedad y el sentido de la praxis revolucionaria no son, para Marx, ni el gran escritor, ni el Estado fuerte, ni un potente imperio, ni un pueblo elegido, ni una sociedad de masas próspera, sino: 
"... el desarrollo de una individualidad rica, tan universal en su producción como en su consumo y cuyo trabajo no aparezca ya como trabajo, sino como pleno desarrollo de la actividad: bajo su forma inmediata, la necesidad natural ha desaparecido, porque en lugar de la necesidad natural ha surgido la necesidad producida históricamente" [5].
"... Es pues, el libre desarrollo de las individualidades. No se trata ya, a partir de este momento, de reducir el tiempo de trabajo necesario para desarrollar el sobretrabajo, sino de reducir, en general, el trabajo necesario de la sociedad a un mínimo. Por lo tanto, esta reducción supone que los individuos reciben una formación artística, científica, etc., gracias al tiempo liberado y a los medios creados en beneficio de todos" [6].


[*1] Texto aparecido originalmente en checo como "Individuum a dejiny" en Plamen en octubre de 1966. El año siguiente Kosík ofreció una versión en inglés, "The individual and History", para una conferencia en la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos, que también sería publicada. La presente traducción al castellano fue obra de Fernando Crespo para la Editorial Almagesto, de Buenos Aires, en 1991. Puede descargarse en pdf en: https://omegalfa.es/downloadfile.php?file=libros/el-individuo-y-la-historia.pdf.

[*2] N. del T.: La palabra francesa "jeu" significa tanto juego como representación teatral. El autor la utiliza indistintamente en ambos sentidos. A efectos de no perder de vista esta circunstancia, optamos por traducir en cada caso según el contexto agregando entre paréntesis la palabra en francés

[1] Schelling: Werke, Munich, vol. II, pág. 602.

[2] K. Marx, Misère de la Philosophie, Ed. Sociales, pág. 124.

[3] Es en este sentido en el que Dilthey, entre otros, entiende la historicidad del individuo. Ver su Ges. Schriften, vol. VII, pág. 135. 

[4] Lukacs, Existentialisme ou marxisme. París, 1948, pág. 150

[5] Karl Marx, Fondaments de la critique de l’économie politique (Grundrisse), Ed. Anthropos, París, volumen I, pág. 273.

[6] Id., vol. II, pág. 222.

lunes, 19 de agosto de 2019

Tres observaciones sobre Maquiavelo (1969)



Tres observaciones sobre Maquiavelo (1969)

Karel Kosík [*]


I

Maquiavelo es un desmitificador, pero la pregunta es si nosotros no estamos sujetos a la mistificación cuando interpretamos su obra. Maquiavelo ha sido leído e interpretado por las más diversas modas y ha sido considerado el precursor de todo lo posible: del nacionalismo, fascismo, democracia directa, democracia pluralista, totalitarismo, etc. Primero que todo, debemos preguntarnos a nosotros mismos si estos términos variados no deforman y mistifican si los aplicamos más allá de los límites de su propio origen y validez. Digamos, considero que la conceptualización conforme a la cual Maquiavelo se dice que ha anticipado la democracia empírica es expresión de falsa conciencia que falla en elucidar suficientemente la metodología para sí misma y, por lo tanto, bloquea el camino hacia una comprensión del pasado.

El punto de partida y el objetivo final de la interpretación de Maquiavelo son los conceptos fundamentales de su obra tales como, por ejemplo, virtud, fortuna, necesidad, ocasión, en los cuales su pensamiento se concentra. Todo examen de Maquiavelo debe, por lo tanto, partir con estos conceptos en el orden de clarificar para sí mismo el contenido y significación y efectos de su crítica por medio de análisis temporal-históricos, sociológicos y filosóficos. Solo después de eso, cuando ya estamos claros sobre la estructura básica de la obra, podremos avanzar hacia la separación de las cuestiones secundarias o llevar a cabo una comparación histórica.

Si comenzamos con las relaciones internas entre virtud y fortuna vamos a estar escasamente habilitados para defender la interpretación según la cual Maquiavelo construye la política como (meramente) una invención humana. Tal aspiración es, probablemente, motivada por la digna aspiración de exaltar en el pensamiento histórico y la teoría todo lo que hace énfasis en el activismo, la conciencia, los objetivos, y otros similares, pero tal aspiración se encuentra a sí misma atrapada en circunstancias temporales y, por lo tanto, transmite a otras épocas su propia unilateralidad. Conforme a Maquiavelo, la política incluye la relación tanto de la creatividad libre y el activismo voluntario, así como las circunstancias dadas, reveses de la fortuna y cambios de destino; de tal modo que sea lo más pronto un juego en el amplio sentido de la palabra; un evento conflictivo entre un conjunto de jugadores y otros jugadores, opuestos, de lo que es la libre creatividad humana. La política como un juego no es una partida de ajedrez en el cual las reglas son dadas de antemano, dentro de la cual una estrategia se enfrenta con otra, sino más bien un tipo de evento cuyo curso proporciona una delineación de las reglas del juego que unifican la actividad y las circunstancias, la iniciativa y el hacer, la conciencia de los objetivos y de la suerte.

En Dialéctica de lo Concreto he conectado a Maquiavelo y Bacon, porque ambos han efectuado una desacralización de la realidad. Uno ha realizado la secularización de la naturaleza y, por lo tanto, establecido los preceptos para el origen de la ciencia y la tecnología moderna. Mientras que el otro ha establecido la “secularización” del hombre y la desmitificación de los gobernantes, y esta iniciativa ha hecho posible el origen y emergencia de la política moderna. Pero para demostrar la grandeza de un pensador particular se requiere al mismo tiempo plantearse la cuestión de qué parte de su obra perdura y cuál parte es, o puede ser, transitoria. El aspecto revolucionario de la conceptualización de Maquiavelo sobre la política es, por lo tanto, al mismo tiempo, un desafío; ¿Es o no es una nueva y diferente conceptualización posible de la política, basada en una nueva comprensión del hombre y el mundo, de la historia y la naturaleza?

