miércoles, 31 de julio de 2019

Sobre la relación entre Heidegger y Marx (1963)




Sobre la relación entre Heidegger y Marx (1963)

El intercambio epistolar de Karel Kosík con Gÿorgy Lukács y Herbert Marcuse


A principios de marzo de 1963, año de publicación de Dialéctica de lo concreto, Karel Kosík escribe una carta a Gÿorgy Lukács y otra a Herbert Marcuse. En ellas les pregunta sobre la posibilidad de trazar alguna afinidad entre las filosofías de Heidegger y Marx, así como sobre la influencia que pudo tener Historia y consciencia de clase, de Lukács, en Ser y Tiempo, de Heidegger. No tenemos acceso directo, por el momento, a esas cartas, pero sí poseemos, en el caso del intercambio con Marcuse, la carta de respuesta de este último; y, en el caso del intercambio con Lukács, información sobre el mismo gracias a dos artículos de Nicolas Tertulian, especialista en su obra, que aparentemente lo había consultado en los archivos Lukács de Budapest y lo menciona. A partir de tales textos se muestran, pues, intereses e inquietudes filosóficas de Kosík en este momento [*].


1. Fragmentos de dos artículos de Nicolas Tertulian

Fragmento de "El concepto de alienación en Lukács y Heidegger"

El 5 de marzo de 1963, Lukács escribió a Karel Kosík acerca de estas afirmaciones [de Heidegger en su Carta sobre el humanismo, de 1947, en las que reconocía el mérito histórico de Marx como pensador de la alienación y, en este sentido, la superioridad del marxismo sobre las otras concepciones de la Historia]: «El pasaje fue escrito mucho más tarde que Ser y Tiempo, pero es seguro que se relaciona íntimamente con este trabajo.» [...] en una carta a Karel Kosík, quien le pidió una aclaración sobre el tema [la influencia de Historia y consciencia de clase en Ser y Tiempo], todavía no excluía la hipótesis de tal relación entre su libro, que, enfatizó, era «muy conocido en aquel tiempo», y los pasajes sobre la reificación de Ser y Tiempo, si bien insistiendo en que no se trataba sino de una hipótesis. A falta de pruebas filológicas, terminó su carta con una fórmula que resumía su pensamiento. Partiendo de la idea de que, en el momento en que estaba escribiendo su libro, Heidegger necesariamente había tenido que encontrarse con el marxismo en su camino, concluyó una confrontación «en una amplia perspectiva histórica» (im großen historischen Sinne) de los dos pensamientos.

Fragmento de "Alienación y desalienación: una confrontación Lukács-Heidegger"

[...] respondiendo a una carta de Karel Kosík, quien le preguntó precisamente sobre la probabilidad de una reacción de Heidegger en Ser y Tiempo a su libro Historia y conciencia de clase, se mostró mucho más cauteloso, incluso formuló la muy justa observación de que la presencia del concepto de «Verdinglichung» en la obra de Heidegger no era en absoluto un argumento suficiente para apoyar tal hipótesis. [...] Lukács ciertamente destaca el hecho de que el nombre de Marx o cualquier referencia a su pensamiento están del todo ausentes en Ser y Tiempo, pero no lo ve como un argumento que invalidaría su tesis, porque el pasar en silencio del marxismo era a sus ojos habitual en la producción filosófica de la época y, por otra parte, como le escribió a Kosík, le parecía poco probable que Heidegger no se encontrara en su camino al marxismo [...].


2. Carta a Karel Kosík de Herbert Marcuse

Karel Kosík
Filosoficky ustav CSAV
Hradcanské nam. 11
Praga 1, Checoslovaquia

22 de marzo de 1963
Mi querido sr. dr. Karel Kosík:

Me alegra responder a su carta del 6 de marzo acerca de mi interpretación de Heidegger en 1928. Ya no tengo acceso al pasaje y por lo tanto no puedo comentar sobre él, pero me gustaría aportar algunas ideas sobre mi posición actual. Hoy rechazaría cualquier intento de afirmar una intrínseca (¡o extrínseca!) afinidad entre Heidegger y Marx. La actitud positiva de Heidegger con respecto al nazismo no es, según mi opinión, más que la expresión de las tendencias profundamente anti-humanas, anti-intelectuales, históricamente reaccionarias y enemigas de la vida de su filosofía. En las últimas décadas esta filosofía, despojada de su dimensión política, carece de fundamento y no puede ser tomada en serio: preguntas sin sentido repitiéndose sin cesar que quedan sin respuesta porque no son preguntas genuinas. Más allá de eso, juegos de palabras que van a tientas en la oscuridad y violentan el lenguaje mientras participan en una fantasía teutónica (¡en cualquier otra lengua este juego de palabras se pierde y se vuelve sencillamente intraducible!). Mi posición hoy puede estar mejor representada por mi libro, Eros y civilización. Más aún por mi trabajo que aparecerá este diciembre sobre la estructura y la ideología de la sociedad industrial avanzada [1]. Si usted quisiera, con gusto podría enviarle el primero. Es muy bueno saber que la gente es de algún modo consciente de mi libro sobre Hegel donde usted está. Con respecto a su pregunta sobre la relación entre Heidegger y Lukács, recuerdo haber oído de Heidegger mismo que nunca había leído a Lukács. No tengo razón para dudar de eso. Por favor, no dude en escribirme de nuevo si tiene más preguntas. Con mis mejores recuerdos y deseos,



[*] Los artículos de Nicolas Tertulian, publicados originalmente en francés como "Le concept d'aliénation chez Lukács et Heidegger" y "Aliénation et desaliénation: une confrontation Lukács-Heidegger", aparecieron respectivamente en Archives de Philosophie. T. 56, C. 3, julio-septiembre de 1993. Págs. 431 a 443 y en Actuel Marx. Nº 39, 2006/1. Págs. 29 a 53. Una versión en inglés de Charles Reitz de la carta de Marcuse a Kosík puede encontrarse, también, en internet. La presente traducción al castellano de estos textos es de Gerard Marín Plana.

[1] Marcuse probablemente se refiere a su obra El hombre unidimensional, publicada en 1964.

miércoles, 24 de julio de 2019

Estado y perspectivas de nuestro arte (1964)



Estado y perspectivas de nuestro arte (1964)

Karel Kosík [*]


En todas las áreas de nuestras vidas, después del XX Congreso del PCUS, se desarrolló una lucha contra el pensamiento dogmático. Nuestra cultura también ha vivido durante varios años esta lucha y -como ya se ha dicho- ha tenido éxitos innegables. Pero, ¿no es un concepto de actividad cultural demasiado estrecho, esta lucha es sólo contra y no también por, es decir, por algún fin?

Karel Kosík: Podría responder haciendo una declaración general de que cada fin positivo se persigue en la lucha contra lo negativo, y que cada esfuerzo crítico se basa en nociones claras o vagas de valores positivos. Y en el plano más general, ciertamente se podría formular la idea de la dialéctica de lo negativo y lo positivo, de lo crítico y lo que se afirma. Pero un proceso histórico particular no puede vincularse a lecciones generales, y opiniones y frases no contribuyen en absoluto a su comprensión.

La cultura se basa en obras, vive en obras y pervive en obras. Lo opuesto a la cultura es el nihilismo como actitud de vida basada en la nada y la devastación. La esencia del nihilismo consiste en "el bestial desprecio por todo aquello que es noble y verdadero." El nihilismo destruye a las personas, rompe su columna vertebral, infecta la moralidad y desprecia el pensamiento, pero ante todo degrada, vacía y hace fútil todo lo humano y positivo. El nihilismo creó también una visión común de crítica como negación pura y como un factor con tres instrumentos a su disposición: hacha, incienso y cenizas. Pero no olvidemos, en todo caso, que este esquema falaz es inapropiado para críticos verdaderos como Erasmo de Rotterdam, Voltaire, Rousseau, Heine, Marx o, en nuestra sociedad [checa] del siglo XIX, Mácha y Havlíček.

La esencia fútil del nihilismo es particularmente evidente en el caso de Mácha. La crítica nihilista condenó [su poema] Mayo como negación y nihilismo y al mismo tiempo demandaba "grandes obras". Se le escapó por completo que Mayo es esa obra, y que en el "desprecio" a Mácha se manifiesta el nihilismo cultural e intelectual.

La crítica verdadera es siempre positiva ya que ella es en sí misma una obra, y no puede existir más que como pensamiento, imaginación y forma. La crítica nihilista conoce sólo palabras hinchadas y el peso práctico de la denotación.

Nuestra cultura socialista de los últimos ocho años, distinguida por las obras de Novomeský, Kundera, Sommer, Vyskočil, Tatarka y otros, me parece ser una crítica del nihilismo históricamente prominente, o, en otras palabras, una verdadera cultura, que devuelve el carácter concreto al hombre, el significado a las palabras, la humanidad a la tristeza y la progresividad social a la risa, la fantasía y la alegría. Contra esta cultura socialista positiva el nihilismo puede sólo proveer palabras vacías y gestos embarazosos.



[*] Texto editado originalmente en checo en Literární noviny. Nº 20, 16 de mayo de 1964. Formaba parte de un conjunto de entrevistas, bajo el título "Stav a perspektivy našeho umění", a diversas personalidades de la cultura checa, como Jiří Šotola, Milan Kundera, Vladimir Sommer, Vojtěch Jasný o Bohdan Kopecký.

Posteriormente, una versión ligeramente reducida fue incluida como "Culture against nihilism" en la antología de escritos de Kosík The crisis of modernity. Essays and observations from the 1968 Era. Maryland, Rowan & Littlefield Publishers, Inc. 1990. Pág. 103.

La presente traducción al castellano a partir de ambas ediciones corre a cargo de Gerard Marín Plana.

martes, 23 de julio de 2019

Dialéctica de la moral y moral de la dialéctica (1964)




Dialéctica de la moral y moral de la dialéctica (1964)

Karel Kosík [*]


I

Cuando se consideran las corrientes filosóficas debe hacerse una distinción entre aquellas que, en principio, son capaces de resolver todos los problemas esenciales del hombre y del mundo, pero que debido a la falta de tiempo sólo se concentran, de hecho, en unos pocos de éstos y dejan a las generaciones futuras la oportunidad de llenar las sucesivas lagunas, y aquellas para quienes la supuesta «falta de tiempo» no es más que una forma cortés de confesar o de enmascarar su falta de idoneidad en ciertos problemas. Bien conocido es, por ejemplo, que la teoría de Plejanov sobre el arte nunca alcanzó el análisis propiamente dicho del arte ni la determinación de la esencia de una obra de arte, sino que se agotó en una descripción prolija de sus condiciones sociales, en tanto daba la impresión de que, mientras efectuaba este trabajo, se creaban las condiciones para la solución de los problemas estéticos propiamente dichos. En realidad, nunca superó el estadio preparatorio, y ello no por haber carecido de tiempo, sino por el hecho de que su punto de partida filosófico no le permitía penetrar en los problemas mismos del arte. Sus fatigosas investigaciones de las condiciones sociales y de un equivalente económico señalaban, no un comienzo que permitiese ir más lejos y más hondo, sino una limitación interior que el estudio nunca podía superar.

Al tratar los asuntos de la moral, ¿no nos encontramos en análoga situación? ¿No son nuestras condenaciones del moralismo y del socialismo moralista y esta particular sospecha respecto de todo cuanto tiene que ver con la moral una confesión indirecta de nuestra incapacidad teórica en cierto campo de la realidad humana? Esta pregunta no puede refutarse con una referencia a la discusión, muy conocida, acerca del marxismo y la moral que tuvo lugar a fines del siglo pasado y comienzos del presente, porque su carácter y su nivel constituyen, más bien, un problema latente antes que un argumento.

En efecto, la discusión ha puesto de manifiesto, sobre todo, que si se rebaja el movimiento social a una simple manipulación de las masas humanas con vistas a alcanzar tales o cuales objetivos del poder, y si la política se convierte en una técnica social que se apoya en la ciencia del mecanismo de las fuerzas económicas, el sentido humano se aparta de la esencia misma del movimiento para establecerse en otra esfera que trasciende a este movimiento: el campo de la ética. Desde el momento en que se considera la realidad histórica como el campo de una estricta causalidad y de un determinismo unívoco en el que los productos de la práctica humana, en forma de factor económico, poseen más razón que los propios hombres e impulsan la historia por una «necesidad fatal» o una «ley de hierro» hacia una determinada finalidad, de inmediato chocamos con el problema de saber cómo debe armonizarse esa ineluctabilidad con la actividad humana y con el sentido de la acción humana en general. La antinomia entre la ley de la historia y la actividad humana no ha sido resuelta de modo satisfactorio todavía. Durante mucho tiempo las respuestas han afincado dentro del marco de una manera mecánica de pensar, que atribuye a la actividad humana ora la función de aceleración de un proceso histórico inevitable, ora la de una indispensable pieza separada a modo de engranaje o de palanca de transmisión del mecanismo histórico. Y así ha llegado a formarse tanto para la teoría como para la práctica un círculo vicioso. En primer término, se ha deshumanizado el proceso histórico, es decir, se le ha privado de las incidencias humanas y se lo ha reducido a un fenómeno natural para poder convertirlo en objeto de un estudio científico que se efectúa como física social – llamado a veces sociología, a veces materialismo económico – y en objeto de una actividad política activa concebida a la manera de una técnica social. Sin embargo, este empobrecimiento de la historia no ha tardado en ser sentido como tal; muy pronto se ha oído afirmar que el hombre había sido olvidado. Pero como la crítica de este defecto no es lo bastante profunda y jamás toca el fondo del problema, es decir, el enrolamiento de la historia como fenómeno natural, se pasa sobre ella mediante la transposición de los problemas del sentido humano y de las significaciones humanas del movimiento histórico y de la práctica social al campo de la actividad individual, y la concepción fetichista de la historia se ve de tal modo completada por la ética.

