viernes, 9 de agosto de 2019

La ciudad y lo poético (1993)




La ciudad y lo poético

Karel Kosík [*]


La viuda del gran poeta ruso Ossip Mandelstam, muerto en un campo de concentración, escribió un libro de memorias sobre su marido, en el que los acontecimientos y los hechos giran alrededor de una metáfora sorprendente: el poeta y el soberano luchan por la ciudad; el déspota expulsa al poeta de la ciudad, y éste intenta siempre regresar, hasta que finalmente, tras una serie de conflictos, el poeta es expulsado definitivamente de la ciudad y perece lejos de ella, en esta estepa.

Se plantea una pregunta: ¿no nos revela esta metáfora una característica del destino de la ciudad moderna? ¿El destino de la ciudad moderna no es eliminar lo poético? Esta metáfora que caracteriza la ciudad en la época moderna plantea tres cuestiones fundamentales: primera, ¿qué es lo poético, cómo debemos caracterizarlo; lo poético que está a punto de desaparecer de las ciudades modernas o que es desterrado y expulsado de ellas?; segunda, ¿en qué se convertirán las ciudades y cómo cambiarán si lo poético ya no encuentra acomodo en ellas?; tercera, ¿cómo caracterizar al poder y a la fuerza, o incluso al soberano que expulsa lo poético de la ciudad?

Uno

Lo poético que desaparece de las ciudades modernas abarca tres elementos: lo bello, lo sublime y lo íntimo.

Los pintores holandeses del siglo XVII nos han mostrado en detalle lo íntimo de sus naturalezas muertas. Los objetos de uso cotidiano, las cosas simples y aparentemente triviales —el vaso, la pipa, el plato, el limón cortado, los pedazos de pan, el jarro—, todos esos objetos habituales y utilizados por la gente sin dedicarles una reflexión o atención particular, reviven súbitamente en las telas de los pintores adoptando otra forma de vida, y muestran su lado oculto, producen un efecto mágico y nos cultivan por su desacostumbrada belleza. El nombre no nos lleva a error, esas cosas no están muertas, y la expresión alemana Still-leben (“vida tranquila”) refleja mejor la realidad: esas cosas banales se presentan en todo su esplendor, se diría que es solamente durante ese momento en el que descansan tras haber sido desechadas y permanecen al abrigo de los murmullos de las conversaciones y de las labores humanas, abandonadas a sí mismas, cuando se desvela su relación íntima con las personas; y éstas, rodeadas por esos objetos, viven gracias a ellas en un medio encantado y encantador que despierta alegría y placer.

El hombre del siglo XX pierde esta relación íntima con las cosas por dos razones: por un lado el ritmo de la vida se ha acelerado, la prisa y la precipitación empujan a las personas y no les permiten detenerse ni demorarse, ni guardar una admiración continua por las cosas que les rodean. La prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua, ni tampoco con las cosas: en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas. Por otro lado, la gente de nuestro tiempo no está rodeada por cosas íntimas, pues la relación íntima sólo puede establecerse si el número de cosas es limitado y las cosas muy distintas. La modernidad, por el contrario, vomita cantidades inauditas de objetos, de productos prefabricados, de información y, en consecuencia, el hombre no está rodeado por cosas agradables y próximas, sino que es invadido y devorado por una cantidad innumerable de cosas (informaciones, goces). Las cosas no rodean al hombre, sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que desaparece rápidamente. Todos los días se fabrican multitud de cosas que tarde o temprano se convierten en desechos, las cosas se producen con rapidez y con la misma prisa y celeridad son usadas y reemplazadas por otras nuevas y acaban en la basura. Me parece característico que, tras la Segunda Guerra mundial, cuando el pintor quería expresar el encanto y el secreto de las cosas de la vida cotidiana, recurriera a objetos corrientes degradados por la evolución técnica moderna que los relega o a una posición marginal o al museo: la bicicleta, el arado, la barca (Georges Braque). Estos objetos del artista destilan confidencialidad e intimidad, pero también nostalgia por un pasado perdido e ido a partes iguales.

Y dado que la ciudad moderna es fábrica, aljibe y depósito de esta incesante oleada de cosas breves que aparecen y desaparecen súbitamente, este hecho desencadena consecuencias sobre el perfil y la atmósfera de la ciudad: presa de la afluencia precipitada de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y la confidencialidad, su ambiente está cada vez más determinado por la extrañeza y por la indiferencia sin encanto ni misterio.

