viernes, 12 de julio de 2019

Filosofía y política (1993)



Filosofía y política (1993)
Diálogo con Fernando de Valenzuela

Karel Kosík [*]


Algunos habían llegado a dudar, con el paso de los años, de si existía o era sólo una figura literaria, otro de los personajes míticos de la ciudad de las cien torres.

Entre los argumentos a favor de su existencia real figuraba su presencia física casi todos los jueves en la tertulia de la Cervecería del Gato, al comienzo de la calle de Neruda, aunque la asistencia cada vez más frecuente de policías de paisano y confidentes había logrado que las ruidosas conversaciones de otros tiempos se fueran transformando en susurros y que el característico timbre ronco de la voz del señor K. apenas se oyera ya muy de vez en cuando.

También apuntaba en este sentido la campaña encabezada por Jean Paul Sartre, a comienzos de los setenta, en protesta contra el secuestro policial de un manuscrito en el que el filósofo de Praga llevaba años trabajando. Pero lo cierto es que casi nadie había logrado ver de cerca aquella creciente montaña de papeles.

Las sospechas acerca de su identidad meramente literaria se veían reforzadas a medida que pasaban los años sin que se publicase ni un sólo artículo suyo, sin que su firma figurase en ninguno de los manifiestos de la oposición intelectual checa, sin que aceptase ninguna de las múltiples invitaciones de instituciones y universidades occidentales. 

Sí aparecían, en cambio, referencias a él en escritos de algunos de sus colegas, como Agnes Heller, Jan Patocka o Jürgen Habermas. Hablaban de él con frecuencia escritores a los que su obra había servido de inspiración intelectual, como su amigo Milan Kundera. Y hasta aparecía en Abaddón el exterminador, donde Ernesto Sábato, autor y personaje, exponía las ideas del pensador checo que había deslumbrado a comienzos de los sesenta al mundo intelectual europeo con su Dialéctica de lo concreto. Sábato sentenciaba: "Cuando leas su libro verás qué tipo excepcional".

Mientras tanto, en su buhardilla de la plaza del Castillo de Praga, Karel Kosík leía, meditaba, e iba añadiendo páginas y nuevas versiones al manuscrito recuperado, cuyo título provisional cambiaba una y otra vez con el paso del tiempo: primero fue El supercapital, luego, La crítica de la razón técnica, pero poco a poco se fue perfilando la certeza de que el gran proyecto personal de análisis crítico global y sistemático del mundo moderno no era realizable y de que su obra debía empezar de nuevo.

El empecinado silencio del filósofo de Praga no se interrumpió con el hundimiento del régimen comunista ni con el vertiginoso proceso de cambios posterior, al que algún periodista cursi llamó "revolución de terciopelo". Y es que Karel Kosík parece vivir el tiempo de un modo diferente, más relacionado con la marcha de su propia obra que con el prosaico avanzar del calendario: da la impresión de que no lo deja pasar, de que lo acumula, como a las páginas de su manuscrito.

No había estado callando mientras no se podía hablar con libertad, sino dándoles vueltas a las cosas. Por eso no tuvo prisas cuando las cosas cambiaron y dejó que se sumaran muchos motivos y alguna provocación antes de pensar en salir a la palestra, en afilar las armas de la crítica, para situarse, de nuevo, como de costumbre, en la oposición.

Fernando de Valenzuela: A mediados del año pasado CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA publicó, en el nº 23, una extensa entrevista de Adam Michnik con Václav Havel, entonces presidente checoslovaco y actual presidente checo. Michnik, un hombre de una inteligencia prodigiosa, que ha sido capaz de crear desde la nada su Gazeta Wyborcza -el único gran periódico en Europa Central- no ocultaba su preocupación por la marcha de los acontecimientos en Checoslovaquia y, en primer término, por los rumores según los cuales "la limpieza puede afectar al conocido filósofo Karel Kosík, quien tras la Primavera de Praga fue objeto de persecuciones durante largos años y obligado al silencio. Ahora puede ser perseguido de nuevo por unos acontecimientos de hace más de veinte años: por haber sido miembro del Comité Central del Partido Comunista de Checoslovaquia".

Havel deja constancia en su respuesta de sus reservas con respecto a la ley de "limpieza" anticomunista y señala que no afectará a quienes, como usted, fueron dirigentes del PC durante la Primavera de Praga. Sin embargo, el presidente no se ahorra un comentario que me ha dejado pasmado. Dice "A pesar de que Kosík formó parte de las comisiones de verificación que en 1948 depuraban a la gente de las escuelas superiores". ¿Qué le parece?

Karel Kosík: Sólo una vez en la vida, y durante muy poco tiempo, he desempeñado un "cargo directivo": desde agosto de 1968 hasta abril de 1969 [miembro del Comité Central del PC, elegido en el congreso clandestino celebrado durante los primeros días de la ocupación]. Desde este "cargo directivo" organicé en agosto de 1968 la resistencia contra la ocupación soviética y más tarde, este cargo me dio la posibilidad de rechazar en voz alta y en las más diversas oportunidades el ataque militar contra Checoslovaquia y sus consecuencias políticas. Jamás cambié de actitud.