No debe asombrarnos, por consiguiente, que en tal situación la moral aparezca en su relación con el marxismo, ora como un elemento extraño que plantea serios interrogantes al materialismo filosófico marxista y le da un fundamento filosófico totalmente distinto – por ejemplo la tentativa de combinar a Kant y Marx – ora como un accesorio exterior cuyo carácter teórico superficial subraya más aún la posición secundaria y marginal del hombre en las concepciones naturalistas y cientifistas.

La capacidad o la incapacidad para resolver en el plano filosófico correspondiente los asuntos de la moral y del arte está siempre en relación con cierta concepción o deformación de la dialéctica, de la práctica, de la teoría de la verdad y del hombre, así como del sentido general de la filosofía. A una concepción determinada de la historia, de la práctica; a una teoría determinada de la dialéctica, de la verdad y del hombre, corresponde también un género determinado de moral, de manera de pensar y actuar moral, de suerte que existe, por ejemplo, una correlación demostrable entre una dialéctica mecánicamente errada, una concepción pragmática de la verdad, y el utilitarismo en moral. Pero lo que resulta mucho más importante es que también una base filosófica determinada ofrece posibilidades más o menos grandes para el desarrollo de los problemas, y que, por consiguiente, existe una relación entre el carácter del punto de partida filosófico y los límites teóricos y prácticos que el conocimiento no puede sobrepasar. Las razones del fracaso de innumerables tentativas por desarrollar los problemas de la moral sobre la base del marxismo, no deben buscarse, en mi opinión, en el hecho de que se haya subestimado o descuidado la moral por causa de problemas prácticos urgentes, en que se la haya estudiado sólo en forma ocasional y no sistemática, sino en el hecho de que el punto de partida filosófico propiamente dicho, expresado en tal o cual concepto filosófico central, ya contenía ciertas limitaciones y los vicios de deformaciones que ningún estudio, por profundo y erudito que fuere, puede eliminar sin que también supere el carácter limitado del punto de partida filosófico propiamente dicho.

El examen de cada campo parcial de la realidad es siempre, al mismo tiempo, una verificación de los principios fundamentales que sirven para llevar a cabo el análisis. Si no hay oscilación dialéctica entre las hipótesis del examen y sus resultados, si el análisis de unos fenómenos o campos parciales se basa en hipótesis adoptadas al margen de la crítica y los problemas parciales no incitan a una profundización o a una revisión de las bases, entonces asistimos a la aparición de la famosa despreocupación teórica que supone, para los distintos terrenos de la ciencia, el hecho de que se puedan examinar los fenómenos económicos, analizar el arte, revelar las leyes históricas y hablar de moral tanto mejor cuanto más lejos nos hallemos del inquietante problema de saber qué es el hombre.

La teoría del hombre es indispensable si se quieren desarrollar los problemas de la moral: esta teoría sólo es accesible en la relación «hombre-mundo», lo cual exige, a su vez, la elaboración de un modelo correspondiente de dialéctica, la solución del problema del tiempo y la verdad, etcétera. Con ello no sólo deseamos acentuar la grandeza de la tarea, sino también, y sobre todo, expresar la opinión de que la solución de los problemas especiales de la moral está ligada en el estado actual, al estudio y verificación de los problemas filosóficos centrales del marxismo, tanto más cuanto que no deseamos atenernos a trivialidades ni proceder a una combinación ecléctica del cientifismo con el moralismo.

Ser capaz de aplicarse a sí mismo de manera consecuente los principios que el razonamiento filosófico pone a la luz es una virtud elemental de este razonamiento.

Sólo gracias a este acto se cumple la justificación de los principios, porque la teoría ha adquirido la indispensable universalidad que no admite posición privilegiada alguna y ha alcanzado el necesario carácter concreto, pues se ha englobado al sujeto examinante y actuante. Esta virtud es al mismo tiempo de suprema utilidad, puesto que le ofrece al razonamiento teórico una inesperada riqueza de aspectos nuevos, al ser el criterio primero de la exactitud de sus conclusiones.

En la medida en que el marxismo derogaba este principio también renunciaba a una de sus más grandes ventajas. Puso al desnudo, en la nueva sociedad capitalista, la contradicción entre la palabra y el acto, el trabajo y la alegría, la razón y la realidad, lo exterior y la sustancia, la verdad y la utilidad, la eficacia y la conciencia, los intereses del individuo y las exigencias de la sociedad, reanudando de modo sistemático en esta crítica reveladora la tendencia fundamental de la manera europea de pensar. Describió la sociedad capitalista como un sistema dinámico de contradicciones, cuyo centro, fuente y fundamento, los constituyen la explotación del trabajo asalariado, la contradicción entre la clase obrera y el capital; pero cuando ya se había desencadenado la carrera de las contradicciones aún faltaba por señalar en forma concreta cómo podía resolverse cada una de las contradicciones y, en segundo término, si la solución de las contradicciones del mundo capitalista significaba también solucionar las esenciales de la existencia humana. En la medida en que el marxismo no aplicó la dialéctica marxista a su propia teoría y práctica, su negligencia produjo, por lo menos, dos consecuencias importantes. En primer lugar, esa omisión significa un terreno fértil en el que podía periódicamente aparecer la alternancia entre el revolucionarismo, que supone que la revolución ha de arreglar todas las contradicciones de la realidad humana, y el escepticismo revolucionario y posrevolucionario que estima que la revolución no puede arreglar ninguna de esas contradicciones. En segundo lugar el marxismo perdía una gran ocasión de desarrollar uno de los problemas primordiales de la dialéctica, en el que Hegel fracasó y que reviste una importancia clave para el acto moral. Pienso, en particular, en el del fin de la historia, o, para expresarlo con otra terminología, del sentido de la historia.

Para Marx, la dialéctica materialista era un instrumento que servía para denunciar y describir de una manera crítica las contradicciones de la sociedad capitalista. Pero cuando los marxistas proceden al examen de su propia práctica y teoría confunden materialismo e idealismo, dialéctica y metafísica, crítica y apologética. En este sentido debemos concebir la fidelidad a Marx como un retorno al razonamiento consecuente y a la aplicación de la dialéctica materialista a todos los fenómenos de la sociedad contemporánea, inclusive el marxismo y el socialismo. En el mismo orden de ideas hay que formular, igualmente, el problema de saber por qué se produce la tendencia a la apologética, a la metafísica y al idealismo.

El primer resultado de esa aplicación es la comprobación de que la contradicción entre la palabra y el acto, la razón y la realidad, la conciencia y la eficiencia, la moral y los actos históricos, las intenciones y las consecuencias, y lo subjetivo y lo objetivo, existe, también, allí en donde se ha abolido la antinomia entre la clase obrera y el capital. ¿Significa esto que el capitalismo no es nada más que una forma histórica especial de esas contradicciones, que sólo se ubican por encima de la historia y existen, en esta calidad, en todas las formaciones sociales? ¿O bien que el socialismo, como movimiento y sociedad, existe desde hace tan poco tiempo que no es posible prever todas las consecuencias que tendrá la nueva forma de coexistencia humana y de gestión de los asuntos para la existencia o no existencia de esas contradicciones? Como la respuesta a tales preguntas exige innumerables elementos intermedios cuya existencia y conexidad sólo pueden desprenderse enseguida de esta exposición, hemos de conformarnos con corroborar que el hecho mismo de que estas contradicciones existan y sean discernidas arroja una nueva luz sobre la relación entre lo que pertenece a una clase y a toda la humanidad, entre lo que es históricamente variable y lo que es propio de toda la humanidad, entre lo temporario y lo eterno, o, en una palabra, acerca del problema de qué es el hombre y qué es la realidad social y humana. Como la cuestión de la moral está inseparablemente ligada a estos problemas, hemos llegado a la determinación de un punto de partida teórico de nuestro razonamiento sobre la moral marxista. Y nos esforzaremos por explicar sus problemas a partir de estas dos contradicciones: 1) el hombre y el sistema, y; 2) la interioridad y la exterioridad.

II

Un sistema se crea desde el contacto de dos personas. O, con más exactitud, diversos sistemas crean diferentes tipos de relaciones entre los hombres, a los que se expresa en forma elemental y pueden ser descritos merced al contacto de dos individuos tipificados. Juan el Fatalista y su amo, en Diderot; el amo y el esclavo en Hegel; la dama vanidosa y el mercader astuto en Mandeville, representan modelos históricos de relaciones humanas en que la relación entre hombre y hombre deriva de la posición que cada uno de ellos ocupa en la totalidad del sistema social. ¿Cuál es el hombre, cuáles son sus propiedades psíquicas e intelectuales, cuál es el carácter de éste que debe crear tal o cual sistema para que pueda funcionar? Si un sistema crea y supone hombres a quien el instinto impulsa a buscar un beneficio, hombres que poseen un comportamiento racional y racionalizado y que apuntan a obtener un máximo efecto de ganancia y beneficio, quiere decir que los caracteres elementales del hombre bastan a su funcionamiento. La reducción del hombre a cierta abstracción es la obra primitiva, no de la teoría, sino de la realidad histórica misma. La economía es un sistema de relaciones en el que el hombre se metamorfosea constantemente en hombre económico. Una vez que entra, gracias a sus actos, en relaciones económicas, es arrastrado, de modo completamente independiente de su voluntad y su conciencia, a ciertas relaciones y leyes en las que funciona como homo oeconomicus. La economía es un sistema que tiende a transformar al hombre en hombre económico. En la economía el hombre sólo es activo en la medida en que aquélla es activa, es decir, en la medida en que aquélla hace del hombre cierta abstracción: estimula y subraya algunas de sus propiedades y descuida otras que son inútiles para su funcionamiento.

Como el sistema social, ya sea en forma de formación económico-social, de vida pública o de relaciones parciales, es puesto en marcha y está mantenido gracias al movimiento social de los individuos, es decir, por su comportamiento y sus actos, y como por otra parte determina el carácter, la extensión y las posibilidades de ese movimiento, se produce una impresión falsa y compleja según la cual parece, por una parte, que el sistema funcionará completamente independiente de los individuos y, por la otra, que los actos y el comportamiento concreto de cada individuo nada tuvieran que ver con la existencia y la marcha del sistema.

El desprecio romántico del sistema olvida que el problema del hombre, de su libertad y su moralidad es siempre función del hombre y del sistema. El hombre existe siempre en el sistema y, como forma parte de él, tiende a reducirse a algunas funciones o formas determinadas. Pero el hombre también es algo más que el sistema efectivo. La existencia del hombre concreto se sitúa en la extensión entre la imposibilidad de ser reducido a un sistema y la posibilidad histórica de superación –de transcendencia del sistema–, y la integración efectiva y el funcionamiento práctico en el sistema de las circunstancias y relaciones históricas.

La crítica materialista es una confrontación de lo que el hombre, como individuo en tal o cual sistema, puede y debe hacer y realmente hace, y los actos que le son prescritos, o la interpretación de sus actos mediante códigos de moral. En este sentido, hay que reconocer que la opinión según la cual la moral de la sociedad moderna ha anclado en la economía, comprendida no en el sentido vulgar de factor económico sino en el sentido de sistema histórico de la producción y reproducción de riqueza social, es completamente correcta. Cierto código moral afirma que el hombre es bueno por naturaleza y que las relaciones humanas se basan en una confianza mutua; pero el sistema de las relaciones reales entre los hombres, anclado en tal o cual modelo de la economía, de la vida política o pública, está por el contrario basado en la desconfianza para con los hombres y sólo puede sobrevivir gracias al hecho de que exalta los malos aspectos del carácter humano.

En esta contradicción entre moral y economía pensaba Marx al revelar las causas del carácter fragmentario y de la simplificación del hombre en la sociedad capitalista: «Todo esto se basa en la esencia de la alienación: cada esfera me aplica una norma diferente y contraria y la moral me aplica otra, pues cada una de ellas retiene una esfera particular de la actividad esencial alienada, está en una relación de alienación con otra alienación». [1] Como la moral por una parte y la economía por la otra le imponen al hombre diferentes exigencias; como una de las esferas le pide al hombre que sea bueno y trate a sus semejantes como tales mientras la otra le obliga a tratarlos como competidores y potenciales enemigos suyos en la carrera tras la obtención de ventajas económicas, en los esfuerzos por asegurarse una posición social y en la lucha por el poder, la vida real del hombre transcurre en una serie de situaciones-conflictos, y el hombre adquiere, a raíz de la solución de cada una de ellas, otro aspecto y otra significación: tan pronto es un cobarde como un héroe, igual se presenta como un hipócrita que como un sencillo idealista, lo mismo es un egoísta como un filántropo, etc.