II

Muy a menudo algo que existía mucho antes e independientemente de Maquiavelo es asociado con su nombre: engaño, falsedad, traición y asesinato.

Quien participe en la política debe ser consciente hacia dónde va y donde opera. Aquel entra en un reino en el que puede ser engañado, violado, mentido, cooptado, y cosas por el estilo, pero como político debe contar con todo eso. La política es un juego en el cual asesinato, trampa, traición y engaño aparecen como los enemigos con los cuales uno debe funcionar eficiente y exitosamente. Uno puede ingresar a la política con normas éticas las cuales sostienen que no me atrevo a ser un criminal, un enemigo o un traidor, pero me encuentro en un nivel político sólo si reconozco tales fenómenos y sé cómo luchar contra ellos. Habitualmente la relación entre política y moralidad es construida de tal manera que se piensa que quien es moral en política es al mismo tiempo necesariamente ingenuo, sin discernimiento, confiado, etc. Pero si construimos la relación entre ética y política como siendo el ethos posible únicamente sobre la base de una polis, la moralidad en la política emerge y se reafirma a sí misma en los hechos como previsión, discernimiento, capacidad de crítica, visión, etc. La bien conocida declaración de Masaryk de que el maquiavelismo no se adapta a las naciones pequeñas significaba sólo que las naciones pequeñas no pueden ser lo suficientemente astutas. Quien es astuto ya no debe ser un sabio. De la misma manera, estupidez y credibilidad no significan sabiduría. En otras palabras, en la comprensión tradicional la moralidad en la política ha sido vista como debilidad o como una indicación de lo mismo. Pero la moralidad en la política debe denotar sobre todo el ascenso del discernimiento, previsión, sabiduría y espíritu crítico.

Un político debe ser capaz de ver e identificar y no ser cautivo de una ilusión ideológica. Ser cautivo de la ilusión ideológica significa no ver a través de y operar dentro de un marco de engaño y auto engaño. El ejército se aglutina en las fronteras del país, pero el gobernante está a tal grado encadenado y cegado por ilusiones ideológicas que en tal concentración de fuerzas no logra visualizar una amenaza para la nación y, por lo tanto, no puede actuar de manera adecuada. Solo el político que elimina el daño de la mistificación, esto es, aquel que ve a través de la intención e ideología de los enemigos, puede estar en el más alto nivel de su tiempo.

III

Havlicek ha sido el primero entre nosotros que evidenció una preocupación por Maquiavelo. Tal acontecimiento no es una coincidencia. La actual política moderna checa comienza con Havlicek y Palacky. Y Havlicek – como se sabe – efectúa desmitificación, y observa la realidad sin sentimentalidad. Él no es el único autor de la bien conocida declaración que debemos crear “políticos honestos” – una declaración que puede ser manifestación de moralismo, la cual, para estos tiempos, ya analiza penetrantemente las fuerzas sociales reales y se pregunta a quién, y en qué sectores sociales, los políticos deben inclinarse en orden de ser honestos.

Un segundo comentario: la “cuestión checa” como el asunto de un pueblo político en Europa Central abarca un complejo de relaciones entre la política, la cultura, la vida pública, la educación, etc., además de que la característica más prominente de esta totalidad de la vida nacional es el hecho de que la política aquí constituye el eslabón más débil.

Hasta ahora, en efecto, la característica antagónica entre una cultura desarrollada y una política no desarrollada, entre el desarrollo cultural y el atraso político no está resuelto – entonces la política no está al más alto nivel de nuestro tiempo y es incapaz por eso de realizar aquel acto que enderezaría la columna vertebral de la nación.



[*] Texto aparecido originalmente en checo como "Machiavelli a machiavellismus" en Plamen XI. Nº 3 (marzo de 1969). Mesa redonda con los editores en la que participaron, igualmente, Lubomir Sohor, Josef Macek, Petr Pithart y Frantisek Samalik.

La presente traducción, de Carlos F. Lincopi Bruch con alguna modificación, fue realizada para la revista Marxismo & Revolución (disponible on-line en: http://marxismoyrevolucion.org/?p=379) a partir de la versión en inglés de Julianne Clark aparecida en la antología de textos de Kosík editada por James H. Satterwhite The Crisis of Modernity. Essays and observations from the 1968 era. Maryland, Rowman & Littlefield Publishers, Inc. 1995. Págs. 105-107.

viernes, 9 de agosto de 2019

La ciudad y lo poético (1993)




La ciudad y lo poético

Karel Kosík [*]


La viuda del gran poeta ruso Ossip Mandelstam, muerto en un campo de concentración, escribió un libro de memorias sobre su marido, en el que los acontecimientos y los hechos giran alrededor de una metáfora sorprendente: el poeta y el soberano luchan por la ciudad; el déspota expulsa al poeta de la ciudad, y éste intenta siempre regresar, hasta que finalmente, tras una serie de conflictos, el poeta es expulsado definitivamente de la ciudad y perece lejos de ella, en esta estepa.

Se plantea una pregunta: ¿no nos revela esta metáfora una característica del destino de la ciudad moderna? ¿El destino de la ciudad moderna no es eliminar lo poético? Esta metáfora que caracteriza la ciudad en la época moderna plantea tres cuestiones fundamentales: primera, ¿qué es lo poético, cómo debemos caracterizarlo; lo poético que está a punto de desaparecer de las ciudades modernas o que es desterrado y expulsado de ellas?; segunda, ¿en qué se convertirán las ciudades y cómo cambiarán si lo poético ya no encuentra acomodo en ellas?; tercera, ¿cómo caracterizar al poder y a la fuerza, o incluso al soberano que expulsa lo poético de la ciudad?

