Dialéctica de la moral y moral de la dialéctica (1964)
Karel Kosík [*]
I
Cuando se consideran las corrientes filosóficas debe hacerse una distinción entre aquellas que, en principio, son capaces de resolver todos los problemas esenciales del hombre y del mundo, pero que debido a la falta de tiempo sólo se concentran, de hecho, en unos pocos de éstos y dejan a las generaciones futuras la oportunidad de llenar las sucesivas lagunas, y aquellas para quienes la supuesta «falta de tiempo» no es más que una forma cortés de confesar o de enmascarar su falta de idoneidad en ciertos problemas. Bien conocido es, por ejemplo, que la teoría de Plejanov sobre el arte nunca alcanzó el análisis propiamente dicho del arte ni la determinación de la esencia de una obra de arte, sino que se agotó en una descripción prolija de sus condiciones sociales, en tanto daba la impresión de que, mientras efectuaba este trabajo, se creaban las condiciones para la solución de los problemas estéticos propiamente dichos. En realidad, nunca superó el estadio preparatorio, y ello no por haber carecido de tiempo, sino por el hecho de que su punto de partida filosófico no le permitía penetrar en los problemas mismos del arte. Sus fatigosas investigaciones de las condiciones sociales y de un equivalente económico señalaban, no un comienzo que permitiese ir más lejos y más hondo, sino una limitación interior que el estudio nunca podía superar.
Al tratar los asuntos de la moral, ¿no nos encontramos en análoga situación? ¿No son nuestras condenaciones del moralismo y del socialismo moralista y esta particular sospecha respecto de todo cuanto tiene que ver con la moral una confesión indirecta de nuestra incapacidad teórica en cierto campo de la realidad humana? Esta pregunta no puede refutarse con una referencia a la discusión, muy conocida, acerca del marxismo y la moral que tuvo lugar a fines del siglo pasado y comienzos del presente, porque su carácter y su nivel constituyen, más bien, un problema latente antes que un argumento.
En efecto, la discusión ha puesto de manifiesto, sobre todo, que si se rebaja el movimiento social a una simple manipulación de las masas humanas con vistas a alcanzar tales o cuales objetivos del poder, y si la política se convierte en una técnica social que se apoya en la ciencia del mecanismo de las fuerzas económicas, el sentido humano se aparta de la esencia misma del movimiento para establecerse en otra esfera que trasciende a este movimiento: el campo de la ética. Desde el momento en que se considera la realidad histórica como el campo de una estricta causalidad y de un determinismo unívoco en el que los productos de la práctica humana, en forma de factor económico, poseen más razón que los propios hombres e impulsan la historia por una «necesidad fatal» o una «ley de hierro» hacia una determinada finalidad, de inmediato chocamos con el problema de saber cómo debe armonizarse esa ineluctabilidad con la actividad humana y con el sentido de la acción humana en general. La antinomia entre la ley de la historia y la actividad humana no ha sido resuelta de modo satisfactorio todavía. Durante mucho tiempo las respuestas han afincado dentro del marco de una manera mecánica de pensar, que atribuye a la actividad humana ora la función de aceleración de un proceso histórico inevitable, ora la de una indispensable pieza separada a modo de engranaje o de palanca de transmisión del mecanismo histórico. Y así ha llegado a formarse tanto para la teoría como para la práctica un círculo vicioso. En primer término, se ha deshumanizado el proceso histórico, es decir, se le ha privado de las incidencias humanas y se lo ha reducido a un fenómeno natural para poder convertirlo en objeto de un estudio científico que se efectúa como física social – llamado a veces sociología, a veces materialismo económico – y en objeto de una actividad política activa concebida a la manera de una técnica social. Sin embargo, este empobrecimiento de la historia no ha tardado en ser sentido como tal; muy pronto se ha oído afirmar que el hombre había sido olvidado. Pero como la crítica de este defecto no es lo bastante profunda y jamás toca el fondo del problema, es decir, el enrolamiento de la historia como fenómeno natural, se pasa sobre ella mediante la transposición de los problemas del sentido humano y de las significaciones humanas del movimiento histórico y de la práctica social al campo de la actividad individual, y la concepción fetichista de la historia se ve de tal modo completada por la ética.
No debe asombrarnos, por consiguiente, que en tal situación la moral aparezca en su relación con el marxismo, ora como un elemento extraño que plantea serios interrogantes al materialismo filosófico marxista y le da un fundamento filosófico totalmente distinto – por ejemplo la tentativa de combinar a Kant y Marx – ora como un accesorio exterior cuyo carácter teórico superficial subraya más aún la posición secundaria y marginal del hombre en las concepciones naturalistas y cientifistas.