Desde Rousseau, a la cultura europea se le ha venido imponiendo de modo constante una pregunta: ¿por qué los hombres no son felices en el mundo moderno? ¿Tiene esta pregunta también un sentido para el marxismo y tiene alguna relación con la vinculación entre economía y moral? Reviste una importancia primordial para todas las corrientes filosóficas y culturales que reconocen, de una manera u otra, una conexión entre la existencia del hombre y la creación y determinación de los sentidos, lo cual se aplica en una medida suprema al marxismo, que concibe la historia como una humanización del mundo, o como la inscripción de las significaciones humanas en los materiales de la naturaleza.

¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Porque son esclavos del amor propio, responde Rousseau. Porque son vanidosos, responde Stendhal. ¿Cómo ha de responder el marxismo? ¿Atribuirá toda la responsabilidad a la miseria y a la insuficiencia material? [2] Así es como razonan el sociologismo y el economismo vulgares, que no han comprendido la significación filosófica de la práctica y que en vano procuran una auténtica mediación entre la economía y la moral. La miseria, la insuficiencia material y la explotación, aun correctamente subrayadas, pierden, si se las simplifica, su lugar real en el mundo moderno, pues se las separa de su estructura general.

¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Esta pregunta no significa que la desgracia golpee a los hombres y que hechos fortuitos como una enfermedad, la pérdida de un ser querido, una muerte prematura, etc., obstaculicen el desenvolvimiento normal de su vida; tampoco significa la ilusión romántica según la cual el hombre moderno ha perdido un tesoro que en las épocas anteriores ya poseía.

En esta pregunta se comprueba una contradicción histórica entre la verdad y la infelicidad: aquel que conoce la verdad y ve la realidad tal cual es no puede ser feliz en el mundo moderno; aquel que es feliz en el mundo moderno no conoce la verdad y mira la realidad a través del prisma de las convenciones y las mentiras. Esta es la antinomia que debe resolver la praxis.

La «vanidad» de Stendhal y el «amor propio» de Rousseau copian del natural la mecánica de los actos y el comportamiento del hombre moderno impulsado de una cosa a otra, de un placer a otro; por una insaciabilidad absoluta que transforma a los hombres, las cosas, los valores y el tiempo en simples puntos transitorios o en estados provisionales desnudos de sentido interior propio y cuyo único sentido reside en el hecho de que efectúan una remisión por detrás o por encima de ellos. Cada cosa no es más que un simple impulso o un simple pretexto de transición hacia una cosa siguiente y distinta, de modo que el hombre se convierte en un ser acosado por un deseo nunca satisfecho. Pero tampoco este deseo es original, porque nace, no de una relación espontánea con las cosas y los hombres, sino de una comparación y una confrontación en acecho que ayuda al hombre a medirse a través de los otros y a medir a los otros a través de sí mismo.

No obstante, todo lo que en el campo del comportamiento y de los actos de los hombres aparece como motivación existe en el mundo objetivo como una «ley de la cosa». El deseo de beneficio, que aparece en la conciencia del capitalista como el motivo de sus actos es la interiorización del proceso valorizador del capital.

¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Rousseau y Stendhal responden en la categoría de la psicología. Marx responde por la descripción de un sistema en el que la vanidad, el amor propio, el deseo metafísico, el resentimiento, el tumulto y la vida, la transformación del bien supremo en fantasma y la promoción del fantasma al grado de bien supremo nacen, al igual que la interiorización, de la estructura económica. La transformación de todos los valores en simples puntos transitorios de una carrera general y absoluta a otros valores, que tiene por consecuencia el vacío de la vida, la degeneración de la idea de que la felicidad se hace con la comodidad y que la razón se hace con la manipulación racional de las cosas y los hombres; esta atmósfera cotidiana de la vida moderna, digo, que trastoca el medio en fin y el fin en medio, cala en la estructura económica expresada en la sencilla fórmula: dinero-mercancías-más dinero.

Si el mundo moderno donde surge la pregunta de por qué no es feliz el hombre está formulado con la frase «Comparación en lugar de verdadera comunidad» (Vergleichung ar der Stelle der wirklichen Gemeinschaftlichkeit) [3], la práctica histórica debe transformar la estructura de este mundo para que pueda ser formulado así: «La comunidad verdadera en lugar de comparación» (Die wirkliche Gemeinschaftlichkeit an der Stelle der Vergleighung).

En la vida cotidiana, la verdad existe al lado de la mentira y el bien al lado del mal. Para que en este mundo pueda nacer una moral hay que distinguir entre el bien y el mal, situar al bien por oposición al mal y viceversa. El hombre efectúa esta distinción en sus actos, y si su actividad la cumple el hombre se encuentra en el nivel de la vida moral. Mientras la vida humana se desenvuelva en el claroscuro del bien y el mal, es decir, en su no distinción, donde el bien y el mal se mezclan en una mala totalidad, ha de ser una vida al margen de la moral, una existencia jenseits von Gut und Böse. Esta dimensión en el sentido de dominio, surgida de la vida en la que el hombre efectúa su trabajo, asume tareas públicas y privadas sin distinguir entre el bien y el mal y puede describirse en forma adecuada con las expresiones: vida ordenada, obediencia, aplicación, contracción al trabajo, etc. Sólo cuando se descuida este hecho cabe el asombro de que algunas personas anständig y tüchtig en el seno de su familia, de su profesión civil y de su comuna puedan convertirse en criminales apenas salen de esta esfera y actúan fuera de ella.

El comportamiento moral consiste en la distinción entre el bien y el mal. ¿Supone un conocimiento del bien y el mal? ¿O bien su toma de conciencia y su distinción solo se adquieren en el acto y el comportamiento? ¿Será que la moralidad comienza por las buenas intenciones, la conciencia propia, la moralidad del alma? ¿O bien sólo se constituye en los resultados del comportamiento, en sus frutos y consecuencias?

El Alma Bella encarna una parte de esa antinomia. Como el Alma Bella teme las consecuencias de sus posibles actos y quiere evitarlas, es decir, como se niega a hacer mal a otros y a sí, se recoge en sí misma y sus únicos actos son la actividad interior, la de la conciencia. También la conciencia sabe que es virtuosa porque a nadie le ha hecho mal. De ahí, se cree autorizada para juzgar, según su criterio, todo cuanto está a su alrededor, es decir, para evaluar el mundo desde el punto de vista de la buena conciencia. El Alma Bella no ha hecho mal alguno porque no ha actuado. Y porque no ha actuado ni actúa, sufre el mal y observa el mal. Su actitud de conciencia propia es una observación pasiva del mal.

El Comisario es la antítesis del Alma Bella. Critica la buena conciencia de ésta como si fuera una hipocresía, a sabiendas de que toda acción está a merced de leyes que transforman lo necesario en fortuito, y a la inversa, de suerte que toda piedra que uno deja caer de la mano se convierte en la piedra del diablo. El Comisario tiene por principio la actividad y la represión del mal. Como en el mundo el mal existe, ve en ello una ocasión de imponer sus esfuerzos reformadores. Por el hecho de ver que los hombres se transforman, sin que en esta metamorfosis evolucione también él, se cierra, en el ciclo de su actividad, en el prejuicio de que ésta es tanto más llena de éxito cuanto más pasivo es el objeto de su transformación. La actividad del Comisario implica, pues, la pasividad de los hombres, y una pasividad así producida se convierte, por fin, en una condición de la existencia y de la justificación del sentido de su acción. Las intenciones reformadoras se convierten en práctica deformadora. Por algunos de sus rasgos, el Comisario recuerda al revolucionario, pero no es sino un parecido aparente. Esta conexión, por mucho que exista en efecto, más bien se alinea en el orden de la génesis de ese tipo de actividad, porque bajo esa relación con el Comisario se encuentra en una etapa que va de lo revolucionario a lo burocrático.

Es importante la descripción de este tipo de actividad, porque arroja luz sobre el mecanismo del proceso en el que la unidad dialéctica se disgrega en antinomias. Desde ahora hemos de volver a ocuparnos de este proceso. Es oportuno recordar su existencia. En lugar de una práctica revolucionaria, en la que los hombres cambian las circunstancias y los educadores sean educados, sobreviene la antigua antinomia de las relaciones y de los hombres, hallándose entonces éstos distribuidos en dos grupos fijos, radicalmente separados, uno de los cuales «se eleva por encima de la sociedad» –como dice Marx en la tercera tesis sobre Feuerbach– y encarna la razón y la conciencia de ésta.

La antítesis del Alma Bella y el Comisario expresa la antinomia del moralismo y el utilitarismo. Para distinguir al bien del mal, la voz de la conciencia representa una instancia decisiva para el moralismo, en tanto que para el realismo utilitaristas es el juicio de la historia. En esta antinomia y en este aislamiento mutuo, ambas instancias son muy problemáticas. ¿Cómo he de saber que la voz de mi conciencia no es falsa y cómo podré, en el marco de mi conciencia, verificar su autenticidad? ¿Soy capaz, en el marco de mi conciencia, de juzgar si esa voz es en realidad la mía y si no es una voz extraña que habla en nombre de mi yo y utiliza mi fuero interno como instrumento? ¿O bien la instancia suprema la constituye el juicio de la historia? ¿Pero es que las tendencias de este tribunal no son tan problemáticas como la voz de la conciencia? Siempre el juicio de la historia llega post festum. Puede juzgar y dictar sentencia pero no puede remediar un error. Ante el tribunal de la historia se pueden condenar los actos cometidos, como crímenes y perjuicios, pero el tribunal no devuelve la vida a sus víctimas, no les alivia a éstas la pena que sintieron antes de morir. Tampoco el juicio de la historia es un juicio definitivo. Cada fase de la historia posee su tribunal, cuyos veredictos quedan librados a las revisiones de las siguientes etapas históricas. Una sentencia absoluta de un tribunal histórico puede ser relativizada por el paso siguiente de la historia. El juicio de la historia no tiene la autoridad del juicio final de la teología cristiana y, sobre todo, no tiene el carácter definitivo e irrevocable de éste.

El juicio final es uno de los elementos que confieren a la moral cristiana un carácter absoluto y la defienden contra el relativismo. Dios es el segundo elemento de su carácter absoluto. Una vez que la idea teológica del juicio final se transforma en idea secularizada del fin de la historia – que la crítica denunciará más tarde como una capitulación indirecta de la filosofía ante la teología – y una vez que se comprueba que «Dios ha muerto», der Gott ist tot, los soportes fundamentales de la conciencia moral absoluta se hunden y el relativismo moral triunfa.

En las relaciones mutuas entre los hombres y en la relación del hombre con el hombre, el Dios cristiano desempeña el papel de mediador absoluto. Dios es un mediador que hace de otro hombre mi prójimo. ¿Significará, pues, la desaparición de Dios el fin de la relación mediatizada entre los hombres y la instauración de relaciones inmediatas entre los hombres? Si Dios ha muerto y al hombre todo le está permitido, ¿se basan las relaciones de los hombres en un contacto directo en el que se manifiestan y realizan su carácter y su naturaleza verdaderos? Es evidente que mientras no exista interpretación materialista alguna de la frase «Dios ha muerto» y no haya explicación materialista alguna de la historia de esta muerte, seremos presa de vulgares malentendidos y de mistificaciones idealistas. Dios es el mediador metafísico entre los hombres. La abolición o desaparición de esta forma metafísica no destruye de modo automático la mediación o la metafísica. La mediación metafísica puede ser reemplazada por una mediación física, que también se torna metafísica, trátese, en los tiempos modernos, de violencia bajo su forma aparente o encubierta, como mediación absoluta de las relaciones entre los hombres (el Estado, el terror), o de sociedad, como realidad divinizada que se ha liberado de sus miembros, esto es, de los individuos concretos, y les prescribe el gusto, la distribución y el ritmo de la vida, la moral, los actos, etc.

III

La idea cristiana de Dios y del juicio final le confiere a todo acto un carácter definitivo y unívoco y así todo acto se alinea, ya junto al mal, ya junto al bien, puesto que existe un juicio absoluto que efectúa esta diferenciación, y todo acto tiene trato directo con la eternidad, es decir, con el juicio final. Con el hundimiento de estas ideas también desaparece el mundo de lo unívoco, para ser reemplazado por el mundo de la ambigüedad. Como la historia no termina y tampoco concluye en una culminación apocalíptica, sino que siempre queda abierta a nuevas posibilidades, los actos del hombre pierden su carácter unívoco. La no conclusión de la historia, que hace que ningún acto sea definitivamente agotado por sus consecuencias inmediatas, es una antítesis del deseo del espíritu humano de actuar en forma unívoca. La ambigüedad de un hecho, que se abre para todo acto como una posibilidad del bien y del mal y que fuerza a los hombres a la libertad, entra en conflicto con el deseo metafísico del hombre de que la victoria del bien sobre el mal sea asegurada, es decir, confiada a un poder que supere la actividad y la razón de un hombre individual. Pero como la victoria del bien y la equidad no está absolutamente asegurada en la historia y el hombre no puede, en ningún fenómeno del universo, leer una seguridad justificada del triunfo del bien sobre el mal, el deseo metafísico sólo pueda satisfacerse al margen del marco del razonamiento y de los argumentos racionales, esto es, por la fe. Pero como la fe en Dios es, en la época contemporánea, una supervivencia, se la reemplaza por la fe en un sucedáneo metafísico: el porvenir.