Uno

Lo poético que desaparece de las ciudades modernas abarca tres elementos: lo bello, lo sublime y lo íntimo.

Los pintores holandeses del siglo XVII nos han mostrado en detalle lo íntimo de sus naturalezas muertas. Los objetos de uso cotidiano, las cosas simples y aparentemente triviales —el vaso, la pipa, el plato, el limón cortado, los pedazos de pan, el jarro—, todos esos objetos habituales y utilizados por la gente sin dedicarles una reflexión o atención particular, reviven súbitamente en las telas de los pintores adoptando otra forma de vida, y muestran su lado oculto, producen un efecto mágico y nos cultivan por su desacostumbrada belleza. El nombre no nos lleva a error, esas cosas no están muertas, y la expresión alemana Still-leben (“vida tranquila”) refleja mejor la realidad: esas cosas banales se presentan en todo su esplendor, se diría que es solamente durante ese momento en el que descansan tras haber sido desechadas y permanecen al abrigo de los murmullos de las conversaciones y de las labores humanas, abandonadas a sí mismas, cuando se desvela su relación íntima con las personas; y éstas, rodeadas por esos objetos, viven gracias a ellas en un medio encantado y encantador que despierta alegría y placer.

El hombre del siglo XX pierde esta relación íntima con las cosas por dos razones: por un lado el ritmo de la vida se ha acelerado, la prisa y la precipitación empujan a las personas y no les permiten detenerse ni demorarse, ni guardar una admiración continua por las cosas que les rodean. La prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua, ni tampoco con las cosas: en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas. Por otro lado, la gente de nuestro tiempo no está rodeada por cosas íntimas, pues la relación íntima sólo puede establecerse si el número de cosas es limitado y las cosas muy distintas. La modernidad, por el contrario, vomita cantidades inauditas de objetos, de productos prefabricados, de información y, en consecuencia, el hombre no está rodeado por cosas agradables y próximas, sino que es invadido y devorado por una cantidad innumerable de cosas (informaciones, goces). Las cosas no rodean al hombre, sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que desaparece rápidamente. Todos los días se fabrican multitud de cosas que tarde o temprano se convierten en desechos, las cosas se producen con rapidez y con la misma prisa y celeridad son usadas y reemplazadas por otras nuevas y acaban en la basura. Me parece característico que, tras la Segunda Guerra mundial, cuando el pintor quería expresar el encanto y el secreto de las cosas de la vida cotidiana, recurriera a objetos corrientes degradados por la evolución técnica moderna que los relega o a una posición marginal o al museo: la bicicleta, el arado, la barca (Georges Braque). Estos objetos del artista destilan confidencialidad e intimidad, pero también nostalgia por un pasado perdido e ido a partes iguales.

Y dado que la ciudad moderna es fábrica, aljibe y depósito de esta incesante oleada de cosas breves que aparecen y desaparecen súbitamente, este hecho desencadena consecuencias sobre el perfil y la atmósfera de la ciudad: presa de la afluencia precipitada de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y la confidencialidad, su ambiente está cada vez más determinado por la extrañeza y por la indiferencia sin encanto ni misterio.

Dos

Antes de la Primera Guerra mundial, el escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal, durante su estancia en Grecia, describió su encuentro con las esculturas antiguas del siglo VI antes de Cristo en Augenblicke in Griechenland. Citaré un amplio pasaje de este texto que constituye una introducción penetrante a lo sublime y revela lo que supone para el hombre toparse con lo sublime (das Erhabene).

Hofmannsthal entró en la sala de un museo en el que cinco estatuas femeninas vestidas con largos ropajes (Gewänder) estaban dispuestas en semicírculo. El poeta prosigue: “En ese momento, algo se apoderó de mí: un terror sin nombre que no procedía del exterior, sino de una remota sima; era como un flechazo… los ojos de las estatuas estaban fijos en mí y sus rostros reflejaban una sonrisa desconocida… estaban ante mí extrañas, pesadas, petrificadas, con los ojos oblicuos… Son de tamaño enorme, esculpidas de una forma entre animal y divina, con formas pesadas. Sus semblantes son extraños, los labios apretados, las cejas dignas, las mejillas poderosas, el mentón revela vitalidad. ¿Son siempre los suyos rostros humanos? Nada de ellos me recuerda el mundo en el que vivo y respiro. ¿No estoy quizá ante algo que me resulta del todo extraño? ¿Acaso el horror eterno al caos no mira a través del rostro de estas jóvenes?... Sus cuerpos se alzan sobre unas piernas extraordinarias y vigorosas. Su aspecto festivo no tiene la menor traza de simulación.”

¿Quiénes son estas estatuas?, pregunta el poeta austriaco, y prosigue: “Estos cuerpos, respondo con la seguridad del sonámbulo, albergan el misterio de lo infinito. Aquel que estuviera a su altura debería afrontarlos de otro modo que con los ojos, más respetuosa y audazmente. Y sus ojos deberían ordenarle mirar, mirar y después agacharse y caer ante ellos como un vencido”.

Quisiera resaltar dos cosas en este texto del poeta: Hofmannsthal describe su impresión y su experiencia del encuentro con lo sublime precisando al mismo tiempo qué es lo sublime. El encuentro con lo sublime arranca al hombre de las relaciones cotidianas y ordinarias para transportarlo a un mundo radicalmente distinto, desconocido, misterioso. Aquel a quien le ha sido dado aproximarse a lo sublime y percibirlo se siente poseído por el asombro y el horror, contempla lo sublime pero no soporta la carga de esa mirada y cae de rodillas, vencido por la fuerza misteriosa de lo sublime, pero vencido de tal manera que a pesar de estar hundido se remonta hacia lo alto, se siente atraído por lo sublime y transportado hacia las alturas. No puedo evitar recordar y subrayar la trascendencia de la frase de Hofmannsthal: los cuerpos de piedra de estas mujeres albergan el “misterio de lo infinito”, y el que las contempla soporta, en cuanto ser finito, lo infinito.