Václav Havel defiende la ley de limpieza política, que promulgó como presidente, y resalta su sentido de la justicia y su amplitud de miras: Karel Kosík no será perseguido por su actividad entre agosto de 1968 y abril de 1969. Pero su acotación sobre mi supuesta pertenencia a las comisiones de limpieza política en 1948 arroja una luz muy particular sobre todas estas afirmaciones. Porque lo que dice no es verdad.

Entre 1947 y 1949 estuve fuera de Checoslovaquia y, aunque sólo fuese por eso, es imposible que formara parte de tales comisiones. Jamás he formado parte de ningún gremio dedicado a perseguir a la gente. Por el contrario, he sido objeto de las investigaciones y las órdenes dictadas por lasm más diversas comisiones e instituciones dedicadas a decidir mi destino: me mandaron al campo de concentración, me echaron del trabajo, me expulsaron de la Universidad, me prohibieron viajar, publicar y actuar en público, me sometieron a vigilancia política, eliminaron mis libros de las bibliotecas públicas, me espiaron.

Cuando me permití escribir, en 1956, "se acabó el dominio de la ideología, empieza la época del pensamiento crítico" una de esas comisiones convocó a los "filósofos" de Praga (se reunieron unos doscientos) y organizó una cacería pública contra mí. La última vez que una comisión intervino en mi vida fue en 1992 y su decisión me la comunicó el decano de la Facultad de Filosofía: "No puede seguir siendo profesor universitario debido a las restricciones presupuestarias". Mis ricas experiencias en cuanto a resoluciones y órdenes las sinteticé en la carta que le escribí al rector de la Universidad de Carlos: "Durante la ocupación alemana la Gestapo me internó en un campo de concentración, durante la ocupación soviética me echaron de mi trabajo, me persiguieron y me sometieron a vigilancia policial. El régimen actual es tolerante conmigo: me deja vivir y se limita a poner de manifiesto que mi presencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Carlos no es bienvenida. Veo en ello una prueba de que, aunque la historia se repite, el progreso, pese a todo, acaba por imponerse". El 13 de noviembre de 1992, en el Frankfurter Rundschau, Jürgen Habermas escribió un artículo titulado 'La realidad desnuda de la nueva discriminación', referido a mi segunda salida forzosa de la Universidad. "Mis colegas de la Universidad de Carlos han dado, con su escandaloso comportamiento, un triste testimonio sobre lo adecuada que es la valoración irónica que Walter Benjamin hace del progreso", dice Habermas.

F. V.: Recuerdo que nos hablaba usted, allá por el año 1968, del especial papel que ha desempeñado la cultura en la historia checa, suplantando a la política durante los trescientos años de dominio de los Habsburgo. Parece como si ahora hubiesen cambiado las tornas y fuese la política la que ocupa el lugar de la cultura.

K. K.: Me pregunto últimamente con frecuencia en qué consiste realmente la cultura. No pretendo dar una definición de lo que es la cultura, pero me planteo cada vez más si la esencia de la cultura no es la capacidad o el poderío o el poder de transformar la experiencia del sufrimiento, de la persecución, del exilio, de la desesperación, del desengaño, del fracaso, en algo distinto, en algo estimulante y alegre. En relación con las experiencias del siglo XX, con la experiencia del bolchevismo, con la del nazismo, pero también con la experiencia de la capitulación, de lo que aquí llamamos "el espíritu de Múnich", me pregunto si la esencia de la cultura y del humanismo no es esta capacidad de transformación, de no responder al desengaño, al fracaso o a la persecución con un nuevo desengaño, sino con un intento de convertir lo que se ha sufrido, el daño recibido, la injusticia, en alegría, en algo generoso que eleva al hombre.

Eso significaría que la esencia de la cultura sería la respuesta contraria a la que se dio en 1917 en Rusia o en 1933 en Alemania. En Rusia los explotados, los oprimidos, los humillados a los que había descrito Dostoievsky, se hicieron con el poder. Pero sólo cambiaron las formas, y en lugar de transformar su experiencia con los abusos, la opresión y la explotación en la imposibilidad del abuso, de la opresión y de la explotación, se convierten en los nuevos opresores, en los nuevos amos.

Algo similar fue lo que experimentó Alemania como nación: perdió la guerra, sintió que había quedado al margen de la política mundial y respondió a esta injusticia supuesta o real sometiendo luego a Europa a la servidumbre en la II Guerra Mundial.

En este sentido yo entendería la cultura como el intento de convertir estas experiencias en algo diferente. Eso significa que para mí la cultura no es una expresión de debilidad sino una expresión de poder, porque sólo quienes tienen el poder, el poder de la imaginación, el poder de la creación, pueden transformar estas experiencias en lo que yo llamaría cultura.