Pero la fe en el porvenir reviste el carácter de una ilusión metafísica.

Cuando la dialéctica denunció las contradicciones de la realidad moderna y representó a ésta como un gigantesco sistema de contradicciones, pareció que sentía miedo de su valentía, y, a sabiendas de que no traía de la mano los medios para resolver aquéllas y que no debía, a ningún precio, sucumbir al escepticismo irónico, confió la solución al porvenir. En este sentido, el porvenir es un decreto que confirma la victoria del bien sobre el mal; o, para decirlo de otro modo, la victoria del bien sobre el mal se cumple con ayuda del decreto del porvenir. Y parece que cuanto menos capaz es cada época de resolver realmente los problemas y contradicciones reales, con más asiduidad entrega la solución de éstos al porvenir. La fe metafísica en el porvenir desprecia al presente, lo priva de una auténtica significación como realidad única del individuo empírico, lo rebaja a un simple elemento provisorio o una simple función de un hecho no cumplido aún. No obstante, si se formula toda la significación en un mundo que aún no existe, y el mundo que existe –que para el individuo realmente existente es el único mundo real– es privado de su propia significación y admitido sólo en su relación funcional con el porvenir, de nuevo chocamos con la antinomia del mundo real y el mundo ficticio.

El porvenir, como decreto mitológico de la verdad y del bien en el qué se busca refugio frente a un escepticismo pesimista, también confiesa ser un escepticismo, porque degrada al mundo empírico real del hombre a un simple mundo de ficción y sólo impone el mundo auténtico real allí donde termina la experiencia y la autoridad de los individuos empíricos.

El optimismo oficial, como función relativa del mal contemporáneo existente en su relación con el bien absoluto inexistente del porvenir, es un pesimismo oculto, hipócrita. Transfiéranse los valores supremos a un porvenir que el individuo empírico no puede experimentar, o compréndaselos en el mundo ideal de la trascendencia, de todos modos se priva al hombre de la libertad y del poder de realizar él mismo y ahora mismo esos valores. La imposibilidad de realizar los valores supremos en el mundo empírico de los hombres concluye, necesariamente, en la forma extrema del escepticismo: el nihilismo. En un mundo donde los valores supremos se han volatilizado, o con respecto al cual estos existen como un dominio irrealizable de ideales; en semejante mundo hasta la vida del hombre está desprovista de sentido y las relaciones mutuas entre los hombres se constituyen como una indiferencia absoluta. En un mundo donde los actos de cada individuo no están sustancialmente ligados a la posibilidad de realizar el bien, las prescripciones de la moral se convierten en una hipocresía y el individuo evalúa la unidad de sí y del bien en sus actos en forma de un conflicto trágico y como tragedia.

La dialéctica puede justificar la moral si también ella es moral. La moral de la dialéctica se comprende en la perseverancia que en su proceso destructivo y totalizador, no se detiene ante nada ni nadie. La índole o la extensión de las esferas que la dialéctica deja fuera de este proceso corresponden al grado de su inconsecuencia y de su amoralidad.

Por lo que atañe a nuestro problema, hay que acentuar tres aspectos fundamentales del proceso dialéctico destructivo y totalizador. La dialéctica es, en primer lugar, una destrucción de lo pseudoconcreto en la que se disuelven todas las formaciones fijadas y divinizadas del mundo material y espiritual, reveladas como creaciones históricas y formas de la práctica humana.

En segundo lugar, la dialéctica es una revelación de las contradicciones de las cosas mismas, es decir, una actividad que las muestra y las describe en lugar de ocultarlas.

En tercer lugar, la dialéctica es la expresión del movimiento de la práctica humana, que puede caracterizarse en la terminología de la filosofía clásica alemana como la vivificación y el rejuvenecimiento (Verjüngen), formando estos conceptos la antítesis de la atomización y de la mortificación, o, en la terminología moderna, como la totalización.

Las contradicciones de la realidad de la sociedad humana se transforman en antinomias fijadas si están desprovistas de la fuerza de unificación que constituye la práctica humana con totalización o vivificación. Las antinomias fijadas son hechos históricos reales, o, con más exactitud, formaciones de la práctica humana históricamente existente, y la verdadera dialéctica comienza allí donde se revela o se realiza de modo práctico la transición de las antinomias fijadas a la unidad dialéctica de las antítesis o la desagregación de la unidad dialéctica en antinomias fijadas. La dialéctica materialista postula la unidad de lo que pertenece a las clases y a toda la humanidad por la teoría y, sobre todo, por la práctica del marxismo. Pero el proceso histórico real se cumple de manera que esta unidad está, ora en vías de constitución mediante la totalización de las antinomias, ora, al contrario, en vías de desagregación en polos aislados y opuestos. Si se aísla lo que pertenece a las clases con relación a lo que pertenece a toda la humanidad, se concluye en el sectarismo y en la deformación burocrática del socialismo, en el aislamiento de lo que pertenece a toda la humanidad con respecto a lo que pertenece a las clases; se desemboca en el oportunismo y en la deformación reformista del socialismo. En un caso, la desunión produce un amoralismo brutal; en el otro, un moralismo impotente. En aquél, implica una deformación burocrática de la realidad; en éste, la capitulación frente a una realidad deformada.

Naturalmente existe una diferencia entre la realización de la unidad dialéctica de lo que pertenece a las clases y a toda la humanidad en el pensamiento y la realización de la unidad en la vida real. En el primer caso, se trata de un trabajo teórico que exige un esfuerzo intelectual; en el segundo, de un proceso histórico que se efectúa con sudor y sangre, con rodeos y hechos fortuitos. Pero la relación entre la teoría y la práctica es, en este caso, una relación entre las tareas reconocidas como posibilidades del progreso humano y la posibilidad, capacidad e ineluctabilidad de su solución.

Como la dialéctica no revela las contradicciones de la realidad humana para capitular frente a ellas y considerarlas como antinomias en las que el individuo ha de ser eternamente aplastado, y como tampoco es una falsa totalización que deja al porvenir la solución de las contradicciones, el problema central que se plantea es el de la conexión entre la conciencia de las contradicciones y la posibilidad de resolver éstas. Pero mientras la práctica sea considerada como un practicismo, como una manipulación de los hombres o una simple relación técnica con la naturaleza, el problema seguirá siendo insoluble, porque una práctica alienada y divinizada no es una totalización y vivificación y, en este sentido, la creación histórica de la «bella totalidad», sino una atomización y una mortificación que produce, de manera necesaria, las antinomias fijadas de la eficiencia y la moral, de la utilidad y la autenticidad, de los medios y los fines, de la verdad del individuo y las exigencias del conjunto, etc. El problema de la moral se convierte así en un asunto de relación entre la práctica divinizada y humanizante, entre la práctica fetichista y la práctica revolucionaria.



[*] Texto que recoge una intervención de Kosík en la Convención sobre "Moral y sociedad" organizada por el Instituto Gramsci en Roma (22-26 de mayo de 1964), y que apareció como "La dialettica della morale e la morale della dialettica" en Critica marxista, mayo/junio de 1964.

La presente traducción, de Hugo Acevedo, se publicó en el El hombre nuevo en Ediciones Roca, S.A., Barcelona. 1969. Págs. 85-102.
[1] C. Marx, Manuscrits de 1844, Ed. Sociales, París. 1962. Pág. 104.

[2] R. Girard, Mensogne romantique et verité romanesque. París, 1961.

[3] C. Marx, Grundrisse. Pág. 79.

lunes, 15 de julio de 2019

El hombre y la filosofía (1965)





El hombre y la filosofía (1965)

Karel Kosík [*]


Como existen muchas áreas de especialización que se interesan en el hombre, desde aquellas asentadas sobre el conocimiento que el sentido común tiene de la naturaleza humana hasta las artes y las ciencias, a primera vista no se sabe con certeza si el hombre continúa necesitando de la filosofía para conocerse a sí mismo. Aparentemente, la filosofía sólo podría alcanzar un verdadero nivel científico si excluyera al hombre de sus mismos cimientos como disciplina, o sea, recurriendo a la crítica del antropologismo. Por una parte la filosofía llega al problema del hombre demasiado tarde, y logra una síntesis o una generalización sólo sobre la base de alguna otra área de especialización, y por otra parte llega de manera superflua, porque otra disciplina más especializada podría haber desempeñado esa misión particular.

El conocimiento que el sentido común tiene de la naturaleza humana constituye la refutación práctica, prosaica, del romanticismo antropológico, porque estipula que el hombre ha sido siempre una configuración de intereses y actitudes envidiosas. Las lecciones de un utilitarismo mundano están implícitas en esta forma de conocimiento, gracias al cual el hombre percibe al hombre como competidor o amigo, vecino o amo, compañero de penurias o relación casual, colega o subordinado, etc. A través del intercambio utilitario se elabora una familiarización con el carácter humano, con sus inclinaciones y hábitos, y este conocimiento se consagra entonces como sabiduría popular o como verdades prácticas y generales, por ejemplo: los hombres son pérfidos, la naturaleza humana es voluble, homo homini lupus. Los consejos de Maquiavelo a los príncipes acerca de cómo debían gobernar se asentaban en parte sobre este tipo de conocimiento: "Porque de los hombres puede decirse generalmente que son ingratos, veleidosos, dados al fingimiento, cobardes, codiciosos; mientas los favorezcáis os seguirán con cuerpo y alma, y os ofrecerán su sangre, sus haciendas, sus vidas y sus hijos, en tanto no necesitéis ninguna de estas cosas; pero apenas las necesitéis, se rebelarán contra vos" (El Príncipe, Capítulo 17). Hegel creyó que este tipo de conocimiento de la naturaleza humana era útil y deseable, particularmente en condiciones políticas precarias, cuando gobierna la voluntad arbitraria de un individuo y las relaciones entre los hombres se asientan sobre intrigas; pero semejante conocimiento está totalmente desprovisto de valor filosófico, porque no puede elevarse más allá de la observación aguda de acontecimientos individuales casuales para aprehender el carácter humano en general.

En este enfoque del conocimiento de la naturaleza humana fundado sobre el sentido común, no se llega a conocer al hombre, sino que se identifican y evalúan sus diversas funciones dentro del marco de un sistema fijo. El foco de atención no está en el carácter (la esencia) del hombre, sino sólo en su funcionalidad. En El príncipe, Maquiavelo describe al hombre como si se tratara de un ente maleable, y la ciencia procede igual cuando enfoca al hombre en el sistema industrial moderno desde el ángulo de los procesos técnicos de producción, y lo describe regularmente como un componente -el "factor humano"- del proceso.

Este criterio para analizar la naturaleza humana es incapaz de ver más allá de su propia condicionalidad y relatividad. Las personas llamadas mundanas, que realizan sus cálculos previendo la vanidad y la ingenuidad, la ambición y la corruptibilidad, la timidez y la indolencia del individuo, y que entran en complicadas transacciones con el material humano sobre la base de tales cálculos, no sospechan que estas cualidades o funciones sólo existen dentro del sistema general de manipuleos y maleabilidades, sistema éste dentro del cual dichas personas también son componentes inseparables. Fuera de este sistema las cualidades del hombre experimentan una transformación, y esta presunta sabiduría mundana pierde su valor y significado.

La investigación antropológica moderna plantea como premisa fundamental la complejidad del hombre, reflejando así el espíritu del método científico y del número cada vez mayor de disciplinas que se consagran al estudio del hombre. El hombre es un ser complicado, y no se lo puede explicar recurriendo a alguna simple fórmula metafísica. Cada uno de sus intereses especiales se convierte en tema de estudio de una disciplina científica independiente, para poder analizarlo así con precisión. Las diversas ciencias antropológicas especializadas acumularon una pila gigantesca de material, transmitiendo informaciones inestimables acerca del hombre como ser biológico, como ser cultural, como ser social, etc. Sin embargo, no obstante el peso de estos descubrimientos científicos, el hombre como hombre nunca planteó un problema tan serio como el que plantea hoy.

Esta discrepancia proviene de una idea equivocada acerca del papel que corresponde a la antropología científica. Actualmente las diversas ciencias humanas se ocupan ya sea de uno o de otro aspecto especial del hombre. Cuando estas ciencias explican sus observaciones sistemáticamente, parten de sus propios enfoques especiales para desarrollar una concepción del hombre como un todo. El problema que enfrenan se sintetiza en la pregunta: ¿Qué es el hombre? Las respuestas que dan cubren una multitud deprimente de definiciones, porque cada una de ellas se atribuye un campo de acción más vasto en la proposición de las características fundamentales del hombre. Es cierto que el hombre es un ser viviente que produce herramientas, pero es igualmente justo decir que es un ser viviente que emplea símbolos, que conoce su propia mortalidad, que es capaz de decir "No", que es social, etc. Una definición no puede impugnar los supuestos de otra, porque cada aspecto particular del hombre está aislado, y ninguna de ellas es capaz de proporcionar, desde su propio enfoque particular, una idea del hombre íntegro, concretamente y como totalidad.