He considerado necesario y útil citar este amplio pasaje del escritor austriaco, redactado en 1908, que expresa de forma sugestiva e inteligible el fenómeno de lo sublime. Se trata del mismo fenómeno descrito por Kant, el filósofo alemán, de una manera tan reveladora y genial, pero en una prosa filosófica y, por tanto, poco comprensible. No puedo evitar una observación sobre los vínculos históricos. En 1756 el inglés Edmund Burke publicó su célebre obra sobre lo sublime y sobre lo bello (A Philosophical Inquiry into The Origin of our Ideas on the Sublime and Beautiful) en la que no sólo deslinda lo bello y lo sublime, sino que opone ambos por tratarse de ámbitos diferentes. Kant, Schiller y Hegel fueron los primeros en extraer conclusiones filosóficas de esta distinción revolucionaria: mientras lo bello nos vincula siempre al mundo sensible, lo sublime representa una conmoción repentina que nos libera de la tela de araña de la realidad, nos hace trascender nuestra torpeza y nuestro carácter efímero para tocar, en tanto que entes finitos, lo infinito. La experiencia de lo sublime tiene una estructura extraordinaria, es un acontecimiento que se inicia con la sorpresa, con el horror, con el dolor, con el miedo, seguidos por una segunda fase caracterizada por el alivio, la alegría, la elevación. Durante el encuentro con lo sublime, el hombre experimenta primero miedo y horror, pero ambos, el miedo y el horror, lo impulsan hacia lo alto, con lo que lo sublime se revela como un poder que libera al hombre y lo eleva. Al experimentar lo sublime, el hombre no queda aprisionado en el sentimiento miento de horror y espectacularidad que lo arrastraría continuamente hacia abajo, hacia el espíritu prosaico, sino que es proyectado por aquéllos hacia las alturas. Kant precisa que el sentimiento de lo sublime tiene una estructura similar al sentimiento moral del respeto (die Achtung) si yo manifiesto respeto hacia la ley moral, me someto a ella, y en la relación con esta ley, soy la persona que actúa con la preocupación de no violar la ley, lo mismo que actúa el que se preocupa por la vida de otro: sin embargo, al someterse a la ley, el hombre se libera. El hombre que presta oídos a la ley moral y se somete a ella, se convierte en un hombre libre, su sumisión se transforma en elevación y en liberación. Esta particular vinculación entre sumisión, dependencia, miedo, horror, sorpresa y liberación, despegue, alivio y elevación, genera la estructura de lo sublime, así como del respeto y de la dignidad.

Hegel añade dos observaciones a los análisis de lo sublime efectuados por Kant. La primera relativa a la definición. Lo sublime, dice Hegel, es ante todo un intento de expresar lo infinito. Y como lo infinito carece de los rasgos de la materia y no puede ser comparado con ésta, lo infinito permanece inexpresable en su infinitud, rebelde a cualquier intento de expresarlo por medio de lo finito. Por esta razón, nosotros, en rigor, no podemos considerar los fenómenos naturales, las montañas, el mar, el ocaso del sol, o las obras humanas como las esculturas, los templos o los monumentos fenómenos sublimes, pues lo sublime no es mensurable por acontecimientos u objetos finitos: lo sublime simplemente se proyecta, se trasluce a través de las formaciones naturales y de las creaciones humanas, pero no se incorpora ni se materializa en ellas. El hombre tiene el sentido de lo sublime, y este sentido lo incita a percibir las formaciones naturales como expresiones de lo sublime y lo capacita para crear obras por medio de las cuales intenta reflejar lo infinito.

Lo sublime no está primitivamente encarnado en el objeto externo a nosotros, sino que, por su esencia misma, es un movimiento que nos arranca de lo cotidiano y de lo banal, transforma nuestra dependencia hacia el sistema de necesidades materiales en deseo metafísico de verdad, de belleza, de bondad, de poeticidad. El poder de lo sublime no consiste en arrastrar al hombre hacia lo irreal, hacia el ámbito de una fantasía estéril, sino que reside en un respeto fecundo y frontal que hace al mundo habitable y lo protege contra la caída en lo prosaico. Lo sublime no desprecia los acontecimientos, sino que es un poder que libera a los seres del yugo de los estereotipos, de la esterilidad, de la imitación.

Esto nos lleva a examinar la segunda observación de Hegel, referente a la cuestión de saber si todas las personas y todas las épocas han tenido el sentido de lo sublime. Ejemplos clásicos de lo sublime, escribe Hegel, nos los proporcionan los amos del Antiguo Testamento. Admiramos en ellos la idea capaz de proyectarnos hacia lo alto. Los antiguos griegos manifestaron su sentido de lo sublime, y así lo atestiguan los coros y las catedrales. Pero el sentido de lo sublime, ¿está presente en nuestra época? He aquí la cuestión clave.

La época que carece de sentido de lo sublime pierde también la vía de acceso a lo infinito y, para enmascarar esta pérdida, propone una sucesión continua, interminable y embrollada de promesas y de metas finitas, de objetos y de productos prefabricados finitos, de informaciones y de historias finitas. La ausencia de lo infinito es reemplazada por la exuberancia y la eclosión del falso infinito, de una gran cantidad de finales provisionales y superficiales. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre sucumbe a lo finito y a la futilidad, y se convierte en su rehén. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre pierde el poder capaz de liberarlo del embrollo de la trivialidad y del prosaísmo, de las metas y fines puramente pragmáticos.