Dos

Antes de la Primera Guerra mundial, el escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal, durante su estancia en Grecia, describió su encuentro con las esculturas antiguas del siglo VI antes de Cristo en Augenblicke in Griechenland. Citaré un amplio pasaje de este texto que constituye una introducción penetrante a lo sublime y revela lo que supone para el hombre toparse con lo sublime (das Erhabene).

Hofmannsthal entró en la sala de un museo en el que cinco estatuas femeninas vestidas con largos ropajes (Gewänder) estaban dispuestas en semicírculo. El poeta prosigue: “En ese momento, algo se apoderó de mí: un terror sin nombre que no procedía del exterior, sino de una remota sima; era como un flechazo… los ojos de las estatuas estaban fijos en mí y sus rostros reflejaban una sonrisa desconocida… estaban ante mí extrañas, pesadas, petrificadas, con los ojos oblicuos… Son de tamaño enorme, esculpidas de una forma entre animal y divina, con formas pesadas. Sus semblantes son extraños, los labios apretados, las cejas dignas, las mejillas poderosas, el mentón revela vitalidad. ¿Son siempre los suyos rostros humanos? Nada de ellos me recuerda el mundo en el que vivo y respiro. ¿No estoy quizá ante algo que me resulta del todo extraño? ¿Acaso el horror eterno al caos no mira a través del rostro de estas jóvenes?... Sus cuerpos se alzan sobre unas piernas extraordinarias y vigorosas. Su aspecto festivo no tiene la menor traza de simulación.”

¿Quiénes son estas estatuas?, pregunta el poeta austriaco, y prosigue: “Estos cuerpos, respondo con la seguridad del sonámbulo, albergan el misterio de lo infinito. Aquel que estuviera a su altura debería afrontarlos de otro modo que con los ojos, más respetuosa y audazmente. Y sus ojos deberían ordenarle mirar, mirar y después agacharse y caer ante ellos como un vencido”.

Quisiera resaltar dos cosas en este texto del poeta: Hofmannsthal describe su impresión y su experiencia del encuentro con lo sublime precisando al mismo tiempo qué es lo sublime. El encuentro con lo sublime arranca al hombre de las relaciones cotidianas y ordinarias para transportarlo a un mundo radicalmente distinto, desconocido, misterioso. Aquel a quien le ha sido dado aproximarse a lo sublime y percibirlo se siente poseído por el asombro y el horror, contempla lo sublime pero no soporta la carga de esa mirada y cae de rodillas, vencido por la fuerza misteriosa de lo sublime, pero vencido de tal manera que a pesar de estar hundido se remonta hacia lo alto, se siente atraído por lo sublime y transportado hacia las alturas. No puedo evitar recordar y subrayar la trascendencia de la frase de Hofmannsthal: los cuerpos de piedra de estas mujeres albergan el “misterio de lo infinito”, y el que las contempla soporta, en cuanto ser finito, lo infinito.

He considerado necesario y útil citar este amplio pasaje del escritor austriaco, redactado en 1908, que expresa de forma sugestiva e inteligible el fenómeno de lo sublime. Se trata del mismo fenómeno descrito por Kant, el filósofo alemán, de una manera tan reveladora y genial, pero en una prosa filosófica y, por tanto, poco comprensible. No puedo evitar una observación sobre los vínculos históricos. En 1756 el inglés Edmund Burke publicó su célebre obra sobre lo sublime y sobre lo bello (A Philosophical Inquiry into The Origin of our Ideas on the Sublime and Beautiful) en la que no sólo deslinda lo bello y lo sublime, sino que opone ambos por tratarse de ámbitos diferentes. Kant, Schiller y Hegel fueron los primeros en extraer conclusiones filosóficas de esta distinción revolucionaria: mientras lo bello nos vincula siempre al mundo sensible, lo sublime representa una conmoción repentina que nos libera de la tela de araña de la realidad, nos hace trascender nuestra torpeza y nuestro carácter efímero para tocar, en tanto que entes finitos, lo infinito. La experiencia de lo sublime tiene una estructura extraordinaria, es un acontecimiento que se inicia con la sorpresa, con el horror, con el dolor, con el miedo, seguidos por una segunda fase caracterizada por el alivio, la alegría, la elevación. Durante el encuentro con lo sublime, el hombre experimenta primero miedo y horror, pero ambos, el miedo y el horror, lo impulsan hacia lo alto, con lo que lo sublime se revela como un poder que libera al hombre y lo eleva. Al experimentar lo sublime, el hombre no queda aprisionado en el sentimiento miento de horror y espectacularidad que lo arrastraría continuamente hacia abajo, hacia el espíritu prosaico, sino que es proyectado por aquéllos hacia las alturas. Kant precisa que el sentimiento de lo sublime tiene una estructura similar al sentimiento moral del respeto (die Achtung) si yo manifiesto respeto hacia la ley moral, me someto a ella, y en la relación con esta ley, soy la persona que actúa con la preocupación de no violar la ley, lo mismo que actúa el que se preocupa por la vida de otro: sin embargo, al someterse a la ley, el hombre se libera. El hombre que presta oídos a la ley moral y se somete a ella, se convierte en un hombre libre, su sumisión se transforma en elevación y en liberación. Esta particular vinculación entre sumisión, dependencia, miedo, horror, sorpresa y liberación, despegue, alivio y elevación, genera la estructura de lo sublime, así como del respeto y de la dignidad.