F. V.: Eso explicaría por qué, con frecuencia, las creaciones culturales más importantes de una nación no se producen precisamente en sus épocas de poder y gloria sino en las épocas de caída, humillación o desencanto. Eso explicaría por que es en el siglo XVII, el momento en que España pierde el poder que tenía sobre todo el mundo, cuando de pronto aparecen Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Gracián.

K. K.: Sí, pero yo añadiría que es erróneo entender la cultura simplemente como una reacción crítica con respecto a la situación y la época. No se puede entender la obra de Dostoievsky y Pushkin sólo como una crítica al zarismo, porque si fuera así, al desaparecer el zarismo, su obra dejaría de tener algo que decirnos. Lo que sucede es que el fenómeno del zarismo hace que, en determinado momento, se pongan de manifiesto algunos fenómenos de la existencia humana. Todo depende de que aparezcan un Pushkin o un Dostoievsky.

Lo mismo podría decirse sobre dos centroeuropeos geniales: Kafka y Hasek. No tiene sentido explicar la obra de Kafka diciendo que previó el nazismo alemán, que previó los campos de concentración. Kafka fue genial porque en las circunstancias de Europa Central, donde se concentraban las más diversas contradicciones, nacionales, sociales, políticas, religiosas, fue capaz de captar mucho antes que los demás los rasgos de la existencia humana que aún no habían sido descubiertos o descritos.

Lo asombroso de Kafka no es que describa la sociedad moderna como un absurdo, eso es falso, sino que ve que la sociedad es tan impotente que no tiene fuerza para la tragedia y que por eso remplaza lo trágico por una especie de sucedáneo o imitación de lo grotesco. En la famosa Metamorfosis, escrita en 1911, el personaje principal no es Gregor Samsa, sino su hermana, una anti-Antígona moderna, que no salva a su hermano, el hombre-insecto, sino que lo barre. Este hombre no muere, revienta, y basta con coger la pala y retirar los restos para luego ir a dar un paseo primaveral por el campo, como si nada hubiera pasado. Hay en ello también una pérdida de memoria. El hombre moderno ya no tiene experiencias que sean tan fuertes como para cambiar de una vez para siempre su vida, sino que está constantemente corriendo en el círculo de la acelerada vida moderna, va de una impresión a otra.

Franz Kafka es conocido en todo el mundo. EN cambio Jaroslav Hasek, que en mi opinión es un escritor tan grande como él, un escritor que también dice algo esencial sobre el siglo XX, pasa desapercibido. Me gustaría recordar que Wittgenstein apuntó en 1947 que en la Alemania nazi no existían el humor ni la risa. La ausencia de la risa y el humor es algo espeluznante y dice mucho sobre lo que estaba ocurriendo.

Hasek es un gran creador de humor y eso significa que intentó salvar algo, que intentó salvar, en el mundo moderno, lo humano que contiene el humor. Existen decenas, miles de libros sobre Kafka. Sus obras exigen una interpretación. En él todo parece misterioso, cifrado, mientras que Hasek parece tan transparente, tan comprensible, que todos tienen la impresión de que entienden inmediatamente lo que escribió y de que no hace falta interpretarlo.

Eso es ridículo. Pienso por ejemplo en un título: El destino del buen soldado Svejk durante la guerra mundial. ¿Qué quiere decir la palabra destino? No puso aventuras, puso destino. ¿Y por qué es Svejk un buen soldado? En cierto sentido se trata de un intento de mostrar que la época moderna fabrica supuestos héroes. Svejk no es uno de esos héroes fabricados. Al contrario, se ríe de todas las heroicidades o seudoheroicidades oficiales. El destino de Svejk es el destino del hombre de la época moderna, del hombre corriente, que nunca es un hombre-promedio. Cada uno de los hombres corrientes es particular y en sus encuentros cotidianos vive constantemente nuevas aventuras.

Hasek comprendió que lo que había ocurrido no era sólo la derrota de Alemania y Austria, sino también la derrota de la revolución. Hasek, al igual que Rosa Luxemburgo, vio en la Revolución de 1917 un intento de organizar el mundo de otro modo pero, igual que ella, empezó muy pronto a criticar los fenómenos negativos que acompañaron a la revolución desde el comienzo y que hicieron que la revolución degenerara, que se transformase en un nuevo despotismo.

Esta experiencia, no sólo la de los horrores de la guerra sino también la de la derrota de la revolución, está personificada en la figura de Svejk, que regresa a casa igual que salió, sin un solo ascenso, sin haberse enriquecido, y ve que el hombre corriente no ha ganado ni la guerra ni la revolución. En el personaje de Svejk hay escepticismo. Lo que protege a este hombre corriente contra la desesperación y el cinismo es precisamente el sentido del humor: la capacidad de descubrir en cualquier encuentro con cualquier hombre algo nuevo, una aventura, vivir esa situación como una aventura.  En eso reside la grandeza de Svejk como personaje.