Lo sublime, del que al principio de esta exposición afirmaba que constituye lo poético junto con lo bello y lo confidencial, desaparece de las ciudades modernas de un modo extraño. No es erradicado por la fuerza, no es expulsado fuera de las ciudades por la fuerza de las armas, sino que desaparece de otra forma: en una confusión de la que muy pocos son conscientes. Las construcciones del siglo XX no son el rasgo o expresión de lo sublime, sino una prueba y un testimonio visible de la condescendencia, es decir de la arrogancia del hombre moderno. En la construcción de las ciudades, lo sublime liberador es reemplazado por su propio sucedáneo, por un remedo de sí mismo, es decir, por lo grandioso que maniata y engaña. La ciudad moderna está dominada por lo imponente y por lo colosal. Cuando la prisa y la precipitación lo dominan todo y dirigen el ritmo de la vida, las personas no tienen tiempo de detenerse, el tiempo y el espacio ya no existen para lo sublime. La prisa y lo sublime se excluyen.

El asombro que se apodera del hombre tras su encuentro con lo sublime, que le corta la respiración y lo deja clavado en el sitio, es algo completamente distinto al horror glacial de lo grandioso, de lo imponente, de lo colosal que devora al hombre, le priva de la reflexión crítica y de la distancia para instalarlo en el proceso inexorable de la prisa en el que se precipitan sin interrupción montones de gente, montones de cosas, montones de informaciones, montones de eslóganes, montones de goces.

¿Qué sucederá si la banalidad y la ordinariez, el funcionamiento cotidiano que proporciona a la gente no sólo todo lo que es útil, sino también lo abundante y lo inútil, si la banalidad y la ordinariez se alzan y se materializan en las imponentes construcciones de las ciudades modernas, y en esta imponente grandiosidad y “belleza” que ofrecen la ilusión de lo sublime? ¿Qué sucederá si la banalidad se eleva por encima de todo y, como una arrogancia (superbia) moderna, reemplaza a lo sublime, adopta su aspecto y reclama honores y reconocimiento? En ese momento, cuando lo verdaderamente sublime desaparece en las ciudades y es reemplazado por formas altaneras masivas, por la arrogancia de la banalidad, se produce una confusión fatal.

¿Cuál es la forma normal, habitual, de erradicar lo poético de las ciudades modernas para sustituirlo por lo no-poético y por lo antipoético? La forma usual y más extendida de privar a las ciudades de lo poético es la metamorfosis humillante y degradante: lo bello es reemplazado por lo bonito y por lo grato, lo sublime por lo imponente, la intimidad de las cosas por la agresividad.

Lo poético, que es erradicado de muchas maneras de las ciudades modernas, no es una decoración exterior que vendría después a embellecer la prosa de lo real. Lo poético es un poder sintetizante y conectivo, y cuando es erradicado, la comunidad, el municipio (polis) se desintegran y la degradación se convierte en la medida dominante de todo: el municipio y la ciudad se degradan en un sistema grandioso y creciente de necesidades (System der Bedürfnisse). Cuando el sistema de necesidades se erige en dictador, la necesidad metafísica de lo poético, de lo verdadero, de lo sublime, se debilita o incluso desaparece y la vida de las personas se reduce y se agota en la persecución de objetos, disfrutes, informaciones, para asegurarse la comodidad y el lujo.

Si lo poético es erradicado de las ciudades y de la convivencia de sus habitantes, la alianza de lo finito y lo infinito se quiebra, los hombres pierden el acceso a lo infinito y quedan aprisionados en la agresividad ostentativa y trivial y en lo finito pragmático. Todo es invadido por la transformación patológica que degrada a las cosas y a la gente.

Tres

¿En qué se convertirán las ciudades si lo poético es erradicado de ellas y desaparece de sus muros? Si desaparece lo poético, la ciudad pierde al mismo tiempo la arquitectónica. La ciudad, privada de la arquitectónica, es una pura imitación o caricatura de sí misma: en realidad, se ha convertido en una anti-ciudad.

¿Qué es la arquitectónica? La idea y la acción arquitectónicas determinan lo esencial y lo secundario, definen la finalidad (telos) gracias a la cual se produce todo. La arquitectónica es una fuerza que no solamente diferencia lo esencial de lo secundario, sino que determina asimismo el lugar y lo define como el sentido de toda acción. La arquitectónica es una articulación y un ritmo de la realidad que reparten la vida entre el trabajo y el ocio, entre la guerra y la paz, entre las actividades necesarias y útiles por un lado y las sublimes, bellas por otro. La esencia misma de la arquitectónica es subordinar una cosa a la otra. Lo accidental existe gracias a lo esencial: la guerra para la paz, el trabajo para el ocio, las cosas útiles para las cosas bellas, como dice Aristóteles en La política (VII, 1333a).

La arquitectónica significa que las personas dan preferencia a algo en sus vidas, y únicamente si saben vivir la diferencia viven con dignidad. La arquitectura determina y prescribe que hay que trabajar y dirigir guerras, y sobre todo que es preferible la vida de paz y de ocio, que hay que hacer cosas necesarias y útiles, pero que hay que preferir los asuntos bellos en el sentido del término griego: es decir, bello en el sentido moral, noble, digno.

¿Qué sucederá si lo secundario, lo auxiliar, lo instrumental se sublevan contra el telos, contra el sentido, se apoderan del mando y domeñan a las actividades denominadas bellas por Aristóteles para ponerlas a su servicio? En ese momento, en el momento de esa conmoción, la arquitectura se derrumba, y la época sucumbe al saber y al acto antiarquitectónicos, es decir, a un caos tal que las personas dejan de distinguir entre alto y bajo, entre vanguardia y retaguardia. Así ha caracterizado Robert Musil al siglo XX en su obra El hombre sin atributos. Las ciudades modernas no son un testimonio y un símbolo de este derrumbamiento de la arquitectónica, y ésa es la razón de la crisis de las ciudades.