La capacidad o la incapacidad para resolver en el plano filosófico correspondiente los asuntos de la moral y del arte está siempre en relación con cierta concepción o deformación de la dialéctica, de la práctica, de la teoría de la verdad y del hombre, así como del sentido general de la filosofía. A una concepción determinada de la historia, de la práctica; a una teoría determinada de la dialéctica, de la verdad y del hombre, corresponde también un género determinado de moral, de manera de pensar y actuar moral, de suerte que existe, por ejemplo, una correlación demostrable entre una dialéctica mecánicamente errada, una concepción pragmática de la verdad, y el utilitarismo en moral. Pero lo que resulta mucho más importante es que también una base filosófica determinada ofrece posibilidades más o menos grandes para el desarrollo de los problemas, y que, por consiguiente, existe una relación entre el carácter del punto de partida filosófico y los límites teóricos y prácticos que el conocimiento no puede sobrepasar. Las razones del fracaso de innumerables tentativas por desarrollar los problemas de la moral sobre la base del marxismo, no deben buscarse, en mi opinión, en el hecho de que se haya subestimado o descuidado la moral por causa de problemas prácticos urgentes, en que se la haya estudiado sólo en forma ocasional y no sistemática, sino en el hecho de que el punto de partida filosófico propiamente dicho, expresado en tal o cual concepto filosófico central, ya contenía ciertas limitaciones y los vicios de deformaciones que ningún estudio, por profundo y erudito que fuere, puede eliminar sin que también supere el carácter limitado del punto de partida filosófico propiamente dicho.
El examen de cada campo parcial de la realidad es siempre, al mismo tiempo, una verificación de los principios fundamentales que sirven para llevar a cabo el análisis. Si no hay oscilación dialéctica entre las hipótesis del examen y sus resultados, si el análisis de unos fenómenos o campos parciales se basa en hipótesis adoptadas al margen de la crítica y los problemas parciales no incitan a una profundización o a una revisión de las bases, entonces asistimos a la aparición de la famosa despreocupación teórica que supone, para los distintos terrenos de la ciencia, el hecho de que se puedan examinar los fenómenos económicos, analizar el arte, revelar las leyes históricas y hablar de moral tanto mejor cuanto más lejos nos hallemos del inquietante problema de saber qué es el hombre.
La teoría del hombre es indispensable si se quieren desarrollar los problemas de la moral: esta teoría sólo es accesible en la relación «hombre-mundo», lo cual exige, a su vez, la elaboración de un modelo correspondiente de dialéctica, la solución del problema del tiempo y la verdad, etcétera. Con ello no sólo deseamos acentuar la grandeza de la tarea, sino también, y sobre todo, expresar la opinión de que la solución de los problemas especiales de la moral está ligada en el estado actual, al estudio y verificación de los problemas filosóficos centrales del marxismo, tanto más cuanto que no deseamos atenernos a trivialidades ni proceder a una combinación ecléctica del cientifismo con el moralismo.
Ser capaz de aplicarse a sí mismo de manera consecuente los principios que el razonamiento filosófico pone a la luz es una virtud elemental de este razonamiento.
Sólo gracias a este acto se cumple la justificación de los principios, porque la teoría ha adquirido la indispensable universalidad que no admite posición privilegiada alguna y ha alcanzado el necesario carácter concreto, pues se ha englobado al sujeto examinante y actuante. Esta virtud es al mismo tiempo de suprema utilidad, puesto que le ofrece al razonamiento teórico una inesperada riqueza de aspectos nuevos, al ser el criterio primero de la exactitud de sus conclusiones.
En la medida en que el marxismo derogaba este principio también renunciaba a una de sus más grandes ventajas. Puso al desnudo, en la nueva sociedad capitalista, la contradicción entre la palabra y el acto, el trabajo y la alegría, la razón y la realidad, lo exterior y la sustancia, la verdad y la utilidad, la eficacia y la conciencia, los intereses del individuo y las exigencias de la sociedad, reanudando de modo sistemático en esta crítica reveladora la tendencia fundamental de la manera europea de pensar. Describió la sociedad capitalista como un sistema dinámico de contradicciones, cuyo centro, fuente y fundamento, los constituyen la explotación del trabajo asalariado, la contradicción entre la clase obrera y el capital; pero cuando ya se había desencadenado la carrera de las contradicciones aún faltaba por señalar en forma concreta cómo podía resolverse cada una de las contradicciones y, en segundo término, si la solución de las contradicciones del mundo capitalista significaba también solucionar las esenciales de la existencia humana. En la medida en que el marxismo no aplicó la dialéctica marxista a su propia teoría y práctica, su negligencia produjo, por lo menos, dos consecuencias importantes. En primer lugar, esa omisión significa un terreno fértil en el que podía periódicamente aparecer la alternancia entre el revolucionarismo, que supone que la revolución ha de arreglar todas las contradicciones de la realidad humana, y el escepticismo revolucionario y posrevolucionario que estima que la revolución no puede arreglar ninguna de esas contradicciones. En segundo lugar el marxismo perdía una gran ocasión de desarrollar uno de los problemas primordiales de la dialéctica, en el que Hegel fracasó y que reviste una importancia clave para el acto moral. Pienso, en particular, en el del fin de la historia, o, para expresarlo con otra terminología, del sentido de la historia.