F. V.: Recuerdo que en 1968 o 1969, en las clases que daba en la Facultad, jugaba usted con la posibilidad de que coincidieran en el tiempo y se cruzaran en el puente de Carlos dos famosos recorridos literarios: el de la novela de Kafka, en la que Josef K. sube desde la Ciudad Vieja por la Mala Strana hacia el castillo, y el de la novela de Hasek, en la que Svejk baja por el mismo camino, ambos custodiados por sus guardias, con la diferencia de que a Josef K. los suyos lo ejectuan y Josef Svejk a los suyos los emborracha y tiene que encargarse de conducirlos hasta su destino. ¿Qué es lo que hace de Praga esta ciudad de encuentros, esa ciudad en la que se produce el descubrimiento de lo que antes estaba escondido y escapaba a la mirada de la gente? ¿Cree que la cultura checa conserva esa capacidad de encuentro y de descubrimiento de lo oculto?

K. K.: Creo que está amenazada porque hoy no somos conscientes de lo que es la gran cultura checa del siglo XX y de cuáles fueron las fuentes de las que surgió. Se trata de una cuestión vital para BOhemia. Praga fue hasta el año 1939 un lugar de contacto, de encuentro y de choque de tres elementos completamente distintos: los checos, los alemanes y los judíos. Y lo que me pregunto es si los checos de 1993 son capaces de retomar aquel poder, aquella atmósfera mágica, solos, sin los judíos y sin los alemanes. Porque no se trataba de que los tres elementos vivieran juntos con indiferencia. Se relacionaban, se encontraban y chocaban. Pero era un choque fértil, del que saltaban chispas, en el que los tres elementos, al encontrarse, se intercambiaban impulsos. No olvide que Kafka es judío y escribe en alemán pero habla el checo. Y por supuesto Hasek, que escribe en checo, domina el alemán. La intelectualidad checa hablaba checo y alemán con total naturalidad hasta la II Guerra Mundial. Muchos de ellos hablaban también francés. Esa es la atmósfera cultural que culmina en dos fenómenos geniales como Hasek y Kafka.

Me gustaría ahora llamar la atención sobre una de las escenas más hermosas de la novela de Hasek. Svejk está en el restaurante de la estación de Tabor esperando el tren. Un paisano le da dinero y él, con ese dinero, invita a beber a un húngaro al que no le entiende ni palabra, que viene del frente y está ensangrentado. Es un encuentro entre dos personas en el que uno invita al otro y la invitación al otro, cuyo idioma no entiende, es una manifestación de amistad y de respeto por el otro. Es un gesto cotidiano y, al mismo tiempo, una manifestación de amistad y de grandeza.

F. V.: Un gesto de verdadero respeto hacia el ser más miserable que hay en aquel sitio, un ser al que ningún otro hubiera tenido en cuenta. Es una escena hermosa.

K. K.: Así es. Y la cuestión es que si Hasek hubiera sido tal como lo presentaban, un escritor que pretendía hacer una crítica contra la guerra, su obra estaría muerta. Los dos, tanto Hasek como como Kafka, se inspiran en la realidad concreta y contradictoria y no permiten que ninguna ideología penetre en su obra. En cambio, la cultura checa actual, la de los noventa, corre el peligro de ponerse al servicio de la nueva ideología naciente en la medida en que, al igual que la política oficial, considere a la economía de mercado o al capitalismo como la última palabra, como la última etapa del desarrollo de la humanidad, tras la cual ya no puede haber nada nuevo. La ideología que cayó en bancarrota ha sido remplazada por una ideología nueva. Decir que es una ideología significa que no es una reflexión sobre la realidad sino una falsa conciencia. No se plantea qué es la economía de mercado y qué es la economía capitalista de mercado, sino que la presenta como si fuera la única realidad, una realidad inalterable, la última palabra de toda cultura, de toda civilización. Ése es para mí el gran peligro que corre la cultura checa: caer en la trampa de esta nueva ideología.

F. V.: Tras la pérdida de las componentes judía y alemana de la cultura checa, se produce ahora la división del Estado checoslovaco, la desaparición de algo que probablemente ha tenido algo más que un simple significado geográfico. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, parece como si muchos intelectuales checos presentaran de pronto esta separación como un logro o incluso como una liberación. ¿No cree que esto también va a influir en el futuro de la cultura checa?

K. K.: Hay varias cuestiones interesantes en lo que usted plantea. La primera es que desde que surgió el Estado común de checos y eslovacos, en 1918, hubo ya quienes afirmaron que se trataba de un pegote, que no era una formación orgánica, que era algo provisional y que tenía que desaparecer porque estaba unido de un modo artificial.

La segunda es que los políticos checos y eslovacos que llegaron al poder en 1989 no han tenido reparos en dejar que este Estado se deshiciera y con ello han caído en una situación paradójica. Llevan coronas de flores a las tumbas de Masaryk y Stefanik, los fundadores de este Estado, y al mismo tiempo abandonan la obra de los dos fundadores. Vale la pena prestar atención a la evolución de los discursos de los políticos checos que desde noviembre de 1989 tranquilizaban a los ciudadanos y trataban de convencerlos de que existían fuerzas capaces de impedir que se produjese la desaparición del Estado común. Cuando la ruptura se produce cambian de punto de vista, cambian de actitud, y empiezan a decir que la ruptura era inevitable y que no había nada que hacer.