Sin embargo, el derrumbamiento y caída de la arquitectónica se manifiestan también de otra manera. Después de Aristóteles, es en la filosofía de Kant. pensador de la época moderna, donde la arquitectónica ocupa el papel clave. La parte final de su obra capital, Crítica de la razón pura, se titula “La arquitectónica de la razón pura”. Aquí la arquitectónica significa que nuestro conocimiento no puede ser un simple conglomerado de conocimientos, sino su unión sistemática e íntima. Y este conocimiento no debe ser rapsódico, inconexo y fragmentario, sino que debe generar la unión de las experiencias variadas y dirigidas por la idea. En su sentido primario, la arquitectónica de la razón significa que el hombre está determinado por una conexión interna y por la dependencia de un número finito de preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué me gusta?; y estas preguntas, tomadas en conjunto o por separado, no pueden reducirse a una unidad sistemática de conocimientos; quedan siempre, en cuanto preguntas, fuera del sistema y no pueden ser transferidas a él.

Esta vacilación y falta de claridad que caracterizan lo que entendemos por la arquitectónica, un sistema creciente, articulado del interior, permiten presagiar que la arquitectónica se identificará con este sistema, y perderá entonces su determinación primaria. Pues constituye también para la arquitectónica una forma de difuminarse y de transformarse en un sistema que se perfecciona y crece. En nuestra época, las ciudades ya no se crean, pero las creadas tiempo atrás se extienden, se amplían, invaden los espacios vacíos. Y cuando se crean ciudades nuevas sobre la tierra, ya no se trata del acto solemne y sagrado de antaño; se construyen según los planes de la razón técnica como aglomeración de edificios administrativos, industriales y culturales.

La razón únicamente es arquitectónica si procede sistemáticamente y se ejecuta como arte de sistemas, pero consciente de que su punto de partida estará constituido por la conexión íntima de las cuatro preguntas mencionadas arriba que son irreductibles a un saber sistemático. La arquitectónica de la razón es un conflicto productivo de la razón, máxime si ésta sabe que no debe sucumbir a su inclinación hacia el sistema hasta convertirlo en su única actividad. Por este motivo retorna siempre a las preguntas y a la interrogación como fuente de toda su actividad. En el momento en que las cuatro preguntas básicas dejan de inquietar a la razón y su única actividad es el sistema siempre creciente del saber, la razón pierde la arquitectónica y sólo la razón del sistema continúa funcionando, desprovista de la arquitectónica: la razón arquitectónica se reduce entonces a la razón sistemática y creadora de sistema.

La ciudad moderna vive como un sistema en funcionamiento: la ciudad vive funcionando. Las canalizaciones, la electricidad, la distribución del gas. la recogida de basuras, los transportes, funcionan. Si el funcionamiento de todos estos servicios mutuamente ligados se detiene. la ciudad deja de vivir, muere. El conflicto entre el soberano y lo poético se desarrolla en las ciudades actuales como un conflicto entre el funcionamiento que domina, ocupa la ciudad y arrastra a los habitantes de este funcionamiento, y lo poético que no funciona, que simplemente existe —y como rehúsa someterse a la dictadura del funcionamiento, retrocede y es erradicado de la ciudad, se refugia en los oasis y albergues esporádicos en los que sobrevive: en los museos, galerías, bibliotecas, teatros, pero carece de fuerza para atravesar la ciudad y dejar constancia de su presencia, que cada uno podría adivinar y que inspiraría las actividades de todos.

En los años veinte y treinta de este siglo, el dictador cuyo nombre todo el mundo conocía perseguía al gran poeta ruso Mandelstam. Logró lo que se proponía expulsándolo de Moscú, y luego enviándolo a morir en un campo de concentración. Pero, ¿cuál es el nombre del poderoso dictador que expulsa lo poético de las ciudades a lo largo y ancho de todo el planeta, impone a las ciudades lo prosaico, las transforma en sistemas de expansión y ayunos de la arquitectónica? ¿Sabemos el nombre del dictador que siempre detenta el poder? ¿O somos más bien incapaces de darle un nombre y nos sentimos impotentes para desenmascarar su existencia, e impulsados a atribuir la prolongada crisis de las ciudades a factores secundarios o fortuitos? La particularidad de este dictador que decide el destino de las ciudades modernas radica en que también ejerce su poder en los países democráticos, en los países con gran tradición democrática. Sin embargo, ninguna de las democracias ha hallado aún una defensa eficaz contra él, pues es más poderoso que todas las democracias juntas. ¿Proviene su fuerza del ocultamiento, del anonimato, o del hecho de que nosotros no hemos sido capaces, hasta hoy, de describirlo y de identificarlo?

Uno de los primeros en identificar a este dictador sin nombre fue Alexis de Tocqueville. Este aporta una prueba de su pensamiento crítico y persuasivo cuando dice: “El asunto es nuevo… Las antiguas palabras como despotismo y tiranía se han quedado cortas”. La opresión que amenaza a todas las democracias modernas no se parece a nada de lo anteriormente existente. Tocqueville subraya: “El fenómeno es nuevo, y por tanto es preciso intentar definirlo, dado que no puedo designarlo”. Este dictador moderno oculto y anónimo posee un poder extraordinario de “degradar a los hombres sin torturarlos”, y Tocqueville pergeña una imagen del futuro de las personas y de las democracias modernas: “Me imagino los nuevos perfiles que el despotismo moderno podría adoptar en el mundo: veo una multitud inconmensurable de hombres parecidos e iguales que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma”. Y el autor de Sobre la democracia en América añade: “Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga de garantizar sus goces y de velar por su destino. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y grato”.