Para Marx, la dialéctica materialista era un instrumento que servía para denunciar y describir de una manera crítica las contradicciones de la sociedad capitalista. Pero cuando los marxistas proceden al examen de su propia práctica y teoría confunden materialismo e idealismo, dialéctica y metafísica, crítica y apologética. En este sentido debemos concebir la fidelidad a Marx como un retorno al razonamiento consecuente y a la aplicación de la dialéctica materialista a todos los fenómenos de la sociedad contemporánea, inclusive el marxismo y el socialismo. En el mismo orden de ideas hay que formular, igualmente, el problema de saber por qué se produce la tendencia a la apologética, a la metafísica y al idealismo.
El primer resultado de esa aplicación es la comprobación de que la contradicción entre la palabra y el acto, la razón y la realidad, la conciencia y la eficiencia, la moral y los actos históricos, las intenciones y las consecuencias, y lo subjetivo y lo objetivo, existe, también, allí en donde se ha abolido la antinomia entre la clase obrera y el capital. ¿Significa esto que el capitalismo no es nada más que una forma histórica especial de esas contradicciones, que sólo se ubican por encima de la historia y existen, en esta calidad, en todas las formaciones sociales? ¿O bien que el socialismo, como movimiento y sociedad, existe desde hace tan poco tiempo que no es posible prever todas las consecuencias que tendrá la nueva forma de coexistencia humana y de gestión de los asuntos para la existencia o no existencia de esas contradicciones? Como la respuesta a tales preguntas exige innumerables elementos intermedios cuya existencia y conexidad sólo pueden desprenderse enseguida de esta exposición, hemos de conformarnos con corroborar que el hecho mismo de que estas contradicciones existan y sean discernidas arroja una nueva luz sobre la relación entre lo que pertenece a una clase y a toda la humanidad, entre lo que es históricamente variable y lo que es propio de toda la humanidad, entre lo temporario y lo eterno, o, en una palabra, acerca del problema de qué es el hombre y qué es la realidad social y humana. Como la cuestión de la moral está inseparablemente ligada a estos problemas, hemos llegado a la determinación de un punto de partida teórico de nuestro razonamiento sobre la moral marxista. Y nos esforzaremos por explicar sus problemas a partir de estas dos contradicciones: 1) el hombre y el sistema, y; 2) la interioridad y la exterioridad.
II
Un sistema se crea desde el contacto de dos personas. O, con más exactitud, diversos sistemas crean diferentes tipos de relaciones entre los hombres, a los que se expresa en forma elemental y pueden ser descritos merced al contacto de dos individuos tipificados. Juan el Fatalista y su amo, en Diderot; el amo y el esclavo en Hegel; la dama vanidosa y el mercader astuto en Mandeville, representan modelos históricos de relaciones humanas en que la relación entre hombre y hombre deriva de la posición que cada uno de ellos ocupa en la totalidad del sistema social. ¿Cuál es el hombre, cuáles son sus propiedades psíquicas e intelectuales, cuál es el carácter de éste que debe crear tal o cual sistema para que pueda funcionar? Si un sistema crea y supone hombres a quien el instinto impulsa a buscar un beneficio, hombres que poseen un comportamiento racional y racionalizado y que apuntan a obtener un máximo efecto de ganancia y beneficio, quiere decir que los caracteres elementales del hombre bastan a su funcionamiento. La reducción del hombre a cierta abstracción es la obra primitiva, no de la teoría, sino de la realidad histórica misma. La economía es un sistema de relaciones en el que el hombre se metamorfosea constantemente en hombre económico. Una vez que entra, gracias a sus actos, en relaciones económicas, es arrastrado, de modo completamente independiente de su voluntad y su conciencia, a ciertas relaciones y leyes en las que funciona como homo oeconomicus. La economía es un sistema que tiende a transformar al hombre en hombre económico. En la economía el hombre sólo es activo en la medida en que aquélla es activa, es decir, en la medida en que aquélla hace del hombre cierta abstracción: estimula y subraya algunas de sus propiedades y descuida otras que son inútiles para su funcionamiento.
Como el sistema social, ya sea en forma de formación económico-social, de vida pública o de relaciones parciales, es puesto en marcha y está mantenido gracias al movimiento social de los individuos, es decir, por su comportamiento y sus actos, y como por otra parte determina el carácter, la extensión y las posibilidades de ese movimiento, se produce una impresión falsa y compleja según la cual parece, por una parte, que el sistema funcionará completamente independiente de los individuos y, por la otra, que los actos y el comportamiento concreto de cada individuo nada tuvieran que ver con la existencia y la marcha del sistema.