Los historiadores dirán si fue una necesidad o una casualidad, pero yo me vuelvo a plantear la cuestión: ¿se trataba de un pegote o la obra de Masaryk y Stefanik, este Estado común, era una muestra de imaginación política de dos estadistas que intentaron crear una formación que en cierto sentido era un fenómeno excepcional?

Los checos y los eslovacos tienen idiomas muy parecidos, no necesitan traductores para entenderse, pero sus historias son completamente distintas, su cultura es distinta, su mentalidad es distinta. Lo que se ha intentado con el Estado común es algo increíble, que dos naciones diferentes se unan en una formación en la que puedan influenciarse mutuamente. Para gran parte de los checos la ruptura ha sido dolorosa porque la han vivido como una pérdida, una lesión o una fractura de la identidad nacional. Hasta tal punto estaba la identidad de la nación checa ligada a la convivencia con los eslovacos.

¿Cuáles son las amenazas a las que nos enfrentamos hoy? Siempre hemos tenido que defendernos de dos presiones, del pangermanismo y del zarismo. Hemos pasado por la ocupación alemana, hemos pasado por la ocupación rusa. Parece que ya no estamos en peligro. Pero la cuestión es si no nos amenaza un peligro aún más refinado que el espíritu prusiano o el zarismo: esa falta de densidad espiritual que domina hoy a toda Europa. Por eso es perfectamente posible que con las consignas de integración en Europa e ingreso en Europa, en realidad nos estemos integrando en el proceso de pérdida de contenido espiritual, de pérdida de imaginación, de pérdida de sentido crítico, de pérdida de espíritu en el sentido al que aludía al comienzo, como fuerza transformadora.

No nos amenaza la rusificación ni la germanización, de lo que corremos peligro es de convertirnos en una mediocre provincia de la falta de espíritu, en una provincia con la misma falta de espíritu que otras regiones de Europa.

Eso quiere decir que tenemos que plantearnos de nuevo qué es en realidad Europa y qué es la europeidad y que no podemos confundirlo con lo que hoy se entienden por Europa, porque hoy Europa es parte de una aglomeración global a la que pertenece Japón, a la que pertenece Norteamérica. Europa forma parte de este complejo financiero, industrial, científico y técnico; y esta simbiosis moderna de finanzas, ciencia, técnica y economía es devastadora para la imaginación. La mutila de tal modo que el ansia de información, de lujo y de confort se convierte en el sentido de la vida humana.

F. V.: ¿No está relacionado el peligroso fenómeno de los nuevos nacionalismos precisamente con el acoso al que se ven sometidos los proyectos nacionales basados en una comunidad histórica de ciudadanos y no en la identidad tribal? ¿No es la tribu, en realidad, un último recurso para encontrar una identidad cuando por falta de coraje o de imaginación se ha permitido que se malogre el proyecto nacional? ¿Podría edificarse una Europa que tuviera sentido sobre la base de comunidades vacías de contenido ideal?

K. K.: Esa es precisamente la cuestión. A Europa la falta lo que yo llamaría idea o espíritu. La vida está tan vacía y empobrecida que parece como si los siete grandes, con su enorme potencial financiero, económico y también militar, fueran poderosos, parece como si tuvieran poder, cuando en realidad son impotentes. Lo que caracteriza a este poder es su impotencia.

La mayoría de la gente sabe que el desarrollo de la sociedad moderna está ligado a las catástrofes ecológicas, a la devastación. La gente está informada sobre estas amenazas pero sin embargo se comporta como si el peligro no existiera. El proceso parece tan imparable que la gente parece dejarse llevar, mientras intenta conquistar el puesto más ventajoso y más rentable que pueda. Pero el sentido de la vida se sigue vaciando.

F. V.: Ya que estamos hablando los dos con el mismo escepticismo, se me ocurre preguntarle: ¿dónde están las posibilidades de salvación, si es que existen? ¿Existe la posibilidad de hacer de Europa algo distinto y, en ese caso, qué?

K. K.: Ahí es donde nos topamos con la insuficiencia básica de la filosofía o con una incomprensión esencial. Creo que la filosofía o el pensamiento o la crítica cumplen su papel al descubrir y describir el peligro, al llevar a cabo el análisis de la realidad del siglo XX. El fenómeno original, del que se derivan todos los demás peligros, es que la realidad está del revés y cabeza abajo y que el hombre es esclavo de un movimiento que le es ajeno, es esclavo de un tiempo que le es ajeno y es prisionero de un espacio ajeno y enajenado. La filosofía lleva a cabo el análisis del movimiento, del tiempo, del espacio, permanece en la denominada esfera de lo "abstracto" y se limita a plantearse qué es el movimiento, qué es el tiempo, qué es el espacio en la época moderna. Si de verdad lleva a cabo este análisis, abre en cierto sentido la posibilidad de un nuevo tiempo, de un nuevo movimiento, de un nuevo espacio, sin dar para ello receta alguna. Si la filosofía supiera cómo darle la vuelta a la realidad, lo diría. Pero la filosofía no lo sabe y si pensara que puede dar alguna receta, se equivocaría. La tarea de la filosofía es abrir, en lugar del tiempo, el movimiento y el espacio dominantes, descabalados, mistificados, cosificados de hoy, la posibilidad de una comprensión diferente del espacio, el tiempo y el movimiento. Con ello entreabre las puertas a los políticos, a los arquitectos, a los biólogos, a lo cotidiano. Al entreabrir las puertas a ese nuevo ámbito hace posible que la ciencia, que la arquitectura, el arte, conviertan el resquicio en apertura, en un nuevo, recién descubierto espacio, en un nuevo tiempo y en un nuevo movimiento, y le den a la gente la posibilidad de una nueva existencia.