Hegel añade dos observaciones a los análisis de lo sublime efectuados por Kant. La primera relativa a la definición. Lo sublime, dice Hegel, es ante todo un intento de expresar lo infinito. Y como lo infinito carece de los rasgos de la materia y no puede ser comparado con ésta, lo infinito permanece inexpresable en su infinitud, rebelde a cualquier intento de expresarlo por medio de lo finito. Por esta razón, nosotros, en rigor, no podemos considerar los fenómenos naturales, las montañas, el mar, el ocaso del sol, o las obras humanas como las esculturas, los templos o los monumentos fenómenos sublimes, pues lo sublime no es mensurable por acontecimientos u objetos finitos: lo sublime simplemente se proyecta, se trasluce a través de las formaciones naturales y de las creaciones humanas, pero no se incorpora ni se materializa en ellas. El hombre tiene el sentido de lo sublime, y este sentido lo incita a percibir las formaciones naturales como expresiones de lo sublime y lo capacita para crear obras por medio de las cuales intenta reflejar lo infinito.

Lo sublime no está primitivamente encarnado en el objeto externo a nosotros, sino que, por su esencia misma, es un movimiento que nos arranca de lo cotidiano y de lo banal, transforma nuestra dependencia hacia el sistema de necesidades materiales en deseo metafísico de verdad, de belleza, de bondad, de poeticidad. El poder de lo sublime no consiste en arrastrar al hombre hacia lo irreal, hacia el ámbito de una fantasía estéril, sino que reside en un respeto fecundo y frontal que hace al mundo habitable y lo protege contra la caída en lo prosaico. Lo sublime no desprecia los acontecimientos, sino que es un poder que libera a los seres del yugo de los estereotipos, de la esterilidad, de la imitación.

Esto nos lleva a examinar la segunda observación de Hegel, referente a la cuestión de saber si todas las personas y todas las épocas han tenido el sentido de lo sublime. Ejemplos clásicos de lo sublime, escribe Hegel, nos los proporcionan los amos del Antiguo Testamento. Admiramos en ellos la idea capaz de proyectarnos hacia lo alto. Los antiguos griegos manifestaron su sentido de lo sublime, y así lo atestiguan los coros y las catedrales. Pero el sentido de lo sublime, ¿está presente en nuestra época? He aquí la cuestión clave.

La época que carece de sentido de lo sublime pierde también la vía de acceso a lo infinito y, para enmascarar esta pérdida, propone una sucesión continua, interminable y embrollada de promesas y de metas finitas, de objetos y de productos prefabricados finitos, de informaciones y de historias finitas. La ausencia de lo infinito es reemplazada por la exuberancia y la eclosión del falso infinito, de una gran cantidad de finales provisionales y superficiales. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre sucumbe a lo finito y a la futilidad, y se convierte en su rehén. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre pierde el poder capaz de liberarlo del embrollo de la trivialidad y del prosaísmo, de las metas y fines puramente pragmáticos.

Lo sublime, del que al principio de esta exposición afirmaba que constituye lo poético junto con lo bello y lo confidencial, desaparece de las ciudades modernas de un modo extraño. No es erradicado por la fuerza, no es expulsado fuera de las ciudades por la fuerza de las armas, sino que desaparece de otra forma: en una confusión de la que muy pocos son conscientes. Las construcciones del siglo XX no son el rasgo o expresión de lo sublime, sino una prueba y un testimonio visible de la condescendencia, es decir de la arrogancia del hombre moderno. En la construcción de las ciudades, lo sublime liberador es reemplazado por su propio sucedáneo, por un remedo de sí mismo, es decir, por lo grandioso que maniata y engaña. La ciudad moderna está dominada por lo imponente y por lo colosal. Cuando la prisa y la precipitación lo dominan todo y dirigen el ritmo de la vida, las personas no tienen tiempo de detenerse, el tiempo y el espacio ya no existen para lo sublime. La prisa y lo sublime se excluyen.