El desprecio romántico del sistema olvida que el problema del hombre, de su libertad y su moralidad es siempre función del hombre y del sistema. El hombre existe siempre en el sistema y, como forma parte de él, tiende a reducirse a algunas funciones o formas determinadas. Pero el hombre también es algo más que el sistema efectivo. La existencia del hombre concreto se sitúa en la extensión entre la imposibilidad de ser reducido a un sistema y la posibilidad histórica de superación –de transcendencia del sistema–, y la integración efectiva y el funcionamiento práctico en el sistema de las circunstancias y relaciones históricas.
La crítica materialista es una confrontación de lo que el hombre, como individuo en tal o cual sistema, puede y debe hacer y realmente hace, y los actos que le son prescritos, o la interpretación de sus actos mediante códigos de moral. En este sentido, hay que reconocer que la opinión según la cual la moral de la sociedad moderna ha anclado en la economía, comprendida no en el sentido vulgar de factor económico sino en el sentido de sistema histórico de la producción y reproducción de riqueza social, es completamente correcta. Cierto código moral afirma que el hombre es bueno por naturaleza y que las relaciones humanas se basan en una confianza mutua; pero el sistema de las relaciones reales entre los hombres, anclado en tal o cual modelo de la economía, de la vida política o pública, está por el contrario basado en la desconfianza para con los hombres y sólo puede sobrevivir gracias al hecho de que exalta los malos aspectos del carácter humano.
En esta contradicción entre moral y economía pensaba Marx al revelar las causas del carácter fragmentario y de la simplificación del hombre en la sociedad capitalista: «Todo esto se basa en la esencia de la alienación: cada esfera me aplica una norma diferente y contraria y la moral me aplica otra, pues cada una de ellas retiene una esfera particular de la actividad esencial alienada, está en una relación de alienación con otra alienación». [1] Como la moral por una parte y la economía por la otra le imponen al hombre diferentes exigencias; como una de las esferas le pide al hombre que sea bueno y trate a sus semejantes como tales mientras la otra le obliga a tratarlos como competidores y potenciales enemigos suyos en la carrera tras la obtención de ventajas económicas, en los esfuerzos por asegurarse una posición social y en la lucha por el poder, la vida real del hombre transcurre en una serie de situaciones-conflictos, y el hombre adquiere, a raíz de la solución de cada una de ellas, otro aspecto y otra significación: tan pronto es un cobarde como un héroe, igual se presenta como un hipócrita que como un sencillo idealista, lo mismo es un egoísta como un filántropo, etc.
Desde Rousseau, a la cultura europea se le ha venido imponiendo de modo constante una pregunta: ¿por qué los hombres no son felices en el mundo moderno? ¿Tiene esta pregunta también un sentido para el marxismo y tiene alguna relación con la vinculación entre economía y moral? Reviste una importancia primordial para todas las corrientes filosóficas y culturales que reconocen, de una manera u otra, una conexión entre la existencia del hombre y la creación y determinación de los sentidos, lo cual se aplica en una medida suprema al marxismo, que concibe la historia como una humanización del mundo, o como la inscripción de las significaciones humanas en los materiales de la naturaleza.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Porque son esclavos del amor propio, responde Rousseau. Porque son vanidosos, responde Stendhal. ¿Cómo ha de responder el marxismo? ¿Atribuirá toda la responsabilidad a la miseria y a la insuficiencia material? [2] Así es como razonan el sociologismo y el economismo vulgares, que no han comprendido la significación filosófica de la práctica y que en vano procuran una auténtica mediación entre la economía y la moral. La miseria, la insuficiencia material y la explotación, aun correctamente subrayadas, pierden, si se las simplifica, su lugar real en el mundo moderno, pues se las separa de su estructura general.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Esta pregunta no significa que la desgracia golpee a los hombres y que hechos fortuitos como una enfermedad, la pérdida de un ser querido, una muerte prematura, etc., obstaculicen el desenvolvimiento normal de su vida; tampoco significa la ilusión romántica según la cual el hombre moderno ha perdido un tesoro que en las épocas anteriores ya poseía.
En esta pregunta se comprueba una contradicción histórica entre la verdad y la infelicidad: aquel que conoce la verdad y ve la realidad tal cual es no puede ser feliz en el mundo moderno; aquel que es feliz en el mundo moderno no conoce la verdad y mira la realidad a través del prisma de las convenciones y las mentiras. Esta es la antinomia que debe resolver la praxis.