Las revoluciones fracasadas del siglo XX creyeron que bastaba con cambiar las relaciones de producción, que bastaba con convertir la propiedad privada en propiedad del Estado burocrático. Todo quedó en manos de una capa privilegiada, la dictadura policial-burocrática, que disponía no sólo de todo el inventario sino también de las personas. Esa es la fuente del poder totalitario: lo tiene todo a su disposición, tanto la tierra, como las fábricas, como el destino de la gente.

Pero no es menos erróneo creer que el retorno a las relaciones de propiedad privadas capitalistas contribuirá a resolver los problemas pendientes de la época moderna.

¿Cuáles son los pasos concretos que hay que dar? ¿Cuáles son las medidas concretas que hay que tomar? Eso es algo que sólo podrá decirse cuando esté claro que hace falta un cambio de sentido básico, una actitud nueva con respecto a lo existente. Es necesario renunciar a esa actitud de dominación y poder con respecto a la naturaleza y la realidad, que cree que Dios le ha dado al hombre el derecho a convertirse en explotador no sólo de la tierra sino también del universo. Hay que cambiar esta relación en lo que Heidegger llama wohnen, un término que tomó de Hölderlin, de modo que el hombre intente habitar de nuevo esta tierra, y eventualmente el universo, de un modo poético. No arramplando, manipulando, explotando, sino de un modo poético.

Este carácter poético de la existencia no implica, por supuesto, ausencia de conflictos, no implica una situación idílica. Significa aventura en el sentido de la reaparición de cuestiones como lo trágico, la muerte, la amistad, la hospitalidad, el sentido de la vida, pero en dimensiones y contextos distintos de aquellos en los que estos fenómenos aparecen mutilados o descabalados por esa actitud básicamente deformada del amo, del conquistador, del explotador.

F. V.: Me parece que estamos llegando a una de las cuestiones a las que pretendía llevarle, porque lo que ha dicho está directamente relacionado con la obra en la que ha estado usted trabajando durante los últimos veinte años. Nos hemos visto muchas veces desde entonces y he tenido la posibilidad de observar la evolución de sus intentos de análisis crítico de la sociedad moderna, del mundo moderno. Por lo que yo sé, todo ese trabajo se esconde en un extenso manuscrito sobre el que muchos hablan pero que nadie más que usted conoce. Alguien me contó que el novelista Ludvik Vaculik, para convencerlo de que publicase al menos algo, le dijo a usted una vez: "Karel, mete la mano en ese montón de papeles, salga lo que salga yo te lo publico".

Recuerdo que cuando la policía, por fin, le devolvió la primera versión, que usted consideraba casi terminada, me dijo: "En realidad me han hecho un favor, porque he tenido la posibilidad de verlo globalmente y con la distancia suficiente y ahora sé que no está listo, que aún queda mucho por hacer". ¿En qué estado está aquel proyecto inicial?

K. K.: Cuando se escribe un libro, el tiempo desempeña cierto papel y puede influir de dos maneras distintas. Uno puede entregar el manuscrito antes de tiempo, cuando aún no está listo. Yo no lo hice y entonces caí en la otra trampa: al darme cuenta de que en el manuscrito seguía habiendo partes flojas o sin resolver, nunca llegué a tener la sensación de que lo había terminado. Hoy ya no es posible publicarlo tal como lo escribí, de modo que la obra nunca llegó a estar ni del todo madura ni del todo pasada. He elegido otro camino, quiero publicar algunas de aquellas ideas, en forma de estudios menos voluminosos. Uno de esos trabajos estaría relacionado con la crítica de la época moderna, otro sería un intento de ensayo sobre la risa y el humor. Cuando publique esos dos libros volveré al manuscrito, no para retocarlo sino para reelaborarlo por completo, con un título que quizá sea ya definitivo: se llamaría Bestia triunfans.

F. V.: Es el tercero o el cuarto título que recuerdo.

K. K.: Eso es, el tercero o el cuarto, pero espero que esta vez sea el definitivo. Se publicaría precisamente cien años después de que los hermanos Mrstik iniciaran, con un manifiesto que llevaba el mismo título, su lucha en defensa de la vieja Praga. Ellos lo tomaron de Nietzsche, Nietzsche lo tomó de Giordano Bruno y en la genealogía de ese título hay cierta relación con Praga, porque Giordano Bruno pasó aquí un año justo antes de que lo quemaran. Con ese título intentaría analizar la realidad del siglo XX.