El asombro que se apodera del hombre tras su encuentro con lo sublime, que le corta la respiración y lo deja clavado en el sitio, es algo completamente distinto al horror glacial de lo grandioso, de lo imponente, de lo colosal que devora al hombre, le priva de la reflexión crítica y de la distancia para instalarlo en el proceso inexorable de la prisa en el que se precipitan sin interrupción montones de gente, montones de cosas, montones de informaciones, montones de eslóganes, montones de goces.

¿Qué sucederá si la banalidad y la ordinariez, el funcionamiento cotidiano que proporciona a la gente no sólo todo lo que es útil, sino también lo abundante y lo inútil, si la banalidad y la ordinariez se alzan y se materializan en las imponentes construcciones de las ciudades modernas, y en esta imponente grandiosidad y “belleza” que ofrecen la ilusión de lo sublime? ¿Qué sucederá si la banalidad se eleva por encima de todo y, como una arrogancia (superbia) moderna, reemplaza a lo sublime, adopta su aspecto y reclama honores y reconocimiento? En ese momento, cuando lo verdaderamente sublime desaparece en las ciudades y es reemplazado por formas altaneras masivas, por la arrogancia de la banalidad, se produce una confusión fatal.

¿Cuál es la forma normal, habitual, de erradicar lo poético de las ciudades modernas para sustituirlo por lo no-poético y por lo antipoético? La forma usual y más extendida de privar a las ciudades de lo poético es la metamorfosis humillante y degradante: lo bello es reemplazado por lo bonito y por lo grato, lo sublime por lo imponente, la intimidad de las cosas por la agresividad.

Lo poético, que es erradicado de muchas maneras de las ciudades modernas, no es una decoración exterior que vendría después a embellecer la prosa de lo real. Lo poético es un poder sintetizante y conectivo, y cuando es erradicado, la comunidad, el municipio (polis) se desintegran y la degradación se convierte en la medida dominante de todo: el municipio y la ciudad se degradan en un sistema grandioso y creciente de necesidades (System der Bedürfnisse). Cuando el sistema de necesidades se erige en dictador, la necesidad metafísica de lo poético, de lo verdadero, de lo sublime, se debilita o incluso desaparece y la vida de las personas se reduce y se agota en la persecución de objetos, disfrutes, informaciones, para asegurarse la comodidad y el lujo.

Si lo poético es erradicado de las ciudades y de la convivencia de sus habitantes, la alianza de lo finito y lo infinito se quiebra, los hombres pierden el acceso a lo infinito y quedan aprisionados en la agresividad ostentativa y trivial y en lo finito pragmático. Todo es invadido por la transformación patológica que degrada a las cosas y a la gente.

Tres

¿En qué se convertirán las ciudades si lo poético es erradicado de ellas y desaparece de sus muros? Si desaparece lo poético, la ciudad pierde al mismo tiempo la arquitectónica. La ciudad, privada de la arquitectónica, es una pura imitación o caricatura de sí misma: en realidad, se ha convertido en una anti-ciudad.

¿Qué es la arquitectónica? La idea y la acción arquitectónicas determinan lo esencial y lo secundario, definen la finalidad (telos) gracias a la cual se produce todo. La arquitectónica es una fuerza que no solamente diferencia lo esencial de lo secundario, sino que determina asimismo el lugar y lo define como el sentido de toda acción. La arquitectónica es una articulación y un ritmo de la realidad que reparten la vida entre el trabajo y el ocio, entre la guerra y la paz, entre las actividades necesarias y útiles por un lado y las sublimes, bellas por otro. La esencia misma de la arquitectónica es subordinar una cosa a la otra. Lo accidental existe gracias a lo esencial: la guerra para la paz, el trabajo para el ocio, las cosas útiles para las cosas bellas, como dice Aristóteles en La política (VII, 1333a).

La arquitectónica significa que las personas dan preferencia a algo en sus vidas, y únicamente si saben vivir la diferencia viven con dignidad. La arquitectura determina y prescribe que hay que trabajar y dirigir guerras, y sobre todo que es preferible la vida de paz y de ocio, que hay que hacer cosas necesarias y útiles, pero que hay que preferir los asuntos bellos en el sentido del término griego: es decir, bello en el sentido moral, noble, digno.