La «vanidad» de Stendhal y el «amor propio» de Rousseau copian del natural la mecánica de los actos y el comportamiento del hombre moderno impulsado de una cosa a otra, de un placer a otro; por una insaciabilidad absoluta que transforma a los hombres, las cosas, los valores y el tiempo en simples puntos transitorios o en estados provisionales desnudos de sentido interior propio y cuyo único sentido reside en el hecho de que efectúan una remisión por detrás o por encima de ellos. Cada cosa no es más que un simple impulso o un simple pretexto de transición hacia una cosa siguiente y distinta, de modo que el hombre se convierte en un ser acosado por un deseo nunca satisfecho. Pero tampoco este deseo es original, porque nace, no de una relación espontánea con las cosas y los hombres, sino de una comparación y una confrontación en acecho que ayuda al hombre a medirse a través de los otros y a medir a los otros a través de sí mismo.
No obstante, todo lo que en el campo del comportamiento y de los actos de los hombres aparece como motivación existe en el mundo objetivo como una «ley de la cosa». El deseo de beneficio, que aparece en la conciencia del capitalista como el motivo de sus actos es la interiorización del proceso valorizador del capital.
¿Por qué los hombres son desventurados en el mundo moderno? Rousseau y Stendhal responden en la categoría de la psicología. Marx responde por la descripción de un sistema en el que la vanidad, el amor propio, el deseo metafísico, el resentimiento, el tumulto y la vida, la transformación del bien supremo en fantasma y la promoción del fantasma al grado de bien supremo nacen, al igual que la interiorización, de la estructura económica. La transformación de todos los valores en simples puntos transitorios de una carrera general y absoluta a otros valores, que tiene por consecuencia el vacío de la vida, la degeneración de la idea de que la felicidad se hace con la comodidad y que la razón se hace con la manipulación racional de las cosas y los hombres; esta atmósfera cotidiana de la vida moderna, digo, que trastoca el medio en fin y el fin en medio, cala en la estructura económica expresada en la sencilla fórmula: dinero-mercancías-más dinero.
Si el mundo moderno donde surge la pregunta de por qué no es feliz el hombre está formulado con la frase «Comparación en lugar de verdadera comunidad» (Vergleichung ar der Stelle der wirklichen Gemeinschaftlichkeit) [3], la práctica histórica debe transformar la estructura de este mundo para que pueda ser formulado así: «La comunidad verdadera en lugar de comparación» (Die wirkliche Gemeinschaftlichkeit an der Stelle der Vergleighung).
En la vida cotidiana, la verdad existe al lado de la mentira y el bien al lado del mal. Para que en este mundo pueda nacer una moral hay que distinguir entre el bien y el mal, situar al bien por oposición al mal y viceversa. El hombre efectúa esta distinción en sus actos, y si su actividad la cumple el hombre se encuentra en el nivel de la vida moral. Mientras la vida humana se desenvuelva en el claroscuro del bien y el mal, es decir, en su no distinción, donde el bien y el mal se mezclan en una mala totalidad, ha de ser una vida al margen de la moral, una existencia jenseits von Gut und Böse. Esta dimensión en el sentido de dominio, surgida de la vida en la que el hombre efectúa su trabajo, asume tareas públicas y privadas sin distinguir entre el bien y el mal y puede describirse en forma adecuada con las expresiones: vida ordenada, obediencia, aplicación, contracción al trabajo, etc. Sólo cuando se descuida este hecho cabe el asombro de que algunas personas anständig y tüchtig en el seno de su familia, de su profesión civil y de su comuna puedan convertirse en criminales apenas salen de esta esfera y actúan fuera de ella.
El comportamiento moral consiste en la distinción entre el bien y el mal. ¿Supone un conocimiento del bien y el mal? ¿O bien su toma de conciencia y su distinción solo se adquieren en el acto y el comportamiento? ¿Será que la moralidad comienza por las buenas intenciones, la conciencia propia, la moralidad del alma? ¿O bien sólo se constituye en los resultados del comportamiento, en sus frutos y consecuencias?
El Alma Bella encarna una parte de esa antinomia. Como el Alma Bella teme las consecuencias de sus posibles actos y quiere evitarlas, es decir, como se niega a hacer mal a otros y a sí, se recoge en sí misma y sus únicos actos son la actividad interior, la de la conciencia. También la conciencia sabe que es virtuosa porque a nadie le ha hecho mal. De ahí, se cree autorizada para juzgar, según su criterio, todo cuanto está a su alrededor, es decir, para evaluar el mundo desde el punto de vista de la buena conciencia. El Alma Bella no ha hecho mal alguno porque no ha actuado. Y porque no ha actuado ni actúa, sufre el mal y observa el mal. Su actitud de conciencia propia es una observación pasiva del mal.