F. V.: Cuando empezamos a hablar de esa obra, hace muchos años, me dio la impresión de que además de otras muchas dificultades, algunas de ellas enormes, iba usted a tener que hacer frente también a la difícil situación de un filósofo al que su propio trabajo crítico ha dejado sin referentes globales. Me refiero a que ya no disponía de un sistema global como el que podría tener, por ejemplo, un filósofo marxista o un heideggeriano. A que iba a tener toda una nueva base ontológica, un nuevo sistema, por así decirlo. ¿En qué medida persiste esa necesidad de contar con un sistema dentro del cual cada elemento reciba su explicación, y en qué medida es hoy posible elaborar un sistema semejante?

K. K.: Yo diría que mi fracaso demuestra en realidad que eso no es posible, que la filosofía como sistema hoy ya no es posible. Por supuesto que en primer lugar se trata de la capacidad del autor, de si es capaz de plantear y elaborar las preguntas que se formula o de si se está haciendo excesivas ilusiones. En segundo lugar, se trata de las dificultades propias de la cuestión. La propia cuestión es tan compleja que se hace necesario buscar las más diversas formas de acceder a ella para poder entreverla, descubrirla, describirla. Si dependiera sólo de la capacidad o la incapacidad personal, probablemente ya dispondríamos de una obra que diera continuidad a la línea marcada por las grandes obras de Kant, de Hegel, por el Sein und Zeit de Heidegger.

F. V.: Hace un par de años, cuando usted estaba a punto de reincorporarse a la Universidad, estuvimos toda una mañana hablando con Milan Kundera sobre la cultura en general y la checa en particular. Nos dedicamos, como de costumbre, a arreglar el mundo, paseando por unas dunas a orillas del Atlántico y saltando los charcos que había dejado la marea alta en la playa. Hablando sobre las dificultades con las que seguramente se iba a topar usted al retomar las clases, coincidimos en que cada vez se extiende más la falta de interés por oír hablar de ideas cuya comprensión requiera esfuerzo. La gente se ha acostumbrado a los libros que se pueden leer sin pensar, y yo me pregunto si existen aún lectores de libros de filosofía, al menos un sector minoritario pero significativo. Me pregunto si aún es posible el diálogo entre el profesor y sus alumnos, entre el filósofo y sus lectores.

K. K.: Pienso que si no existiese esa minoría, por poco numerosa que sea, la cultura estaría en peligro. Creo que existe, que de cada generación surgen personas de los más distintos caracteres y orientaciones que tienen interés en reflexionar sobre su época y su propia responsabilidad. Algunas veces la situación en la que se encuentran es más favorable, otras más complicada. Ahora tendrá más obstáculos porque la atención de la sociedad es orientada de una manera totalmente intencionada hacia el consumo y el provecho económico. La sociedad los verá como individuos aislados de la realidad románticos, soñadores, o quién sabe qué. Pero me da la impresión de que eso, en alguna medida, ha sucedido siempre.

F. V.: Hablábamos de Kundera y me da la impresión de que existe cierto paralelismo en la actitud de desinterés o de hostilidad de algunos círculos oficiales de Praga con respecto a ustedes dos. Da la impresión de que algunos hubieran deseado que ambos permanecieran en el exilio, interior o exterior, el mayor tiempo posible.

K. K.: Me llama muchísimo la atención lo escaso del interés oficial por la obra y por la persona de Kundera, que es una de las grandes figuras de la cultura checa. Creo que lo que Kundera ha hecho por la cultura checa es de una importancia excepcional, y no me refiero sólo a su obra artística, sino también a que fue ´´el quien llamó la atención de Europa y de todo el mundo sobre la existencia de ese fenómeno particular que se llama Europa Central. Un debate sobre su obra sería enormemente inspirador a la hora de entender el carácter de la cultura checa.

F. V.: Recuerdo que en los años 1975 y 1976, cuando las autoridades comunistas todavía me dejaban entrar en Checoslovaquia, venía con frecuencia a Praga y lo visitaba a usted y al profesor Patocka, poco antes de que surgiera el movimiento de la Carta 77 del que Patocka fue principal inspirador y primer portavoz. Era curioso ver cómo los dos mejores filósofos checos intentaban entonces organizar la oposición contra el régimen, cada uno por su lado. Me gustaría saber cuál fue el motivo de que al aparecer la Carta 77, usted dejase de participar públicamente en las actividades de la oposición.

K. K.: Durante la primera mitad de la década de los setenta, la actuación de la Seguridad del Estado se orientaba ante todo contra las personas que habían participado en los acontecimientos del 68, contra los que habían sido expulsados del partido comunista. Patocka no despertó una atención especial de la policía hasta 1975 y por eso podía informar con mayor libertad a los amigos extranjeros que venían a visitarlo de lo que estaba pasando aquí, de las personas que estaban encarceladas. Fue un trabajo enorme que quizá aún no se conoce lo suficiente.