¿Qué sucederá si lo secundario, lo auxiliar, lo instrumental se sublevan contra el telos, contra el sentido, se apoderan del mando y domeñan a las actividades denominadas bellas por Aristóteles para ponerlas a su servicio? En ese momento, en el momento de esa conmoción, la arquitectura se derrumba, y la época sucumbe al saber y al acto antiarquitectónicos, es decir, a un caos tal que las personas dejan de distinguir entre alto y bajo, entre vanguardia y retaguardia. Así ha caracterizado Robert Musil al siglo XX en su obra El hombre sin atributos. Las ciudades modernas no son un testimonio y un símbolo de este derrumbamiento de la arquitectónica, y ésa es la razón de la crisis de las ciudades.

Sin embargo, el derrumbamiento y caída de la arquitectónica se manifiestan también de otra manera. Después de Aristóteles, es en la filosofía de Kant. pensador de la época moderna, donde la arquitectónica ocupa el papel clave. La parte final de su obra capital, Crítica de la razón pura, se titula “La arquitectónica de la razón pura”. Aquí la arquitectónica significa que nuestro conocimiento no puede ser un simple conglomerado de conocimientos, sino su unión sistemática e íntima. Y este conocimiento no debe ser rapsódico, inconexo y fragmentario, sino que debe generar la unión de las experiencias variadas y dirigidas por la idea. En su sentido primario, la arquitectónica de la razón significa que el hombre está determinado por una conexión interna y por la dependencia de un número finito de preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué me gusta?; y estas preguntas, tomadas en conjunto o por separado, no pueden reducirse a una unidad sistemática de conocimientos; quedan siempre, en cuanto preguntas, fuera del sistema y no pueden ser transferidas a él.

Esta vacilación y falta de claridad que caracterizan lo que entendemos por la arquitectónica, un sistema creciente, articulado del interior, permiten presagiar que la arquitectónica se identificará con este sistema, y perderá entonces su determinación primaria. Pues constituye también para la arquitectónica una forma de difuminarse y de transformarse en un sistema que se perfecciona y crece. En nuestra época, las ciudades ya no se crean, pero las creadas tiempo atrás se extienden, se amplían, invaden los espacios vacíos. Y cuando se crean ciudades nuevas sobre la tierra, ya no se trata del acto solemne y sagrado de antaño; se construyen según los planes de la razón técnica como aglomeración de edificios administrativos, industriales y culturales.

La razón únicamente es arquitectónica si procede sistemáticamente y se ejecuta como arte de sistemas, pero consciente de que su punto de partida estará constituido por la conexión íntima de las cuatro preguntas mencionadas arriba que son irreductibles a un saber sistemático. La arquitectónica de la razón es un conflicto productivo de la razón, máxime si ésta sabe que no debe sucumbir a su inclinación hacia el sistema hasta convertirlo en su única actividad. Por este motivo retorna siempre a las preguntas y a la interrogación como fuente de toda su actividad. En el momento en que las cuatro preguntas básicas dejan de inquietar a la razón y su única actividad es el sistema siempre creciente del saber, la razón pierde la arquitectónica y sólo la razón del sistema continúa funcionando, desprovista de la arquitectónica: la razón arquitectónica se reduce entonces a la razón sistemática y creadora de sistema.

La ciudad moderna vive como un sistema en funcionamiento: la ciudad vive funcionando. Las canalizaciones, la electricidad, la distribución del gas. la recogida de basuras, los transportes, funcionan. Si el funcionamiento de todos estos servicios mutuamente ligados se detiene. la ciudad deja de vivir, muere. El conflicto entre el soberano y lo poético se desarrolla en las ciudades actuales como un conflicto entre el funcionamiento que domina, ocupa la ciudad y arrastra a los habitantes de este funcionamiento, y lo poético que no funciona, que simplemente existe —y como rehúsa someterse a la dictadura del funcionamiento, retrocede y es erradicado de la ciudad, se refugia en los oasis y albergues esporádicos en los que sobrevive: en los museos, galerías, bibliotecas, teatros, pero carece de fuerza para atravesar la ciudad y dejar constancia de su presencia, que cada uno podría adivinar y que inspiraría las actividades de todos.

En los años veinte y treinta de este siglo, el dictador cuyo nombre todo el mundo conocía perseguía al gran poeta ruso Mandelstam. Logró lo que se proponía expulsándolo de Moscú, y luego enviándolo a morir en un campo de concentración. Pero, ¿cuál es el nombre del poderoso dictador que expulsa lo poético de las ciudades a lo largo y ancho de todo el planeta, impone a las ciudades lo prosaico, las transforma en sistemas de expansión y ayunos de la arquitectónica? ¿Sabemos el nombre del dictador que siempre detenta el poder? ¿O somos más bien incapaces de darle un nombre y nos sentimos impotentes para desenmascarar su existencia, e impulsados a atribuir la prolongada crisis de las ciudades a factores secundarios o fortuitos? La particularidad de este dictador que decide el destino de las ciudades modernas radica en que también ejerce su poder en los países democráticos, en los países con gran tradición democrática. Sin embargo, ninguna de las democracias ha hallado aún una defensa eficaz contra él, pues es más poderoso que todas las democracias juntas. ¿Proviene su fuerza del ocultamiento, del anonimato, o del hecho de que nosotros no hemos sido capaces, hasta hoy, de describirlo y de identificarlo?