En 1897, cuando se emprendieron en Praga las tareas de saneamiento y modernización, dos escritores checos, los hermanos Mrstik, publicaron una obra titulada sintomáticamente Bestia triumphans en la que demostraban que el progreso necesario para la reconstrucción, saneamiento y modernización de las ciudades implicaba la demolición de edificios feos, pero también de joyas arquitectónicas. En aquella época, hace cien años, los escritores parecían defender lo antiguo frente al progreso y frenar la modernidad en nombre del pasado vencido. Ahora bien, parece que gracias entre otros a ellos, Praga sigue siendo la joya de la arquitectura románica, gótica y barroca, y no ha sucumbido del todo a la parcialidad y a la ceguera. Dos valientes escritores checos del pasado comprendieron que la construcción de edificios aburridos, inhabitables y feos que se parecen como dos gotas de agua y a los que les cuadra el nombre ridículo de die Wohnmaschinen (“maquinas para habitar”), no es asunto de los arquitectos y no los exime de culpabilidad. sino que surge al dictado del espíritu de la época: un espíritu que es negación del espíritu y anti-espíritu. En las relaciones humanas, afirman estos escritores checos, la “deshonestidad, la venalidad, la corrupción y la astucia” se van imponiendo paulatinamente y las gentes son impulsadas por la “violenta pasión de la hipocresía”, quedan cegadas por los eslóganes y por la apariencia de cultura mientras la auténtica cultura perece. Mientras los tiempos modernos sigan dominados por la bestia triumphans que se impone por la nivelación de todo, incluyendo la cultura y la arquitectura, dentro del ritmo acelerado del sistema en funcionamiento, la poesía, la belleza, lo sublime, lo íntimo, quedarán condenados a la marginalidad. Hace cien años, estos escritores checos pidieron a las personas que aprendieran de nuevo a integrar la poesía en las construcciones de casas y de ciudades, para que sus habitantes deseasen no sólo quedarse en ellas, sino también y, sobre todo, vivir en ellas —poéticamente.

Una voz importante, de 1824, debería igualmente resonar en este diálogo entre los representantes de diferentes naciones y generaciones que intentan dominar y caracterizar el poder que determina la modernidad y forja la fisonomía de las ciudades actuales. En sus conferencias consagradas a la filosofía de las religiones, Hegel opone la realidad de la Grecia clásica, a la que considera la “religión de lo bello” (Religion der Schönheit), a la de la Roma imperial, para la que reserva nombres ignominiosos: “religión de la finalidad, del egoísmo, de la codicia” (Religion der Zweckmässigkeit, der Selbssucht, des Eigennutzes). La Grecia clásica, con su filosofía, su tragedia y su comedia, su escultura y su arquitectura, era un modelo sin parangón para Hegel, mientras que la Roma imperial, en su opinión, personificaba la decadencia. Dentro de este contexto, Hegel expresa una opinión notable: la evolución de Europa tras la Revolución Francesa se parece cada vez más a la antigua Roma imperial y el filósofo justifica su pensamiento de la siguiente forma: “Antes y ahora, en la antigua Roma y en nuestra época, el sofista es el que se convierte en el personaje principal, el que determina el contenido de la acción, del razonamiento, del sentimiento y de la creación”. El hombre es la medida de todas las cosas, pero un hombre empobrecido y reducido al status de productor y consumidor, que considera cuanto existe un material del que se sirve para facilitar su vida, para asegurar su bienestar y para consumar sus fines egoístas, tanto individuales como colectivos. Cuando este egoísmo, enmascarado bajo frases moralizantes, se alza sobre un pedestal para imponerse como valor supremo, toda la vitalidad bella y moral desaparece forzosamente, la realidad se descompone en una enorme amalgama de codicias, metas e intereses particulares, en pequeñas eclosiones de goces y humores. La realidad, caracterizada por la descomposición de la comunidad humana (polis), halla un nombre adecuado en Hegel: “El reino animal humano” (das menschliche Tierreich).

El sofista, personaje principal de los tiempos modernos, construye la ciudad para que se parezca a él y por su propia necesidad, de ahí que la conciba como un conjunto de casas funcionales, como un sistema prolífico de servicios, diversiones, consumo de cosas y de información, cuya dependencia implica desterrar lo poético, es decir, lo bello, lo sublime, lo íntimo. Todas las épocas construyen ciudades y casas a su imagen y semejanza, de ahí que los resultados de sus actividades constructoras sean un espejo que refleja el tiempo. Pero ciertas ciudades no reconocen o se niegan a reconocer su verdadera faz y se refugian en ilusiones infundadas de su belleza y grandeza. La ciudad, contrariamente a lo que creían el clasicismo y el romanticismo alemán, no es música petrificada ni un monumento de musicalidad, sino que en su forma moderna es más bien una expresión perceptible, es decir, visible, audible y sensible, de la esencia de los tiempos modernos, unos tiempos que han perdido la arquitectónica o han renunciado a ella, para reemplazarla por otra cosa —por un sistema en funcionamiento.

El destino y el futuro de los tiempos modernos, y en consecuencia de las ciudades actuales, dependerá de si la arquitectónica perdida es recuperada o si su sucedáneo, representado por el sistema sempiterno y omnipotente, se mantiene. La esencia de los tiempos modernos está constituida por el conflicto entre el sistema seguro de sí mismo, y a punto de convertirse en la realidad dominante, y la esperanza latente de salvar el mundo: la arquitectónica. ¿Qué es esta arquitectónica que tanto echamos de menos y sin la cual el hombre no puede llevar una vida digna? La arquitectónica del mundo es vínculo hecho de tiempo, de espacio y de movimiento, en cuyo seno cada uno de los tres elementos se une a su opuesto: el tiempo de la arquitectónica es una conexión de lo permanente con lo temporal. Si lo temporal excluye y suprime lo duradero, la arquitectónica se viene abajo. La arquitectónica une lo sublime, lo patético, lo monumental, con lo corriente, lo trivial, lo banal, y en esta unión permite asimismo a lo trivial vanagloriarse de su propia poética. Pero desde el momento en que lo sublime desaparece para ser reemplazado por lo racional y lo técnico impuesto, lo trivial y lo banal se transforman en un mal gusto vulgar y la arquitectónica se derrumba. El movimiento arquitectónico incluye la ascensión y la caída, lo provisional de la prisa, así como la posibilidad de rezagarse, la marcha hacia adelante y el eventual retroceso. Pero si la aceleración del sistema se convierte en la única forma de movimiento y las personas se acomodan a su ritmo, la arquitectónica se viene abajo.