Cuando se estudia: ¿Qué es el hombre?, se deja sin respuesta o se desecha terminantemente el interrogante: ¿Quién es el hombre?

Mientras se subestime la relación entre estas dos preguntas -¿Qué es el hombre? y ¿Quién es el hombre?- todos los esfuerzos por obtener una síntesis de los datos acumulados por las diversas ramas especializadas de la antropología continuarán siendo estériles. Sólo sobre la base de una concepción clara y consagrada del hombre, una disciplina sintética logrará integrar los datos de las diversas ciencias parciales en un conocimiento completo del hombre. El concepto del hombre como un todo debe ser la premisa de dicha síntesis. De lo contrario la síntesis será unilateral, tengamos conciencia de ello o no, porque se la intentará sobre la base de un interés científico especializado, y en consecuencia se biologizará, fisicalizará, sociologizará, economizará o irracionalizará al hombre, o se lo someterá a algún proceso parecido.

Si el hombre, que está dividido en razas y naciones, que crea culturas disímiles, que gobierna con su comprensión y sin embargo es gobernado por lo desconocido, es como tal el tema de estudio de la ciencia, ¿por qué entonces se habrían de subestimar preocupaciones humanas muy definidas tales como la felicidad, la responsabilidad de los individuos, la relación entre lo individual y lo colectivo, el sentido de la vida y otras similares? La "filosofía del hombre" nació con la comprobación de que el marxismo había descuidado precisamente estos problemas que, en el intervalo crítico, habían sido reivindicados por el existencialismo. En este sentido, la "filosofía del hombre" está históricamente condicionada, y parece ser una protesta contra la deshumanización, un intento de convertir nuevamente al hombre en el centro de atención. Pero, por el contrario, esta filosofía no concibe en modo alguno al hombre como punto de partida, sino que lo enfoca más exactamente como un agregado. Ahora, como la crítica marxista-existencialista de la alienación es endeble en su misma base, la "filosofía del hombre" resulta afectada por esta misma debilidad, a pesar de que fue concebida como una respuesta a aquellas filosofías precedentes.

La "filosofía del hombre" no parte verdaderamente del problema filosófico de la naturaleza del hombre -si lo hiciera, arribaría a un nuevo enfoque de la realidad en general, y por consiguiente formaría una nueva concepción de ella- sino que se limita a incorporar al hombre a la grieta acrítica que percibe en la realidad. Como su actitud se basa sobre la idea del hombre como complemento, su concepción es necesariamente unilateral. La "filosofía del hombre" no logra explicar racionalmente por qué sólo cuestiones tales como la responsabilidad, la moral y la felicidad individuales entran en la órbita del problema de la naturaleza del hombre, en tanto que no entran en ella cuestiones tales como la verdad, el mundo, la materia, el ser, el tiempo y otras parecidas. No va al meollo del tema; las cuestiones filosóficas más fundamentales están excluidas de su área de interés, y estudia al hombre aislándolo de problemas filosóficos básicos. Así el hombre se escinde simultáneamente en interioridad y exterioridad, en subjetividad y objetividad, de lo cual resulta que la "filosofía del hombre" termina por preocuparse sólo por fragmentos o abstracciones del hombre real, tales como su interioridad, su subjetividad, su individualidad, etc.

El hombre tiene tan pocas posibilidades de desdeñar el hecho de su existencia en el mundo como de explicar el mundo en cuanto realidad sin incluir al hombre. El interrogante gnoseológico acerca de si el mundo puede existir independientemente del hombre, y acerca de cómo puede suceder ello, presupone en realidad la presencia del hombre en el mundo, para que pueda plantear este interrogante. El hombre está implícitamente incluido en toda concepción del mundo (realidad); el hecho de que esta yuxtaposición no siempre aparezca con claridad es una fuente de abundantes mistificaciones. Postular la existencia del hombre implica hacer una afirmación no sólo acerca del hombre, sino también acerca de la realidad exterior a él: la naturaleza, a partir de la cual el hombre se desarrolló y en la que existe, es en principio diferente de la naturaleza sin el hombre. La naturaleza no sólo está tan marcada por la existencia del hombre que se humaniza a través de la historia, sino que también revela a través de la existencia del hombre, su carácter dinámico y su capacidad productiva (particularmente como se la ve en la filosofía de Schelling), una capacidad para producir (necesaria o accidentalmente), en ciertas condiciones y en etapas definidas, un "material altamente organizado, provisto de conciencia". Sin la existencia del hombre como componente de la naturaleza, la concepción de la naturaleza como natura naturans, o sea, como productividad y actividad, es inimaginable.

La definición que emplea la ciencia natural, según la cual el hombre es un "material altamente organizado, provisto de conciencia", no carece en verdad de premisas y no tiene el carácter manifiesto de una verdad eterna. Si quienes emplean esta definición no se interesan por dichas premisas, y se limitan a colocarla dentro de un marco científico para uso de biólogos, químicos, embriólogos, especialistas en genética, etc., ello no habla en modo alguno contra la filosofía, sino más exactamente en su favor. La definición antes citada no es falsa, sino que en realidad se convierte en falsa cuando abarca aquello que está fuera de sus límites. Porque presupone una totalidad o un sistema que explica al hombre por intermedio de algo que no es el hombre, que es exterior a él y que no está ligado a él por su naturaleza. Aquí se presenta al hombre como un componente de la naturaleza, sujeto a las leyes del mundo natural. Pero si es exclusivamente un componente de esta totalidad que él no ha creado (aunque conoce sus leyes y las aprovecha para sus fines particulares), si los procesos lo penetran y las leyes de la naturaleza lo gobiernan, y si a pesar de ello estos elementos no tienen al hombre como premisa, sino que sencillamente se imponen sobre él, ¿cómo se conciliará este hecho con la libertad humana? En tal caso, la libertad es simplemente un reconocimiento de la necesidad. Sartre argumenta contra esta concepción:

Debemos elegir: el hombre es ante todo él mismo o ante todo otro distinto de sí mismo... Heidegger parte del Ser para llegar a una interpretación del hombre. Este método lo aproxima a lo que hemos llamado la dialéctica materialista de lo externo: ésta también empieza por el Ser (la Naturaleza sin el agregado de algo ajeno a ella) para llegar al hombre... (Sartre, Critique de la Raison Dialectique).

Por muy correcto que sea este argumento en términos de la crítica de Sartre como un todo, en el sentido positivo es problemático. En la elección entre ser ante todo uno mismo o ante todo algo ajeno a uno mismo, hay una abstracción o división implícita de la materialidad (totalidad) original del hombre, quien es ante todo él mismo sólo porque es simultáneamente algo distinto, y quien es algo distinto sólo porque es o puede ser él mismo.

En contraste con la pregunta: "¿Qué es el hombre?", planteada por el estudio científico especializado, la pregunta filosófica: "¿Quién es el hombre?" siempre implica también otra pregunta, a saber, ¿Qué es el mundo (la realidad)?" El problema de la naturaleza del hombre sólo se puede percibir en esta relación entre hombre y mundo. La filosofía, en la verdadera acepción de la palabra, siempre se preocupa por el problema de la naturaleza del hombre. Pero, para elucidar el problema de la naturaleza del hombre y ser una verdadera filosofía del hombre, debe formularse incondicionalmente a sí misma como una filosofía de lo no-hombre, en otras palabras, como una indagación filosófica de la realidad exterior al hombre.

Decir entonces que la pregunta: "¿Qué es el hombre?" es compleja no implica referirse a la idea de que el hombre tiene una naturaleza voluble, proteica. En realidad, su complejidad emana, en primer lugar, de que conduce a otras preguntas, y de que la tarea de formularla con claridad implica un largo proceso de demistificación y de desestimación de ideas preconcebidas.

Y este interrogante es complejo, en segundo lugar, porque debe resolverlo la filosofía, sin la ayuda de ramas especializadas de la ciencia, en términos del tema propio y original de la filosofía: la relación entre el hombre y el mundo. La pregunta: "¿Qué es el hombre?" sólo se puede enfocar dentro del marco de este problema filosófico. Si la filosofía excluye al hombre de su tema central, o si lo reduce, con respecto a la realidad exterior al hombre, ya sea al nivel de un aspecto o de un producto, entonces sus esfuerzos pierden el rumbo; siguiendo este curso pierde, tarde o temprano, su carácter genuinamente filosófico y se transforma ya sea en una disciplina lógico-técnica o en mitología. Es interesante destacar que tendencias tan contradictorias como la última filosofía de Heidegger por un lado y el positivismo moderno por el otro terminaron ya sea en la mitología del lenguaje (el lenguaje como "la morada del ser", en Heidegger) o en el análisis del lenguaje (Carnap: "Una investigación filosófica, o sea lógica, debe ser un análisis del lenguaje"). Como el ser del hombre consiste en sus relaciones con el hombre, con las cosas y con la realidad externa al hombre, es posible desligar tales relaciones de esta configuración particular y elevarlas a la categoría de ser, que es "él mismo", como dice Heidegger; entonces la explicación del hombre prosigue sobre la base de esta mistificación.

En realidad, la presunta filosofía del hombre deja de lado al hombre, porque no establece la vinculación entre el problema de su naturaleza (entre otros problemas) y la cuestión de la verdad. Por otra parte, las diversas teorías de la verdad llegan a conclusiones absurdas cuando no toman en cuenta la vinculación entre la verdad y el problema de la naturaleza del hombre. Al fin y al cabo, ¿acaso en la crítica del psicologismo y el relativismo que hace en sus Investigaciones lógicas, no cayó Husserl en un idealismo objetivo porque no dilucidó la relación entre la verdad objetiva y la existencia del hombre? Husserl afirma atinadamente que la verdad se transforma en algo dependiente del sujeto cognoscente, con sus limitaciones, y el reino atemporal del valor ideal. Este reino ideal de la verdad existe independientemente no sólo del ser inteligente -ya sea como persona particular o como género humano en general- sino también del reino de las existencias tempo-espaciales concretas. Aunque nada existiera, la existencia de la verdad no sería esencialmente distinta. Las leyes de Newton existen independientemente de la existencia de la materia, a pesar de que el carácter y las relaciones de ésta son las que dan expresión a estas leyes: "Si todas las masas gravitatorias fueran aniquiladas, no por ello desaparecería la ley de gravedad, sino que sólo quedaría sin la posibilidad de aplicación fáctica" [1]. Estas consecuencias idealistas no están desvinculadas del problema de la naturaleza del hombre, y desembocan en un mundo humano de arbitrariedad y falsedad, contrario a la intención del filósofo. Si, como afirma Husserl, la verdad tiene una existencia independiente respecto del hombre, quien sólo puede captar la verdad fija e intemporal en su conocimiento de ésta, entonces el hombre en su propia naturaleza no está armonizado con la verdad y en la práctica está excluido de ella. Según esta teoría, sólo se puede buscar adecuadamente la verdad en las matemáticas y la lógica, en tanto que el reino del hombre y de su historia, excluido de esta búsqueda, se convierte en presa de la no-verdad.

En su obra, Husserl no plantea el interrogante fundamental acerca de si el hecho de que el hombre esté dotado de capacidad para conocer la verdad objetiva (o sea, la verdad cuyo contenido es independiente de un individuo sensible y de la humanidad) no indica que el ser mismo del hombre tiene una relación esencial con la verdad. Si el hombre percibe la verdad objetiva (hecho éste que Husserl no pone en duda), entonces esta misma circunstancia lo caracteriza como un ser que tiene acceso a la verdad; así resulta que no está sencillamente encerrado dentro de una subjetividad de raza, sexo, tiempo histórico, contingencia y particularidad. ¿Cuál es esa esencia dentro de cuyo ser están arraigados, con características singulares, los procesos de la realidad tanto social-humana como extrahumana? ¿Cuál es esa esencia cuyo ser se caracteriza tanto por la producción práctica de la realidad social-humana como por la reproducción espiritual de la realidad humana y extrahumana, de la realidad en general? [2].

Es en la unicidad del ser del hombre donde podemos percibir la relación interior esencial entre la verdad y el hombre. La realidad humana es ese punto en el cual la verdad no sólo es revelada (percibida), sino también realizada. Para su misma existencia, la verdad necesita del hombre, así como el hombre necesita de la verdad. Esta relación de mutua dependencia implica que el hombre, en su relación con la verdad, no es un simple sujeto perceptor, sino también una esencia que realiza la verdad. Porque hablar de la objetividad de la verdad no equivale a identificarla con la realidad objetiva, sino a caracterizarla sencillamente como un ente que existe, y, en sus propios términos, se interpreta la verdad no sólo como el contenido de la percepción, sino también como el espíritu de la realidad. Y puesto que el ser de la humanidad tiene un género de estructura a través del cual se despliegan en determinada forma el ser de la realidad extrahumana (naturaleza) y el de la realidad humana, se puede interpretar la historia humana como un proceso en el cual la verdad se diferencia de la no-verdad.



[*] Texto aparecido originalmente en el volumen editado por Erich Fromm Socialist Humanism: An International Simposium. Garden City, New York, Doubleday & Co. 1965. La versión al castellano del volumen, de Eduardo Goligorsky, apareció dos años más tarde como Humanismo socialista en la editorial Paidós, Buenos Aires. Págs.183-192.