El Comisario es la antítesis del Alma Bella. Critica la buena conciencia de ésta como si fuera una hipocresía, a sabiendas de que toda acción está a merced de leyes que transforman lo necesario en fortuito, y a la inversa, de suerte que toda piedra que uno deja caer de la mano se convierte en la piedra del diablo. El Comisario tiene por principio la actividad y la represión del mal. Como en el mundo el mal existe, ve en ello una ocasión de imponer sus esfuerzos reformadores. Por el hecho de ver que los hombres se transforman, sin que en esta metamorfosis evolucione también él, se cierra, en el ciclo de su actividad, en el prejuicio de que ésta es tanto más llena de éxito cuanto más pasivo es el objeto de su transformación. La actividad del Comisario implica, pues, la pasividad de los hombres, y una pasividad así producida se convierte, por fin, en una condición de la existencia y de la justificación del sentido de su acción. Las intenciones reformadoras se convierten en práctica deformadora. Por algunos de sus rasgos, el Comisario recuerda al revolucionario, pero no es sino un parecido aparente. Esta conexión, por mucho que exista en efecto, más bien se alinea en el orden de la génesis de ese tipo de actividad, porque bajo esa relación con el Comisario se encuentra en una etapa que va de lo revolucionario a lo burocrático.
Es importante la descripción de este tipo de actividad, porque arroja luz sobre el mecanismo del proceso en el que la unidad dialéctica se disgrega en antinomias. Desde ahora hemos de volver a ocuparnos de este proceso. Es oportuno recordar su existencia. En lugar de una práctica revolucionaria, en la que los hombres cambian las circunstancias y los educadores sean educados, sobreviene la antigua antinomia de las relaciones y de los hombres, hallándose entonces éstos distribuidos en dos grupos fijos, radicalmente separados, uno de los cuales «se eleva por encima de la sociedad» –como dice Marx en la tercera tesis sobre Feuerbach– y encarna la razón y la conciencia de ésta.
La antítesis del Alma Bella y el Comisario expresa la antinomia del moralismo y el utilitarismo. Para distinguir al bien del mal, la voz de la conciencia representa una instancia decisiva para el moralismo, en tanto que para el realismo utilitaristas es el juicio de la historia. En esta antinomia y en este aislamiento mutuo, ambas instancias son muy problemáticas. ¿Cómo he de saber que la voz de mi conciencia no es falsa y cómo podré, en el marco de mi conciencia, verificar su autenticidad? ¿Soy capaz, en el marco de mi conciencia, de juzgar si esa voz es en realidad la mía y si no es una voz extraña que habla en nombre de mi yo y utiliza mi fuero interno como instrumento? ¿O bien la instancia suprema la constituye el juicio de la historia? ¿Pero es que las tendencias de este tribunal no son tan problemáticas como la voz de la conciencia? Siempre el juicio de la historia llega post festum. Puede juzgar y dictar sentencia pero no puede remediar un error. Ante el tribunal de la historia se pueden condenar los actos cometidos, como crímenes y perjuicios, pero el tribunal no devuelve la vida a sus víctimas, no les alivia a éstas la pena que sintieron antes de morir. Tampoco el juicio de la historia es un juicio definitivo. Cada fase de la historia posee su tribunal, cuyos veredictos quedan librados a las revisiones de las siguientes etapas históricas. Una sentencia absoluta de un tribunal histórico puede ser relativizada por el paso siguiente de la historia. El juicio de la historia no tiene la autoridad del juicio final de la teología cristiana y, sobre todo, no tiene el carácter definitivo e irrevocable de éste.
El juicio final es uno de los elementos que confieren a la moral cristiana un carácter absoluto y la defienden contra el relativismo. Dios es el segundo elemento de su carácter absoluto. Una vez que la idea teológica del juicio final se transforma en idea secularizada del fin de la historia – que la crítica denunciará más tarde como una capitulación indirecta de la filosofía ante la teología – y una vez que se comprueba que «Dios ha muerto», der Gott ist tot, los soportes fundamentales de la conciencia moral absoluta se hunden y el relativismo moral triunfa.
En las relaciones mutuas entre los hombres y en la relación del hombre con el hombre, el Dios cristiano desempeña el papel de mediador absoluto. Dios es un mediador que hace de otro hombre mi prójimo. ¿Significará, pues, la desaparición de Dios el fin de la relación mediatizada entre los hombres y la instauración de relaciones inmediatas entre los hombres? Si Dios ha muerto y al hombre todo le está permitido, ¿se basan las relaciones de los hombres en un contacto directo en el que se manifiestan y realizan su carácter y su naturaleza verdaderos? Es evidente que mientras no exista interpretación materialista alguna de la frase «Dios ha muerto» y no haya explicación materialista alguna de la historia de esta muerte, seremos presa de vulgares malentendidos y de mistificaciones idealistas. Dios es el mediador metafísico entre los hombres. La abolición o desaparición de esta forma metafísica no destruye de modo automático la mediación o la metafísica. La mediación metafísica puede ser reemplazada por una mediación física, que también se torna metafísica, trátese, en los tiempos modernos, de violencia bajo su forma aparente o encubierta, como mediación absoluta de las relaciones entre los hombres (el Estado, el terror), o de sociedad, como realidad divinizada que se ha liberado de sus miembros, esto es, de los individuos concretos, y les prescribe el gusto, la distribución y el ritmo de la vida, la moral, los actos, etc.