Cuatro

La construcción de las ciudades, en cuanto acto solemne que renueva y confirma la arquitectónica del mundo, es un acontecimiento: si las ciudades ya no se crean sino que se agrandan, se amplían y se multiplican, esto constituye una prueba de la desaparición del acontecimiento en cuanto asunto inútil y superfluo y, además, demuestra que la arquitectónica ya no tiene sitio en esta realidad: ha sido privada de él, y por tanto, es una arquitectura en el vacío. La ciudad es un lugar en el que se produce un acontecimiento. La ciudad en cuanto lugar es un acontecimiento. El francés, al contrario que el alemán y las lenguas eslavas, expresa con toda naturalidad la íntima conexión entre lugar y acontecimiento: lugar (lieu), tener lugar (avoir lieu). La ciudad, en sentido primitivo, es un acontecimiento ubicado, un acontecimiento que ha tenido lugar en cierto sitio: la ciudad es un acontecimiento que ha tenido lugar para diferenciar lo esencial de lo no esencial, lo sublime de lo trivial. El hombre con apego a este lugar no está ligado a un trozo de tierra natal o a paisajes paganos sino que, mediante esa ligazón al lugar, participa en las acciones y acontecimientos que deciden el destino de la libertad y de lo sublime, de la belleza y de la poesía. En ese apego al lugar, se reconoce responsable de los acontecimientos que allí suceden. Este apego al lugar no maniata a las personas, sino que las invita a asumir una responsabilidad liberadora y las hace afrontar la cuestión de saber si la ciudad seguirá siendo el lugar de los acontecimientos y de la historia, o si se convertirá en un sistema que funciona. Las ciudades no son puntos o espacios geométricos, sino lugares de acción y de acontecimiento. Las ciudades modernas están amenazadas por el hecho de que lo poético, la arquitectónica, lo sublime son sitiados, engullidos y ahogados en las olas de lo trivial y de lo pragmático: la iglesia, el templo, el ayuntamiento, el teatro —como símbolos de lo espiritual— son desplazados y cercados por construcciones prosaicas destinadas al consumo y a la administración, y así lo ha demostrado de manera expresiva el arquitecto checo Karel Honzík: antes una iglesia, un templo, una alcaldía, un teatro dominaban la ciudad, mientras que en la actualidad estos puntos dominantes han sido engullidos y ensombrecidos por otros edificios dominantes prosaicos y banales, aunque imponentes y grandiosos.

La ciudad es un testigo vivo y perceptible para todos de lo que es nuestra época: la época está personificada por la ciudad. En el destino de la ciudad moderna se puede leer la situación de la época entera. Los acontecimientos de las ciudades son el reflejo elocuente de lo que sucede en la época entera. El dictador al que me refería al inicio y que determina la fisonomía, el funcionamiento y la vida de las ciudades modernas, es, al mismo tiempo, el dictador de la época: el destino de las ciudades y de los tiempos está en manos de un único dictador, que, al contrario que los dictadores nominales, expulsados, muertos y medio olvidados del siglo XX, reina por siempre y parece invencible.

¿Qué nombre dar a semejante dictador? ¿Deberíamos acuñar para él la denominación de bestia triumphans, o quizá sería más acertada la de “sofista moderno”? ¿O tal vez deberíamos utilizar el término intraducible de Martin Heidegger para decir que los tiempos modernos, incluyendo en ellos las ciudades, están dominados por das Gestell? Yo prefiero adherirme a la opinión de Alexis de Tocqueville: no nos apresuremos a dar nombre al poder de este dictador, intentemos primero analizarlo y describirlo.

Si mis deducciones son acertadas, sólo se puede extraer una conclusión: si toda la época ha perdido la arquitectónica, los esfuerzos de arquitectos de talento, por grandes que sean, no pueden por sí mismos cambiar el destino de las ciudades modernas. Para que las ciudades vuelvan a ser lugares de articulación arquitectónica y para que los ciudadanos puedan permanecer en ellas como la cuna de lo banal y de lo poético, es decir de lo sublime, de lo bello y de lo confidencial, la época contemporánea debe desembarazarse del dictador anónimo que se comporta a la vez como un embaucador y como un ocupante.

Este dictador anónimo es responsable de la invasión de las vidas de las personas por una oleada continua de informaciones, impresiones, productos prefabricados, cosas que tarde o temprano se pierden en un proceso que se acelera sin cesar. En esta prisa, no hay tiempo para quedarse —ver-weilen—. Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida. Primitivamente, la memoria no es la capacidad de evocar con el pensamiento las cosas y acontecimientos pasados. La memoria significa en su origen que el hombre piensa en lo que sucede, piensa en los acontecimientos de la realidad, mientras que la pérdida de memoria significa que el pensamiento de las personas está ocupado por asuntos secundarios que bloquean y paralizan las actividades de socorro de la auténtica memoria. Por esta razón, el hombre debe liberar su memoria del aluvión de cosas secundarias y recordar lo que él es; y en este recuerdo, en este despertar de la memoria, logrará que el primer paso hacia la salvaguarda o la creación de ciudades sea la renovación de la arquitectura del mundo.



[*] Texto aparecido, con alguna modificación, en Letra Internacional. Nº 51. Julio de 1997. Págs. 13-17. Disponible on-line en: https://prensahistorica.mcu.es/es/publicaciones/verNumero.do?idNumero=1000253852. Originalmente el texto pertenece a una conferencia que Kosík dio en el Centre Georges Pompidou, de París, en octubre de 1993, con el título "La ciudad y la arquitectónica del mundo".