Uno de los primeros en identificar a este dictador sin nombre fue Alexis de Tocqueville. Este aporta una prueba de su pensamiento crítico y persuasivo cuando dice: “El asunto es nuevo… Las antiguas palabras como despotismo y tiranía se han quedado cortas”. La opresión que amenaza a todas las democracias modernas no se parece a nada de lo anteriormente existente. Tocqueville subraya: “El fenómeno es nuevo, y por tanto es preciso intentar definirlo, dado que no puedo designarlo”. Este dictador moderno oculto y anónimo posee un poder extraordinario de “degradar a los hombres sin torturarlos”, y Tocqueville pergeña una imagen del futuro de las personas y de las democracias modernas: “Me imagino los nuevos perfiles que el despotismo moderno podría adoptar en el mundo: veo una multitud inconmensurable de hombres parecidos e iguales que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma”. Y el autor de Sobre la democracia en América añade: “Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga de garantizar sus goces y de velar por su destino. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y grato”.

En 1897, cuando se emprendieron en Praga las tareas de saneamiento y modernización, dos escritores checos, los hermanos Mrstik, publicaron una obra titulada sintomáticamente Bestia triumphans en la que demostraban que el progreso necesario para la reconstrucción, saneamiento y modernización de las ciudades implicaba la demolición de edificios feos, pero también de joyas arquitectónicas. En aquella época, hace cien años, los escritores parecían defender lo antiguo frente al progreso y frenar la modernidad en nombre del pasado vencido. Ahora bien, parece que gracias entre otros a ellos, Praga sigue siendo la joya de la arquitectura románica, gótica y barroca, y no ha sucumbido del todo a la parcialidad y a la ceguera. Dos valientes escritores checos del pasado comprendieron que la construcción de edificios aburridos, inhabitables y feos que se parecen como dos gotas de agua y a los que les cuadra el nombre ridículo de die Wohnmaschinen (“maquinas para habitar”), no es asunto de los arquitectos y no los exime de culpabilidad. sino que surge al dictado del espíritu de la época: un espíritu que es negación del espíritu y anti-espíritu. En las relaciones humanas, afirman estos escritores checos, la “deshonestidad, la venalidad, la corrupción y la astucia” se van imponiendo paulatinamente y las gentes son impulsadas por la “violenta pasión de la hipocresía”, quedan cegadas por los eslóganes y por la apariencia de cultura mientras la auténtica cultura perece. Mientras los tiempos modernos sigan dominados por la bestia triumphans que se impone por la nivelación de todo, incluyendo la cultura y la arquitectura, dentro del ritmo acelerado del sistema en funcionamiento, la poesía, la belleza, lo sublime, lo íntimo, quedarán condenados a la marginalidad. Hace cien años, estos escritores checos pidieron a las personas que aprendieran de nuevo a integrar la poesía en las construcciones de casas y de ciudades, para que sus habitantes deseasen no sólo quedarse en ellas, sino también y, sobre todo, vivir en ellas —poéticamente.

Una voz importante, de 1824, debería igualmente resonar en este diálogo entre los representantes de diferentes naciones y generaciones que intentan dominar y caracterizar el poder que determina la modernidad y forja la fisonomía de las ciudades actuales. En sus conferencias consagradas a la filosofía de las religiones, Hegel opone la realidad de la Grecia clásica, a la que considera la “religión de lo bello” (Religion der Schönheit), a la de la Roma imperial, para la que reserva nombres ignominiosos: “religión de la finalidad, del egoísmo, de la codicia” (Religion der Zweckmässigkeit, der Selbssucht, des Eigennutzes). La Grecia clásica, con su filosofía, su tragedia y su comedia, su escultura y su arquitectura, era un modelo sin parangón para Hegel, mientras que la Roma imperial, en su opinión, personificaba la decadencia. Dentro de este contexto, Hegel expresa una opinión notable: la evolución de Europa tras la Revolución Francesa se parece cada vez más a la antigua Roma imperial y el filósofo justifica su pensamiento de la siguiente forma: “Antes y ahora, en la antigua Roma y en nuestra época, el sofista es el que se convierte en el personaje principal, el que determina el contenido de la acción, del razonamiento, del sentimiento y de la creación”. El hombre es la medida de todas las cosas, pero un hombre empobrecido y reducido al status de productor y consumidor, que considera cuanto existe un material del que se sirve para facilitar su vida, para asegurar su bienestar y para consumar sus fines egoístas, tanto individuales como colectivos. Cuando este egoísmo, enmascarado bajo frases moralizantes, se alza sobre un pedestal para imponerse como valor supremo, toda la vitalidad bella y moral desaparece forzosamente, la realidad se descompone en una enorme amalgama de codicias, metas e intereses particulares, en pequeñas eclosiones de goces y humores. La realidad, caracterizada por la descomposición de la comunidad humana (polis), halla un nombre adecuado en Hegel: “El reino animal humano” (das menschliche Tierreich).