III
La idea cristiana de Dios y del juicio final le confiere a todo acto un carácter definitivo y unívoco y así todo acto se alinea, ya junto al mal, ya junto al bien, puesto que existe un juicio absoluto que efectúa esta diferenciación, y todo acto tiene trato directo con la eternidad, es decir, con el juicio final. Con el hundimiento de estas ideas también desaparece el mundo de lo unívoco, para ser reemplazado por el mundo de la ambigüedad. Como la historia no termina y tampoco concluye en una culminación apocalíptica, sino que siempre queda abierta a nuevas posibilidades, los actos del hombre pierden su carácter unívoco. La no conclusión de la historia, que hace que ningún acto sea definitivamente agotado por sus consecuencias inmediatas, es una antítesis del deseo del espíritu humano de actuar en forma unívoca. La ambigüedad de un hecho, que se abre para todo acto como una posibilidad del bien y del mal y que fuerza a los hombres a la libertad, entra en conflicto con el deseo metafísico del hombre de que la victoria del bien sobre el mal sea asegurada, es decir, confiada a un poder que supere la actividad y la razón de un hombre individual. Pero como la victoria del bien y la equidad no está absolutamente asegurada en la historia y el hombre no puede, en ningún fenómeno del universo, leer una seguridad justificada del triunfo del bien sobre el mal, el deseo metafísico sólo pueda satisfacerse al margen del marco del razonamiento y de los argumentos racionales, esto es, por la fe. Pero como la fe en Dios es, en la época contemporánea, una supervivencia, se la reemplaza por la fe en un sucedáneo metafísico: el porvenir.
Pero la fe en el porvenir reviste el carácter de una ilusión metafísica.
Cuando la dialéctica denunció las contradicciones de la realidad moderna y representó a ésta como un gigantesco sistema de contradicciones, pareció que sentía miedo de su valentía, y, a sabiendas de que no traía de la mano los medios para resolver aquéllas y que no debía, a ningún precio, sucumbir al escepticismo irónico, confió la solución al porvenir. En este sentido, el porvenir es un decreto que confirma la victoria del bien sobre el mal; o, para decirlo de otro modo, la victoria del bien sobre el mal se cumple con ayuda del decreto del porvenir. Y parece que cuanto menos capaz es cada época de resolver realmente los problemas y contradicciones reales, con más asiduidad entrega la solución de éstos al porvenir. La fe metafísica en el porvenir desprecia al presente, lo priva de una auténtica significación como realidad única del individuo empírico, lo rebaja a un simple elemento provisorio o una simple función de un hecho no cumplido aún. No obstante, si se formula toda la significación en un mundo que aún no existe, y el mundo que existe –que para el individuo realmente existente es el único mundo real– es privado de su propia significación y admitido sólo en su relación funcional con el porvenir, de nuevo chocamos con la antinomia del mundo real y el mundo ficticio.
El porvenir, como decreto mitológico de la verdad y del bien en el qué se busca refugio frente a un escepticismo pesimista, también confiesa ser un escepticismo, porque degrada al mundo empírico real del hombre a un simple mundo de ficción y sólo impone el mundo auténtico real allí donde termina la experiencia y la autoridad de los individuos empíricos.
El optimismo oficial, como función relativa del mal contemporáneo existente en su relación con el bien absoluto inexistente del porvenir, es un pesimismo oculto, hipócrita. Transfiéranse los valores supremos a un porvenir que el individuo empírico no puede experimentar, o compréndaselos en el mundo ideal de la trascendencia, de todos modos se priva al hombre de la libertad y del poder de realizar él mismo y ahora mismo esos valores. La imposibilidad de realizar los valores supremos en el mundo empírico de los hombres concluye, necesariamente, en la forma extrema del escepticismo: el nihilismo. En un mundo donde los valores supremos se han volatilizado, o con respecto al cual estos existen como un dominio irrealizable de ideales; en semejante mundo hasta la vida del hombre está desprovista de sentido y las relaciones mutuas entre los hombres se constituyen como una indiferencia absoluta. En un mundo donde los actos de cada individuo no están sustancialmente ligados a la posibilidad de realizar el bien, las prescripciones de la moral se convierten en una hipocresía y el individuo evalúa la unidad de sí y del bien en sus actos en forma de un conflicto trágico y como tragedia.