Yo no firmé la Carta 77. No sé si ya se lo he contado alguna vez, pero lo cierto es que a la Seguridad del Estado le pareció sospechoso que no la firmara. Mis amigos occidentales me preguntaban por qué no la había firmado y aquí me lo preguntaba la policía.

A partir de entonces ya no participé en ninguna acción de protesta. Por supuesto que me seguía viendo con las personas que participaban en ellas y que la policía me seguía citando para interrogarme.

F. V.: ¿Pero, cuál fue en realidad el motivo que tuvo para no firmar la Carta 77 y permanecer al margen de la corriente principal de la oposición?

K. K.: La única respuesta que podría dar es que tomé la decisión de dedicarme exclusivamente a la filosofía. Si analizase aquella decisión con más detalle podría parecer, al cabo de tantos años, que pretendo trasladas a aquella época experiencias posteriores a 1989. En otras palabras, que me atribuyo una visión tan clara de los acontecimientos como para haber sabido ya entonces cómo se iban a desarrollar. Pero lo cierto es que ya no quería dedicarme a la política y que para lo que yo pretendía entonces, y sigo pretendiendo, es más importante escribir un solo estudio, un solo ensayo, que firmar los más diversos manifiestos, como había hecho hasta entonces.

Además hay otro elemento. Desde el 68 me he pronunciado en contra de la concepción que identificaba la política con la literatura, contra los que creían que hacer política era escribir artículos radicales, cuanto más radicales, mejor. Yo opinaba que la política no se puede reducir a una actividad político-literaria, que los intelectuales con frecuencia confunden lo uno con lo otro. Y me dio la impresión de que algunos de los iniciadores de la Carta 77 estaban repitiendo los mismos errores del 68, mezclando la política con la elaboración de manifiestos.

El tercer motivo que hizo que me quedara al margen fue que lo que yo deseaba no era acabar con el régimen policial burocrático para dejar vía libre al capitalismo. Había cierta falta de claridad al respecto entre los iniciadores del movimiento que permitía intuir que las cosas irían precisamente en esa dirección.

Al final, del mismo modo en que los comunistas habían utilizado en 1948 a las fuerzas democráticas sólo para obtener el poder, los comunistas reformadores fueron utilizados a partir de noviembre de 1989 para abrir el camino a algo que no era lo que ellos querían. Algunos se transformaron hasta tal punto que ahora consideran que fue un error lo que hicieron en el 68 y se avergüenzan de haber tomado parte en la Primavera de Praga.

Yo, personalmente, tengo la sensación de que estoy en una situación parecida a la de los revolucionarios checos del siglo pasado, que, después del levantamiento de 1848, ya no fueron capaces de asimilar la nueva situación. Perdieron el sentido de la orientación y se convirtieron en personajes pintorescos cuya única referencia era la revolución de 1848. En cierta medida, es lo mismo que me pasa a mí cuando defiendo el 68, las posibilidades que entonces se abrieron y que son para mí un valor permanente.

F. V.: ¿Y no tiene la impresión de que los enfrentamientos intelectuales de la juventud, por ejemplo sus choques con el entonces jovencísimo enfant terrible de la literatura checa, Václav Havel, no se acaban nunca? ¿Que cambian de tema pero siguen vivos?

K. K.: Eso probablemente está relacionado con su anterior pregunta sobre mi relación con la disidencia. Cuando vuelvo la vista atrás y observo mi vida en su conjunto, veo que ha habido dos acontecimientos decisivos para mí. Uno fue el 68 y el otro, el primero, fue la capitulación de Múnich y la ocupación alemana, que me llevó a participar, junto a otros jóvenes, en la resistencia.

F. V.: Como de costumbre, aquello no terminó demasiado bien para usted. Fue a parar al campo de concentración de Terezin.

K. K.: Sí. Pero lo curioso es que los conflictos pronto volvieron a reproducirse, esta vez con el partido comunista, en el que siempre me acusaron de desviacionista, de trotskista, de revisionista. Y después del 68, de contrarrevolucionario.

En 1963 la presidencia de la Academia de Ciencias propuso mi nombramiento como catedrático. La dirección del partido no aceptó el nombramiento, así que no me dieron la cátedra hasta después del 68. Cuando llevaba dos años en la facultad, me echaron. Los 20 años siguientes los pasé en la oposición, pero a diferencia de muchos otros, que ahora están en el poder, yo sigo en la oposición.

Nunca he estado en el poder y eso es lo que me diferencia de algunos otros antiguos miembros de la disidencia. Lo que el poder hace de ellos y lo que ellos hacen con el poder es, a mi juicio, una repetición de los antiguos errores, han dejado de ver la realidad con sentido crítico y se rinden a los encantos del poder y a la seducción de la ideología.



[*] Texto extraído de la revista Claves de razón práctica. Nº 34. 1993. Págs. 54-60.

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