[1] Husserl, Logische Untersuchungen, Vol. 1 (Halle, 1913), pág. 149.

[2] Respecto de este problema véase el tratado del autor, Who is man?, Memorias del XIII Congreso Internacional de Filosofía, Vol. II (México, 1963), págs. 231-238.










viernes, 12 de julio de 2019

Filosofía y política (1993)



Filosofía y política (1993)
Diálogo con Fernando de Valenzuela

Karel Kosík [*]


Algunos habían llegado a dudar, con el paso de los años, de si existía o era sólo una figura literaria, otro de los personajes míticos de la ciudad de las cien torres.

Entre los argumentos a favor de su existencia real figuraba su presencia física casi todos los jueves en la tertulia de la Cervecería del Gato, al comienzo de la calle de Neruda, aunque la asistencia cada vez más frecuente de policías de paisano y confidentes había logrado que las ruidosas conversaciones de otros tiempos se fueran transformando en susurros y que el característico timbre ronco de la voz del señor K. apenas se oyera ya muy de vez en cuando.

También apuntaba en este sentido la campaña encabezada por Jean Paul Sartre, a comienzos de los setenta, en protesta contra el secuestro policial de un manuscrito en el que el filósofo de Praga llevaba años trabajando. Pero lo cierto es que casi nadie había logrado ver de cerca aquella creciente montaña de papeles.

Las sospechas acerca de su identidad meramente literaria se veían reforzadas a medida que pasaban los años sin que se publicase ni un sólo artículo suyo, sin que su firma figurase en ninguno de los manifiestos de la oposición intelectual checa, sin que aceptase ninguna de las múltiples invitaciones de instituciones y universidades occidentales. 

Sí aparecían, en cambio, referencias a él en escritos de algunos de sus colegas, como Agnes Heller, Jan Patocka o Jürgen Habermas. Hablaban de él con frecuencia escritores a los que su obra había servido de inspiración intelectual, como su amigo Milan Kundera. Y hasta aparecía en Abaddón el exterminador, donde Ernesto Sábato, autor y personaje, exponía las ideas del pensador checo que había deslumbrado a comienzos de los sesenta al mundo intelectual europeo con su Dialéctica de lo concreto. Sábato sentenciaba: "Cuando leas su libro verás qué tipo excepcional".

Mientras tanto, en su buhardilla de la plaza del Castillo de Praga, Karel Kosík leía, meditaba, e iba añadiendo páginas y nuevas versiones al manuscrito recuperado, cuyo título provisional cambiaba una y otra vez con el paso del tiempo: primero fue El supercapital, luego, La crítica de la razón técnica, pero poco a poco se fue perfilando la certeza de que el gran proyecto personal de análisis crítico global y sistemático del mundo moderno no era realizable y de que su obra debía empezar de nuevo.

El empecinado silencio del filósofo de Praga no se interrumpió con el hundimiento del régimen comunista ni con el vertiginoso proceso de cambios posterior, al que algún periodista cursi llamó "revolución de terciopelo". Y es que Karel Kosík parece vivir el tiempo de un modo diferente, más relacionado con la marcha de su propia obra que con el prosaico avanzar del calendario: da la impresión de que no lo deja pasar, de que lo acumula, como a las páginas de su manuscrito.

No había estado callando mientras no se podía hablar con libertad, sino dándoles vueltas a las cosas. Por eso no tuvo prisas cuando las cosas cambiaron y dejó que se sumaran muchos motivos y alguna provocación antes de pensar en salir a la palestra, en afilar las armas de la crítica, para situarse, de nuevo, como de costumbre, en la oposición.

Fernando de Valenzuela: A mediados del año pasado CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA publicó, en el nº 23, una extensa entrevista de Adam Michnik con Václav Havel, entonces presidente checoslovaco y actual presidente checo. Michnik, un hombre de una inteligencia prodigiosa, que ha sido capaz de crear desde la nada su Gazeta Wyborcza -el único gran periódico en Europa Central- no ocultaba su preocupación por la marcha de los acontecimientos en Checoslovaquia y, en primer término, por los rumores según los cuales "la limpieza puede afectar al conocido filósofo Karel Kosík, quien tras la Primavera de Praga fue objeto de persecuciones durante largos años y obligado al silencio. Ahora puede ser perseguido de nuevo por unos acontecimientos de hace más de veinte años: por haber sido miembro del Comité Central del Partido Comunista de Checoslovaquia".

Havel deja constancia en su respuesta de sus reservas con respecto a la ley de "limpieza" anticomunista y señala que no afectará a quienes, como usted, fueron dirigentes del PC durante la Primavera de Praga. Sin embargo, el presidente no se ahorra un comentario que me ha dejado pasmado. Dice "A pesar de que Kosík formó parte de las comisiones de verificación que en 1948 depuraban a la gente de las escuelas superiores". ¿Qué le parece?

Karel Kosík: Sólo una vez en la vida, y durante muy poco tiempo, he desempeñado un "cargo directivo": desde agosto de 1968 hasta abril de 1969 [miembro del Comité Central del PC, elegido en el congreso clandestino celebrado durante los primeros días de la ocupación]. Desde este "cargo directivo" organicé en agosto de 1968 la resistencia contra la ocupación soviética y más tarde, este cargo me dio la posibilidad de rechazar en voz alta y en las más diversas oportunidades el ataque militar contra Checoslovaquia y sus consecuencias políticas. Jamás cambié de actitud.

Václav Havel defiende la ley de limpieza política, que promulgó como presidente, y resalta su sentido de la justicia y su amplitud de miras: Karel Kosík no será perseguido por su actividad entre agosto de 1968 y abril de 1969. Pero su acotación sobre mi supuesta pertenencia a las comisiones de limpieza política en 1948 arroja una luz muy particular sobre todas estas afirmaciones. Porque lo que dice no es verdad.

Entre 1947 y 1949 estuve fuera de Checoslovaquia y, aunque sólo fuese por eso, es imposible que formara parte de tales comisiones. Jamás he formado parte de ningún gremio dedicado a perseguir a la gente. Por el contrario, he sido objeto de las investigaciones y las órdenes dictadas por lasm más diversas comisiones e instituciones dedicadas a decidir mi destino: me mandaron al campo de concentración, me echaron del trabajo, me expulsaron de la Universidad, me prohibieron viajar, publicar y actuar en público, me sometieron a vigilancia política, eliminaron mis libros de las bibliotecas públicas, me espiaron.

Cuando me permití escribir, en 1956, "se acabó el dominio de la ideología, empieza la época del pensamiento crítico" una de esas comisiones convocó a los "filósofos" de Praga (se reunieron unos doscientos) y organizó una cacería pública contra mí. La última vez que una comisión intervino en mi vida fue en 1992 y su decisión me la comunicó el decano de la Facultad de Filosofía: "No puede seguir siendo profesor universitario debido a las restricciones presupuestarias". Mis ricas experiencias en cuanto a resoluciones y órdenes las sinteticé en la carta que le escribí al rector de la Universidad de Carlos: "Durante la ocupación alemana la Gestapo me internó en un campo de concentración, durante la ocupación soviética me echaron de mi trabajo, me persiguieron y me sometieron a vigilancia policial. El régimen actual es tolerante conmigo: me deja vivir y se limita a poner de manifiesto que mi presencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Carlos no es bienvenida. Veo en ello una prueba de que, aunque la historia se repite, el progreso, pese a todo, acaba por imponerse". El 13 de noviembre de 1992, en el Frankfurter Rundschau, Jürgen Habermas escribió un artículo titulado 'La realidad desnuda de la nueva discriminación', referido a mi segunda salida forzosa de la Universidad. "Mis colegas de la Universidad de Carlos han dado, con su escandaloso comportamiento, un triste testimonio sobre lo adecuada que es la valoración irónica que Walter Benjamin hace del progreso", dice Habermas.

F. V.: Recuerdo que nos hablaba usted, allá por el año 1968, del especial papel que ha desempeñado la cultura en la historia checa, suplantando a la política durante los trescientos años de dominio de los Habsburgo. Parece como si ahora hubiesen cambiado las tornas y fuese la política la que ocupa el lugar de la cultura.

K. K.: Me pregunto últimamente con frecuencia en qué consiste realmente la cultura. No pretendo dar una definición de lo que es la cultura, pero me planteo cada vez más si la esencia de la cultura no es la capacidad o el poderío o el poder de transformar la experiencia del sufrimiento, de la persecución, del exilio, de la desesperación, del desengaño, del fracaso, en algo distinto, en algo estimulante y alegre. En relación con las experiencias del siglo XX, con la experiencia del bolchevismo, con la del nazismo, pero también con la experiencia de la capitulación, de lo que aquí llamamos "el espíritu de Múnich", me pregunto si la esencia de la cultura y del humanismo no es esta capacidad de transformación, de no responder al desengaño, al fracaso o a la persecución con un nuevo desengaño, sino con un intento de convertir lo que se ha sufrido, el daño recibido, la injusticia, en alegría, en algo generoso que eleva al hombre.

Eso significaría que la esencia de la cultura sería la respuesta contraria a la que se dio en 1917 en Rusia o en 1933 en Alemania. En Rusia los explotados, los oprimidos, los humillados a los que había descrito Dostoievsky, se hicieron con el poder. Pero sólo cambiaron las formas, y en lugar de transformar su experiencia con los abusos, la opresión y la explotación en la imposibilidad del abuso, de la opresión y de la explotación, se convierten en los nuevos opresores, en los nuevos amos.

Algo similar fue lo que experimentó Alemania como nación: perdió la guerra, sintió que había quedado al margen de la política mundial y respondió a esta injusticia supuesta o real sometiendo luego a Europa a la servidumbre en la II Guerra Mundial.

En este sentido yo entendería la cultura como el intento de convertir estas experiencias en algo diferente. Eso significa que para mí la cultura no es una expresión de debilidad sino una expresión de poder, porque sólo quienes tienen el poder, el poder de la imaginación, el poder de la creación, pueden transformar estas experiencias en lo que yo llamaría cultura.

F. V.: Eso explicaría por qué, con frecuencia, las creaciones culturales más importantes de una nación no se producen precisamente en sus épocas de poder y gloria sino en las épocas de caída, humillación o desencanto. Eso explicaría por que es en el siglo XVII, el momento en que España pierde el poder que tenía sobre todo el mundo, cuando de pronto aparecen Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Gracián.

K. K.: Sí, pero yo añadiría que es erróneo entender la cultura simplemente como una reacción crítica con respecto a la situación y la época. No se puede entender la obra de Dostoievsky y Pushkin sólo como una crítica al zarismo, porque si fuera así, al desaparecer el zarismo, su obra dejaría de tener algo que decirnos. Lo que sucede es que el fenómeno del zarismo hace que, en determinado momento, se pongan de manifiesto algunos fenómenos de la existencia humana. Todo depende de que aparezcan un Pushkin o un Dostoievsky.

Lo mismo podría decirse sobre dos centroeuropeos geniales: Kafka y Hasek. No tiene sentido explicar la obra de Kafka diciendo que previó el nazismo alemán, que previó los campos de concentración. Kafka fue genial porque en las circunstancias de Europa Central, donde se concentraban las más diversas contradicciones, nacionales, sociales, políticas, religiosas, fue capaz de captar mucho antes que los demás los rasgos de la existencia humana que aún no habían sido descubiertos o descritos.

Lo asombroso de Kafka no es que describa la sociedad moderna como un absurdo, eso es falso, sino que ve que la sociedad es tan impotente que no tiene fuerza para la tragedia y que por eso remplaza lo trágico por una especie de sucedáneo o imitación de lo grotesco. En la famosa Metamorfosis, escrita en 1911, el personaje principal no es Gregor Samsa, sino su hermana, una anti-Antígona moderna, que no salva a su hermano, el hombre-insecto, sino que lo barre. Este hombre no muere, revienta, y basta con coger la pala y retirar los restos para luego ir a dar un paseo primaveral por el campo, como si nada hubiera pasado. Hay en ello también una pérdida de memoria. El hombre moderno ya no tiene experiencias que sean tan fuertes como para cambiar de una vez para siempre su vida, sino que está constantemente corriendo en el círculo de la acelerada vida moderna, va de una impresión a otra.

Franz Kafka es conocido en todo el mundo. EN cambio Jaroslav Hasek, que en mi opinión es un escritor tan grande como él, un escritor que también dice algo esencial sobre el siglo XX, pasa desapercibido. Me gustaría recordar que Wittgenstein apuntó en 1947 que en la Alemania nazi no existían el humor ni la risa. La ausencia de la risa y el humor es algo espeluznante y dice mucho sobre lo que estaba ocurriendo.

Hasek es un gran creador de humor y eso significa que intentó salvar algo, que intentó salvar, en el mundo moderno, lo humano que contiene el humor. Existen decenas, miles de libros sobre Kafka. Sus obras exigen una interpretación. En él todo parece misterioso, cifrado, mientras que Hasek parece tan transparente, tan comprensible, que todos tienen la impresión de que entienden inmediatamente lo que escribió y de que no hace falta interpretarlo.