La dialéctica puede justificar la moral si también ella es moral. La moral de la dialéctica se comprende en la perseverancia que en su proceso destructivo y totalizador, no se detiene ante nada ni nadie. La índole o la extensión de las esferas que la dialéctica deja fuera de este proceso corresponden al grado de su inconsecuencia y de su amoralidad.
Por lo que atañe a nuestro problema, hay que acentuar tres aspectos fundamentales del proceso dialéctico destructivo y totalizador. La dialéctica es, en primer lugar, una destrucción de lo pseudoconcreto en la que se disuelven todas las formaciones fijadas y divinizadas del mundo material y espiritual, reveladas como creaciones históricas y formas de la práctica humana.
En segundo lugar, la dialéctica es una revelación de las contradicciones de las cosas mismas, es decir, una actividad que las muestra y las describe en lugar de ocultarlas.
En tercer lugar, la dialéctica es la expresión del movimiento de la práctica humana, que puede caracterizarse en la terminología de la filosofía clásica alemana como la vivificación y el rejuvenecimiento (Verjüngen), formando estos conceptos la antítesis de la atomización y de la mortificación, o, en la terminología moderna, como la totalización.
Las contradicciones de la realidad de la sociedad humana se transforman en antinomias fijadas si están desprovistas de la fuerza de unificación que constituye la práctica humana con totalización o vivificación. Las antinomias fijadas son hechos históricos reales, o, con más exactitud, formaciones de la práctica humana históricamente existente, y la verdadera dialéctica comienza allí donde se revela o se realiza de modo práctico la transición de las antinomias fijadas a la unidad dialéctica de las antítesis o la desagregación de la unidad dialéctica en antinomias fijadas. La dialéctica materialista postula la unidad de lo que pertenece a las clases y a toda la humanidad por la teoría y, sobre todo, por la práctica del marxismo. Pero el proceso histórico real se cumple de manera que esta unidad está, ora en vías de constitución mediante la totalización de las antinomias, ora, al contrario, en vías de desagregación en polos aislados y opuestos. Si se aísla lo que pertenece a las clases con relación a lo que pertenece a toda la humanidad, se concluye en el sectarismo y en la deformación burocrática del socialismo, en el aislamiento de lo que pertenece a toda la humanidad con respecto a lo que pertenece a las clases; se desemboca en el oportunismo y en la deformación reformista del socialismo. En un caso, la desunión produce un amoralismo brutal; en el otro, un moralismo impotente. En aquél, implica una deformación burocrática de la realidad; en éste, la capitulación frente a una realidad deformada.
Naturalmente existe una diferencia entre la realización de la unidad dialéctica de lo que pertenece a las clases y a toda la humanidad en el pensamiento y la realización de la unidad en la vida real. En el primer caso, se trata de un trabajo teórico que exige un esfuerzo intelectual; en el segundo, de un proceso histórico que se efectúa con sudor y sangre, con rodeos y hechos fortuitos. Pero la relación entre la teoría y la práctica es, en este caso, una relación entre las tareas reconocidas como posibilidades del progreso humano y la posibilidad, capacidad e ineluctabilidad de su solución.
Como la dialéctica no revela las contradicciones de la realidad humana para capitular frente a ellas y considerarlas como antinomias en las que el individuo ha de ser eternamente aplastado, y como tampoco es una falsa totalización que deja al porvenir la solución de las contradicciones, el problema central que se plantea es el de la conexión entre la conciencia de las contradicciones y la posibilidad de resolver éstas. Pero mientras la práctica sea considerada como un practicismo, como una manipulación de los hombres o una simple relación técnica con la naturaleza, el problema seguirá siendo insoluble, porque una práctica alienada y divinizada no es una totalización y vivificación y, en este sentido, la creación histórica de la «bella totalidad», sino una atomización y una mortificación que produce, de manera necesaria, las antinomias fijadas de la eficiencia y la moral, de la utilidad y la autenticidad, de los medios y los fines, de la verdad del individuo y las exigencias del conjunto, etc. El problema de la moral se convierte así en un asunto de relación entre la práctica divinizada y humanizante, entre la práctica fetichista y la práctica revolucionaria.
[*] Texto que recoge una intervención de Kosík en la Convención sobre "Moral y sociedad" organizada por el Instituto Gramsci en Roma (22-26 de mayo de 1964), y que apareció como "La dialettica della morale e la morale della dialettica" en Critica marxista, mayo/junio de 1964.
La presente traducción, de Hugo Acevedo, se publicó en el El hombre nuevo en Ediciones Roca, S.A., Barcelona. 1969. Págs. 85-102.
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[1] C. Marx, Manuscrits de 1844, Ed. Sociales, París. 1962. Pág. 104.
[2] R. Girard, Mensogne romantique et verité romanesque. París, 1961.
[3] C. Marx, Grundrisse. Pág. 79.
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