El sofista, personaje principal de los tiempos modernos, construye la ciudad para que se parezca a él y por su propia necesidad, de ahí que la conciba como un conjunto de casas funcionales, como un sistema prolífico de servicios, diversiones, consumo de cosas y de información, cuya dependencia implica desterrar lo poético, es decir, lo bello, lo sublime, lo íntimo. Todas las épocas construyen ciudades y casas a su imagen y semejanza, de ahí que los resultados de sus actividades constructoras sean un espejo que refleja el tiempo. Pero ciertas ciudades no reconocen o se niegan a reconocer su verdadera faz y se refugian en ilusiones infundadas de su belleza y grandeza. La ciudad, contrariamente a lo que creían el clasicismo y el romanticismo alemán, no es música petrificada ni un monumento de musicalidad, sino que en su forma moderna es más bien una expresión perceptible, es decir, visible, audible y sensible, de la esencia de los tiempos modernos, unos tiempos que han perdido la arquitectónica o han renunciado a ella, para reemplazarla por otra cosa —por un sistema en funcionamiento.

El destino y el futuro de los tiempos modernos, y en consecuencia de las ciudades actuales, dependerá de si la arquitectónica perdida es recuperada o si su sucedáneo, representado por el sistema sempiterno y omnipotente, se mantiene. La esencia de los tiempos modernos está constituida por el conflicto entre el sistema seguro de sí mismo, y a punto de convertirse en la realidad dominante, y la esperanza latente de salvar el mundo: la arquitectónica. ¿Qué es esta arquitectónica que tanto echamos de menos y sin la cual el hombre no puede llevar una vida digna? La arquitectónica del mundo es vínculo hecho de tiempo, de espacio y de movimiento, en cuyo seno cada uno de los tres elementos se une a su opuesto: el tiempo de la arquitectónica es una conexión de lo permanente con lo temporal. Si lo temporal excluye y suprime lo duradero, la arquitectónica se viene abajo. La arquitectónica une lo sublime, lo patético, lo monumental, con lo corriente, lo trivial, lo banal, y en esta unión permite asimismo a lo trivial vanagloriarse de su propia poética. Pero desde el momento en que lo sublime desaparece para ser reemplazado por lo racional y lo técnico impuesto, lo trivial y lo banal se transforman en un mal gusto vulgar y la arquitectónica se derrumba. El movimiento arquitectónico incluye la ascensión y la caída, lo provisional de la prisa, así como la posibilidad de rezagarse, la marcha hacia adelante y el eventual retroceso. Pero si la aceleración del sistema se convierte en la única forma de movimiento y las personas se acomodan a su ritmo, la arquitectónica se viene abajo.