Eso es ridículo. Pienso por ejemplo en un título: El destino del buen soldado Svejk durante la guerra mundial. ¿Qué quiere decir la palabra destino? No puso aventuras, puso destino. ¿Y por qué es Svejk un buen soldado? En cierto sentido se trata de un intento de mostrar que la época moderna fabrica supuestos héroes. Svejk no es uno de esos héroes fabricados. Al contrario, se ríe de todas las heroicidades o seudoheroicidades oficiales. El destino de Svejk es el destino del hombre de la época moderna, del hombre corriente, que nunca es un hombre-promedio. Cada uno de los hombres corrientes es particular y en sus encuentros cotidianos vive constantemente nuevas aventuras.

Hasek comprendió que lo que había ocurrido no era sólo la derrota de Alemania y Austria, sino también la derrota de la revolución. Hasek, al igual que Rosa Luxemburgo, vio en la Revolución de 1917 un intento de organizar el mundo de otro modo pero, igual que ella, empezó muy pronto a criticar los fenómenos negativos que acompañaron a la revolución desde el comienzo y que hicieron que la revolución degenerara, que se transformase en un nuevo despotismo.

Esta experiencia, no sólo la de los horrores de la guerra sino también la de la derrota de la revolución, está personificada en la figura de Svejk, que regresa a casa igual que salió, sin un solo ascenso, sin haberse enriquecido, y ve que el hombre corriente no ha ganado ni la guerra ni la revolución. En el personaje de Svejk hay escepticismo. Lo que protege a este hombre corriente contra la desesperación y el cinismo es precisamente el sentido del humor: la capacidad de descubrir en cualquier encuentro con cualquier hombre algo nuevo, una aventura, vivir esa situación como una aventura.  En eso reside la grandeza de Svejk como personaje.

F. V.: Recuerdo que en 1968 o 1969, en las clases que daba en la Facultad, jugaba usted con la posibilidad de que coincidieran en el tiempo y se cruzaran en el puente de Carlos dos famosos recorridos literarios: el de la novela de Kafka, en la que Josef K. sube desde la Ciudad Vieja por la Mala Strana hacia el castillo, y el de la novela de Hasek, en la que Svejk baja por el mismo camino, ambos custodiados por sus guardias, con la diferencia de que a Josef K. los suyos lo ejectuan y Josef Svejk a los suyos los emborracha y tiene que encargarse de conducirlos hasta su destino. ¿Qué es lo que hace de Praga esta ciudad de encuentros, esa ciudad en la que se produce el descubrimiento de lo que antes estaba escondido y escapaba a la mirada de la gente? ¿Cree que la cultura checa conserva esa capacidad de encuentro y de descubrimiento de lo oculto?

K. K.: Creo que está amenazada porque hoy no somos conscientes de lo que es la gran cultura checa del siglo XX y de cuáles fueron las fuentes de las que surgió. Se trata de una cuestión vital para BOhemia. Praga fue hasta el año 1939 un lugar de contacto, de encuentro y de choque de tres elementos completamente distintos: los checos, los alemanes y los judíos. Y lo que me pregunto es si los checos de 1993 son capaces de retomar aquel poder, aquella atmósfera mágica, solos, sin los judíos y sin los alemanes. Porque no se trataba de que los tres elementos vivieran juntos con indiferencia. Se relacionaban, se encontraban y chocaban. Pero era un choque fértil, del que saltaban chispas, en el que los tres elementos, al encontrarse, se intercambiaban impulsos. No olvide que Kafka es judío y escribe en alemán pero habla el checo. Y por supuesto Hasek, que escribe en checo, domina el alemán. La intelectualidad checa hablaba checo y alemán con total naturalidad hasta la II Guerra Mundial. Muchos de ellos hablaban también francés. Esa es la atmósfera cultural que culmina en dos fenómenos geniales como Hasek y Kafka.

Me gustaría ahora llamar la atención sobre una de las escenas más hermosas de la novela de Hasek. Svejk está en el restaurante de la estación de Tabor esperando el tren. Un paisano le da dinero y él, con ese dinero, invita a beber a un húngaro al que no le entiende ni palabra, que viene del frente y está ensangrentado. Es un encuentro entre dos personas en el que uno invita al otro y la invitación al otro, cuyo idioma no entiende, es una manifestación de amistad y de respeto por el otro. Es un gesto cotidiano y, al mismo tiempo, una manifestación de amistad y de grandeza.

F. V.: Un gesto de verdadero respeto hacia el ser más miserable que hay en aquel sitio, un ser al que ningún otro hubiera tenido en cuenta. Es una escena hermosa.

K. K.: Así es. Y la cuestión es que si Hasek hubiera sido tal como lo presentaban, un escritor que pretendía hacer una crítica contra la guerra, su obra estaría muerta. Los dos, tanto Hasek como como Kafka, se inspiran en la realidad concreta y contradictoria y no permiten que ninguna ideología penetre en su obra. En cambio, la cultura checa actual, la de los noventa, corre el peligro de ponerse al servicio de la nueva ideología naciente en la medida en que, al igual que la política oficial, considere a la economía de mercado o al capitalismo como la última palabra, como la última etapa del desarrollo de la humanidad, tras la cual ya no puede haber nada nuevo. La ideología que cayó en bancarrota ha sido remplazada por una ideología nueva. Decir que es una ideología significa que no es una reflexión sobre la realidad sino una falsa conciencia. No se plantea qué es la economía de mercado y qué es la economía capitalista de mercado, sino que la presenta como si fuera la única realidad, una realidad inalterable, la última palabra de toda cultura, de toda civilización. Ése es para mí el gran peligro que corre la cultura checa: caer en la trampa de esta nueva ideología.

F. V.: Tras la pérdida de las componentes judía y alemana de la cultura checa, se produce ahora la división del Estado checoslovaco, la desaparición de algo que probablemente ha tenido algo más que un simple significado geográfico. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, parece como si muchos intelectuales checos presentaran de pronto esta separación como un logro o incluso como una liberación. ¿No cree que esto también va a influir en el futuro de la cultura checa?

K. K.: Hay varias cuestiones interesantes en lo que usted plantea. La primera es que desde que surgió el Estado común de checos y eslovacos, en 1918, hubo ya quienes afirmaron que se trataba de un pegote, que no era una formación orgánica, que era algo provisional y que tenía que desaparecer porque estaba unido de un modo artificial.

La segunda es que los políticos checos y eslovacos que llegaron al poder en 1989 no han tenido reparos en dejar que este Estado se deshiciera y con ello han caído en una situación paradójica. Llevan coronas de flores a las tumbas de Masaryk y Stefanik, los fundadores de este Estado, y al mismo tiempo abandonan la obra de los dos fundadores. Vale la pena prestar atención a la evolución de los discursos de los políticos checos que desde noviembre de 1989 tranquilizaban a los ciudadanos y trataban de convencerlos de que existían fuerzas capaces de impedir que se produjese la desaparición del Estado común. Cuando la ruptura se produce cambian de punto de vista, cambian de actitud, y empiezan a decir que la ruptura era inevitable y que no había nada que hacer.

Los historiadores dirán si fue una necesidad o una casualidad, pero yo me vuelvo a plantear la cuestión: ¿se trataba de un pegote o la obra de Masaryk y Stefanik, este Estado común, era una muestra de imaginación política de dos estadistas que intentaron crear una formación que en cierto sentido era un fenómeno excepcional?

Los checos y los eslovacos tienen idiomas muy parecidos, no necesitan traductores para entenderse, pero sus historias son completamente distintas, su cultura es distinta, su mentalidad es distinta. Lo que se ha intentado con el Estado común es algo increíble, que dos naciones diferentes se unan en una formación en la que puedan influenciarse mutuamente. Para gran parte de los checos la ruptura ha sido dolorosa porque la han vivido como una pérdida, una lesión o una fractura de la identidad nacional. Hasta tal punto estaba la identidad de la nación checa ligada a la convivencia con los eslovacos.

¿Cuáles son las amenazas a las que nos enfrentamos hoy? Siempre hemos tenido que defendernos de dos presiones, del pangermanismo y del zarismo. Hemos pasado por la ocupación alemana, hemos pasado por la ocupación rusa. Parece que ya no estamos en peligro. Pero la cuestión es si no nos amenaza un peligro aún más refinado que el espíritu prusiano o el zarismo: esa falta de densidad espiritual que domina hoy a toda Europa. Por eso es perfectamente posible que con las consignas de integración en Europa e ingreso en Europa, en realidad nos estemos integrando en el proceso de pérdida de contenido espiritual, de pérdida de imaginación, de pérdida de sentido crítico, de pérdida de espíritu en el sentido al que aludía al comienzo, como fuerza transformadora.

No nos amenaza la rusificación ni la germanización, de lo que corremos peligro es de convertirnos en una mediocre provincia de la falta de espíritu, en una provincia con la misma falta de espíritu que otras regiones de Europa.

Eso quiere decir que tenemos que plantearnos de nuevo qué es en realidad Europa y qué es la europeidad y que no podemos confundirlo con lo que hoy se entienden por Europa, porque hoy Europa es parte de una aglomeración global a la que pertenece Japón, a la que pertenece Norteamérica. Europa forma parte de este complejo financiero, industrial, científico y técnico; y esta simbiosis moderna de finanzas, ciencia, técnica y economía es devastadora para la imaginación. La mutila de tal modo que el ansia de información, de lujo y de confort se convierte en el sentido de la vida humana.

F. V.: ¿No está relacionado el peligroso fenómeno de los nuevos nacionalismos precisamente con el acoso al que se ven sometidos los proyectos nacionales basados en una comunidad histórica de ciudadanos y no en la identidad tribal? ¿No es la tribu, en realidad, un último recurso para encontrar una identidad cuando por falta de coraje o de imaginación se ha permitido que se malogre el proyecto nacional? ¿Podría edificarse una Europa que tuviera sentido sobre la base de comunidades vacías de contenido ideal?

K. K.: Esa es precisamente la cuestión. A Europa la falta lo que yo llamaría idea o espíritu. La vida está tan vacía y empobrecida que parece como si los siete grandes, con su enorme potencial financiero, económico y también militar, fueran poderosos, parece como si tuvieran poder, cuando en realidad son impotentes. Lo que caracteriza a este poder es su impotencia.

La mayoría de la gente sabe que el desarrollo de la sociedad moderna está ligado a las catástrofes ecológicas, a la devastación. La gente está informada sobre estas amenazas pero sin embargo se comporta como si el peligro no existiera. El proceso parece tan imparable que la gente parece dejarse llevar, mientras intenta conquistar el puesto más ventajoso y más rentable que pueda. Pero el sentido de la vida se sigue vaciando.

F. V.: Ya que estamos hablando los dos con el mismo escepticismo, se me ocurre preguntarle: ¿dónde están las posibilidades de salvación, si es que existen? ¿Existe la posibilidad de hacer de Europa algo distinto y, en ese caso, qué?

K. K.: Ahí es donde nos topamos con la insuficiencia básica de la filosofía o con una incomprensión esencial. Creo que la filosofía o el pensamiento o la crítica cumplen su papel al descubrir y describir el peligro, al llevar a cabo el análisis de la realidad del siglo XX. El fenómeno original, del que se derivan todos los demás peligros, es que la realidad está del revés y cabeza abajo y que el hombre es esclavo de un movimiento que le es ajeno, es esclavo de un tiempo que le es ajeno y es prisionero de un espacio ajeno y enajenado. La filosofía lleva a cabo el análisis del movimiento, del tiempo, del espacio, permanece en la denominada esfera de lo "abstracto" y se limita a plantearse qué es el movimiento, qué es el tiempo, qué es el espacio en la época moderna. Si de verdad lleva a cabo este análisis, abre en cierto sentido la posibilidad de un nuevo tiempo, de un nuevo movimiento, de un nuevo espacio, sin dar para ello receta alguna. Si la filosofía supiera cómo darle la vuelta a la realidad, lo diría. Pero la filosofía no lo sabe y si pensara que puede dar alguna receta, se equivocaría. La tarea de la filosofía es abrir, en lugar del tiempo, el movimiento y el espacio dominantes, descabalados, mistificados, cosificados de hoy, la posibilidad de una comprensión diferente del espacio, el tiempo y el movimiento. Con ello entreabre las puertas a los políticos, a los arquitectos, a los biólogos, a lo cotidiano. Al entreabrir las puertas a ese nuevo ámbito hace posible que la ciencia, que la arquitectura, el arte, conviertan el resquicio en apertura, en un nuevo, recién descubierto espacio, en un nuevo tiempo y en un nuevo movimiento, y le den a la gente la posibilidad de una nueva existencia.

Las revoluciones fracasadas del siglo XX creyeron que bastaba con cambiar las relaciones de producción, que bastaba con convertir la propiedad privada en propiedad del Estado burocrático. Todo quedó en manos de una capa privilegiada, la dictadura policial-burocrática, que disponía no sólo de todo el inventario sino también de las personas. Esa es la fuente del poder totalitario: lo tiene todo a su disposición, tanto la tierra, como las fábricas, como el destino de la gente.

Pero no es menos erróneo creer que el retorno a las relaciones de propiedad privadas capitalistas contribuirá a resolver los problemas pendientes de la época moderna.