Cuatro

La construcción de las ciudades, en cuanto acto solemne que renueva y confirma la arquitectónica del mundo, es un acontecimiento: si las ciudades ya no se crean sino que se agrandan, se amplían y se multiplican, esto constituye una prueba de la desaparición del acontecimiento en cuanto asunto inútil y superfluo y, además, demuestra que la arquitectónica ya no tiene sitio en esta realidad: ha sido privada de él, y por tanto, es una arquitectura en el vacío. La ciudad es un lugar en el que se produce un acontecimiento. La ciudad en cuanto lugar es un acontecimiento. El francés, al contrario que el alemán y las lenguas eslavas, expresa con toda naturalidad la íntima conexión entre lugar y acontecimiento: lugar (lieu), tener lugar (avoir lieu). La ciudad, en sentido primitivo, es un acontecimiento ubicado, un acontecimiento que ha tenido lugar en cierto sitio: la ciudad es un acontecimiento que ha tenido lugar para diferenciar lo esencial de lo no esencial, lo sublime de lo trivial. El hombre con apego a este lugar no está ligado a un trozo de tierra natal o a paisajes paganos sino que, mediante esa ligazón al lugar, participa en las acciones y acontecimientos que deciden el destino de la libertad y de lo sublime, de la belleza y de la poesía. En ese apego al lugar, se reconoce responsable de los acontecimientos que allí suceden. Este apego al lugar no maniata a las personas, sino que las invita a asumir una responsabilidad liberadora y las hace afrontar la cuestión de saber si la ciudad seguirá siendo el lugar de los acontecimientos y de la historia, o si se convertirá en un sistema que funciona. Las ciudades no son puntos o espacios geométricos, sino lugares de acción y de acontecimiento. Las ciudades modernas están amenazadas por el hecho de que lo poético, la arquitectónica, lo sublime son sitiados, engullidos y ahogados en las olas de lo trivial y de lo pragmático: la iglesia, el templo, el ayuntamiento, el teatro —como símbolos de lo espiritual— son desplazados y cercados por construcciones prosaicas destinadas al consumo y a la administración, y así lo ha demostrado de manera expresiva el arquitecto checo Karel Honzík: antes una iglesia, un templo, una alcaldía, un teatro dominaban la ciudad, mientras que en la actualidad estos puntos dominantes han sido engullidos y ensombrecidos por otros edificios dominantes prosaicos y banales, aunque imponentes y grandiosos.

La ciudad es un testigo vivo y perceptible para todos de lo que es nuestra época: la época está personificada por la ciudad. En el destino de la ciudad moderna se puede leer la situación de la época entera. Los acontecimientos de las ciudades son el reflejo elocuente de lo que sucede en la época entera. El dictador al que me refería al inicio y que determina la fisonomía, el funcionamiento y la vida de las ciudades modernas, es, al mismo tiempo, el dictador de la época: el destino de las ciudades y de los tiempos está en manos de un único dictador, que, al contrario que los dictadores nominales, expulsados, muertos y medio olvidados del siglo XX, reina por siempre y parece invencible.

¿Qué nombre dar a semejante dictador? ¿Deberíamos acuñar para él la denominación de bestia triumphans, o quizá sería más acertada la de “sofista moderno”? ¿O tal vez deberíamos utilizar el término intraducible de Martin Heidegger para decir que los tiempos modernos, incluyendo en ellos las ciudades, están dominados por das Gestell? Yo prefiero adherirme a la opinión de Alexis de Tocqueville: no nos apresuremos a dar nombre al poder de este dictador, intentemos primero analizarlo y describirlo.

Si mis deducciones son acertadas, sólo se puede extraer una conclusión: si toda la época ha perdido la arquitectónica, los esfuerzos de arquitectos de talento, por grandes que sean, no pueden por sí mismos cambiar el destino de las ciudades modernas. Para que las ciudades vuelvan a ser lugares de articulación arquitectónica y para que los ciudadanos puedan permanecer en ellas como la cuna de lo banal y de lo poético, es decir de lo sublime, de lo bello y de lo confidencial, la época contemporánea debe desembarazarse del dictador anónimo que se comporta a la vez como un embaucador y como un ocupante.

Este dictador anónimo es responsable de la invasión de las vidas de las personas por una oleada continua de informaciones, impresiones, productos prefabricados, cosas que tarde o temprano se pierden en un proceso que se acelera sin cesar. En esta prisa, no hay tiempo para quedarse —ver-weilen—. Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida. Primitivamente, la memoria no es la capacidad de evocar con el pensamiento las cosas y acontecimientos pasados. La memoria significa en su origen que el hombre piensa en lo que sucede, piensa en los acontecimientos de la realidad, mientras que la pérdida de memoria significa que el pensamiento de las personas está ocupado por asuntos secundarios que bloquean y paralizan las actividades de socorro de la auténtica memoria. Por esta razón, el hombre debe liberar su memoria del aluvión de cosas secundarias y recordar lo que él es; y en este recuerdo, en este despertar de la memoria, logrará que el primer paso hacia la salvaguarda o la creación de ciudades sea la renovación de la arquitectura del mundo.



[*] Texto aparecido, con alguna modificación, en Letra Internacional. Nº 51. Julio de 1997. Págs. 13-17. Disponible on-line en: https://prensahistorica.mcu.es/es/publicaciones/verNumero.do?idNumero=1000253852. Originalmente el texto pertenece a una conferencia que Kosík dio en el Centre Georges Pompidou, de París, en octubre de 1993, con el título "La ciudad y la arquitectónica del mundo".

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