¿Cuáles son los pasos concretos que hay que dar? ¿Cuáles son las medidas concretas que hay que tomar? Eso es algo que sólo podrá decirse cuando esté claro que hace falta un cambio de sentido básico, una actitud nueva con respecto a lo existente. Es necesario renunciar a esa actitud de dominación y poder con respecto a la naturaleza y la realidad, que cree que Dios le ha dado al hombre el derecho a convertirse en explotador no sólo de la tierra sino también del universo. Hay que cambiar esta relación en lo que Heidegger llama wohnen, un término que tomó de Hölderlin, de modo que el hombre intente habitar de nuevo esta tierra, y eventualmente el universo, de un modo poético. No arramplando, manipulando, explotando, sino de un modo poético.

Este carácter poético de la existencia no implica, por supuesto, ausencia de conflictos, no implica una situación idílica. Significa aventura en el sentido de la reaparición de cuestiones como lo trágico, la muerte, la amistad, la hospitalidad, el sentido de la vida, pero en dimensiones y contextos distintos de aquellos en los que estos fenómenos aparecen mutilados o descabalados por esa actitud básicamente deformada del amo, del conquistador, del explotador.

F. V.: Me parece que estamos llegando a una de las cuestiones a las que pretendía llevarle, porque lo que ha dicho está directamente relacionado con la obra en la que ha estado usted trabajando durante los últimos veinte años. Nos hemos visto muchas veces desde entonces y he tenido la posibilidad de observar la evolución de sus intentos de análisis crítico de la sociedad moderna, del mundo moderno. Por lo que yo sé, todo ese trabajo se esconde en un extenso manuscrito sobre el que muchos hablan pero que nadie más que usted conoce. Alguien me contó que el novelista Ludvik Vaculik, para convencerlo de que publicase al menos algo, le dijo a usted una vez: "Karel, mete la mano en ese montón de papeles, salga lo que salga yo te lo publico".

Recuerdo que cuando la policía, por fin, le devolvió la primera versión, que usted consideraba casi terminada, me dijo: "En realidad me han hecho un favor, porque he tenido la posibilidad de verlo globalmente y con la distancia suficiente y ahora sé que no está listo, que aún queda mucho por hacer". ¿En qué estado está aquel proyecto inicial?

K. K.: Cuando se escribe un libro, el tiempo desempeña cierto papel y puede influir de dos maneras distintas. Uno puede entregar el manuscrito antes de tiempo, cuando aún no está listo. Yo no lo hice y entonces caí en la otra trampa: al darme cuenta de que en el manuscrito seguía habiendo partes flojas o sin resolver, nunca llegué a tener la sensación de que lo había terminado. Hoy ya no es posible publicarlo tal como lo escribí, de modo que la obra nunca llegó a estar ni del todo madura ni del todo pasada. He elegido otro camino, quiero publicar algunas de aquellas ideas, en forma de estudios menos voluminosos. Uno de esos trabajos estaría relacionado con la crítica de la época moderna, otro sería un intento de ensayo sobre la risa y el humor. Cuando publique esos dos libros volveré al manuscrito, no para retocarlo sino para reelaborarlo por completo, con un título que quizá sea ya definitivo: se llamaría Bestia triunfans.

F. V.: Es el tercero o el cuarto título que recuerdo.

K. K.: Eso es, el tercero o el cuarto, pero espero que esta vez sea el definitivo. Se publicaría precisamente cien años después de que los hermanos Mrstik iniciaran, con un manifiesto que llevaba el mismo título, su lucha en defensa de la vieja Praga. Ellos lo tomaron de Nietzsche, Nietzsche lo tomó de Giordano Bruno y en la genealogía de ese título hay cierta relación con Praga, porque Giordano Bruno pasó aquí un año justo antes de que lo quemaran. Con ese título intentaría analizar la realidad del siglo XX.

F. V.: Cuando empezamos a hablar de esa obra, hace muchos años, me dio la impresión de que además de otras muchas dificultades, algunas de ellas enormes, iba usted a tener que hacer frente también a la difícil situación de un filósofo al que su propio trabajo crítico ha dejado sin referentes globales. Me refiero a que ya no disponía de un sistema global como el que podría tener, por ejemplo, un filósofo marxista o un heideggeriano. A que iba a tener toda una nueva base ontológica, un nuevo sistema, por así decirlo. ¿En qué medida persiste esa necesidad de contar con un sistema dentro del cual cada elemento reciba su explicación, y en qué medida es hoy posible elaborar un sistema semejante?

K. K.: Yo diría que mi fracaso demuestra en realidad que eso no es posible, que la filosofía como sistema hoy ya no es posible. Por supuesto que en primer lugar se trata de la capacidad del autor, de si es capaz de plantear y elaborar las preguntas que se formula o de si se está haciendo excesivas ilusiones. En segundo lugar, se trata de las dificultades propias de la cuestión. La propia cuestión es tan compleja que se hace necesario buscar las más diversas formas de acceder a ella para poder entreverla, descubrirla, describirla. Si dependiera sólo de la capacidad o la incapacidad personal, probablemente ya dispondríamos de una obra que diera continuidad a la línea marcada por las grandes obras de Kant, de Hegel, por el Sein und Zeit de Heidegger.

F. V.: Hace un par de años, cuando usted estaba a punto de reincorporarse a la Universidad, estuvimos toda una mañana hablando con Milan Kundera sobre la cultura en general y la checa en particular. Nos dedicamos, como de costumbre, a arreglar el mundo, paseando por unas dunas a orillas del Atlántico y saltando los charcos que había dejado la marea alta en la playa. Hablando sobre las dificultades con las que seguramente se iba a topar usted al retomar las clases, coincidimos en que cada vez se extiende más la falta de interés por oír hablar de ideas cuya comprensión requiera esfuerzo. La gente se ha acostumbrado a los libros que se pueden leer sin pensar, y yo me pregunto si existen aún lectores de libros de filosofía, al menos un sector minoritario pero significativo. Me pregunto si aún es posible el diálogo entre el profesor y sus alumnos, entre el filósofo y sus lectores.

K. K.: Pienso que si no existiese esa minoría, por poco numerosa que sea, la cultura estaría en peligro. Creo que existe, que de cada generación surgen personas de los más distintos caracteres y orientaciones que tienen interés en reflexionar sobre su época y su propia responsabilidad. Algunas veces la situación en la que se encuentran es más favorable, otras más complicada. Ahora tendrá más obstáculos porque la atención de la sociedad es orientada de una manera totalmente intencionada hacia el consumo y el provecho económico. La sociedad los verá como individuos aislados de la realidad románticos, soñadores, o quién sabe qué. Pero me da la impresión de que eso, en alguna medida, ha sucedido siempre.

F. V.: Hablábamos de Kundera y me da la impresión de que existe cierto paralelismo en la actitud de desinterés o de hostilidad de algunos círculos oficiales de Praga con respecto a ustedes dos. Da la impresión de que algunos hubieran deseado que ambos permanecieran en el exilio, interior o exterior, el mayor tiempo posible.

K. K.: Me llama muchísimo la atención lo escaso del interés oficial por la obra y por la persona de Kundera, que es una de las grandes figuras de la cultura checa. Creo que lo que Kundera ha hecho por la cultura checa es de una importancia excepcional, y no me refiero sólo a su obra artística, sino también a que fue ´´el quien llamó la atención de Europa y de todo el mundo sobre la existencia de ese fenómeno particular que se llama Europa Central. Un debate sobre su obra sería enormemente inspirador a la hora de entender el carácter de la cultura checa.

F. V.: Recuerdo que en los años 1975 y 1976, cuando las autoridades comunistas todavía me dejaban entrar en Checoslovaquia, venía con frecuencia a Praga y lo visitaba a usted y al profesor Patocka, poco antes de que surgiera el movimiento de la Carta 77 del que Patocka fue principal inspirador y primer portavoz. Era curioso ver cómo los dos mejores filósofos checos intentaban entonces organizar la oposición contra el régimen, cada uno por su lado. Me gustaría saber cuál fue el motivo de que al aparecer la Carta 77, usted dejase de participar públicamente en las actividades de la oposición.

K. K.: Durante la primera mitad de la década de los setenta, la actuación de la Seguridad del Estado se orientaba ante todo contra las personas que habían participado en los acontecimientos del 68, contra los que habían sido expulsados del partido comunista. Patocka no despertó una atención especial de la policía hasta 1975 y por eso podía informar con mayor libertad a los amigos extranjeros que venían a visitarlo de lo que estaba pasando aquí, de las personas que estaban encarceladas. Fue un trabajo enorme que quizá aún no se conoce lo suficiente.

Yo no firmé la Carta 77. No sé si ya se lo he contado alguna vez, pero lo cierto es que a la Seguridad del Estado le pareció sospechoso que no la firmara. Mis amigos occidentales me preguntaban por qué no la había firmado y aquí me lo preguntaba la policía.

A partir de entonces ya no participé en ninguna acción de protesta. Por supuesto que me seguía viendo con las personas que participaban en ellas y que la policía me seguía citando para interrogarme.

F. V.: ¿Pero, cuál fue en realidad el motivo que tuvo para no firmar la Carta 77 y permanecer al margen de la corriente principal de la oposición?

K. K.: La única respuesta que podría dar es que tomé la decisión de dedicarme exclusivamente a la filosofía. Si analizase aquella decisión con más detalle podría parecer, al cabo de tantos años, que pretendo trasladas a aquella época experiencias posteriores a 1989. En otras palabras, que me atribuyo una visión tan clara de los acontecimientos como para haber sabido ya entonces cómo se iban a desarrollar. Pero lo cierto es que ya no quería dedicarme a la política y que para lo que yo pretendía entonces, y sigo pretendiendo, es más importante escribir un solo estudio, un solo ensayo, que firmar los más diversos manifiestos, como había hecho hasta entonces.

Además hay otro elemento. Desde el 68 me he pronunciado en contra de la concepción que identificaba la política con la literatura, contra los que creían que hacer política era escribir artículos radicales, cuanto más radicales, mejor. Yo opinaba que la política no se puede reducir a una actividad político-literaria, que los intelectuales con frecuencia confunden lo uno con lo otro. Y me dio la impresión de que algunos de los iniciadores de la Carta 77 estaban repitiendo los mismos errores del 68, mezclando la política con la elaboración de manifiestos.

El tercer motivo que hizo que me quedara al margen fue que lo que yo deseaba no era acabar con el régimen policial burocrático para dejar vía libre al capitalismo. Había cierta falta de claridad al respecto entre los iniciadores del movimiento que permitía intuir que las cosas irían precisamente en esa dirección.

Al final, del mismo modo en que los comunistas habían utilizado en 1948 a las fuerzas democráticas sólo para obtener el poder, los comunistas reformadores fueron utilizados a partir de noviembre de 1989 para abrir el camino a algo que no era lo que ellos querían. Algunos se transformaron hasta tal punto que ahora consideran que fue un error lo que hicieron en el 68 y se avergüenzan de haber tomado parte en la Primavera de Praga.

Yo, personalmente, tengo la sensación de que estoy en una situación parecida a la de los revolucionarios checos del siglo pasado, que, después del levantamiento de 1848, ya no fueron capaces de asimilar la nueva situación. Perdieron el sentido de la orientación y se convirtieron en personajes pintorescos cuya única referencia era la revolución de 1848. En cierta medida, es lo mismo que me pasa a mí cuando defiendo el 68, las posibilidades que entonces se abrieron y que son para mí un valor permanente.

F. V.: ¿Y no tiene la impresión de que los enfrentamientos intelectuales de la juventud, por ejemplo sus choques con el entonces jovencísimo enfant terrible de la literatura checa, Václav Havel, no se acaban nunca? ¿Que cambian de tema pero siguen vivos?

K. K.: Eso probablemente está relacionado con su anterior pregunta sobre mi relación con la disidencia. Cuando vuelvo la vista atrás y observo mi vida en su conjunto, veo que ha habido dos acontecimientos decisivos para mí. Uno fue el 68 y el otro, el primero, fue la capitulación de Múnich y la ocupación alemana, que me llevó a participar, junto a otros jóvenes, en la resistencia.

F. V.: Como de costumbre, aquello no terminó demasiado bien para usted. Fue a parar al campo de concentración de Terezin.

K. K.: Sí. Pero lo curioso es que los conflictos pronto volvieron a reproducirse, esta vez con el partido comunista, en el que siempre me acusaron de desviacionista, de trotskista, de revisionista. Y después del 68, de contrarrevolucionario.

En 1963 la presidencia de la Academia de Ciencias propuso mi nombramiento como catedrático. La dirección del partido no aceptó el nombramiento, así que no me dieron la cátedra hasta después del 68. Cuando llevaba dos años en la facultad, me echaron. Los 20 años siguientes los pasé en la oposición, pero a diferencia de muchos otros, que ahora están en el poder, yo sigo en la oposición.

Nunca he estado en el poder y eso es lo que me diferencia de algunos otros antiguos miembros de la disidencia. Lo que el poder hace de ellos y lo que ellos hacen con el poder es, a mi juicio, una repetición de los antiguos errores, han dejado de ver la realidad con sentido crítico y se rinden a los encantos del poder y a la seducción de la ideología.



[*] Texto extraído de la revista Claves de razón práctica. Nº 34. 1993. Págs. 54-60.